Parte 8: En compañía

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Los siguientes días fueron demasiado para mí.
Al llegar a mi departamento esa tarde, todo el peso de mi colosal error cayó sobre mis hombros. Había cometido una estupidez tan grande... Simplemente no tenía justificación alguna. No importaba la clase de persona que fuera ese imbecil.
Estuve atenta a que nadie me mirara de forma diferente a como lo venían haciendo hasta ahora, pero no había más que el interés de siempre en sus rostros. No pude detectar miedo o repulsión.
Había pensado en simplemente empacar y volver corriendo a Forks, pero luego me convencí a mi misma que esa no era la salida, debía quedarme y resolver esto como era necesario. Además, si llegaba a casa de forma tan inesperada y con el estado perturbado que tenía en ese momento, hubiera tenido que dar demasiadas explicaciones, y desde luego, eso era algo que quería evitar si podía hacerlo.
Fue la semana más larga de mi vida. Steven no había vuelto a acercarse en ningún momento. Incluso dejé de verlo alrededor del campus. No volvió a aparecer en Historia de La pintura, y eso al principio me dio miedo, pues pensé que, quizás, le hubiera podido provocar algún daño. Pero luego, cinco días después de lo ocurrido en el solitario patio, lo divisé entre la gente que deambulaba por el campus. El también me vio, y cambió de dirección, no sin antes dedicarme una mirada asustada y de aversión.
Estuve con el miedo alojado en el pecho durante todo ese tiempo, temiendo que el cualquier momento me citaran ante alguna autoridad a explicar lo insólito de mi comportamiento. Y desde luego, no hubiera podido aclarar nada. No solo la fuerza sobre humana, sino tampoco el rugido. El simple hecho de pensar en eso, hizo que me retorciera de los escalofríos. Visualicé una sala enorme llena de aparatos grandes y demasiado complejos. Y a mí acostada en una cama larga y angosta, de metal. Tan solo al tocarme, y sentir mi piel dura como el mármol, se darían cuenta de que no era una humana...
O mis habituales cuarenta y nueve grados. Nadie, absolutamente nadie, que no esté pasando por una gran agonía podría tener esa temperatura corporal. Mi mente ideó mil formas diferentes en la que podrían emboscarme. Mil formas en la que se darían cuenta de todo.
El pánico fue mi gran compañero todo ese tiempo. Sembrándome dudas, desesperanza, y dolor. Comencé a desesperarme, viendo cosas donde no las había.
Una mañana de jueves, creí ver a uno de mis compañeros señalándome con un dedo acusador. Luego me di cuenta que en realidad estaba mostrándole a un novato el camino hacía la cafetería, que en ese momento tenía a mis espaldas. También escuché en patio hablar a dos chicos con los que asistía a escultura. Hablaban de vampiros. Antes de que pudiera levantarme e irme corriendo, aterrada, me percaté de que comentaban una serie muy conocida que pasaban por la televisión, la cual había visto, y me había reído de su trama inverosímil, pero que me había gustado mucho.
Simplemente estaba enloqueciendo, y todo se me estaba saliendo de las manos. Podía sentir como me faltaba el aire a cada momento. La respiración se me dificultaba. Era espantoso. Jamás me había sentido así de desvalida, y si no fuera porque mi cuerpo estaba hecho de piedra, creo que hubiera colapsado en cuestión de días.
Aunque nadie lo percibía. Me había prometido a mi misma no demostrar mi derrumbe interno. Seguía sonriendo, contestando las preguntas que los profesores me hacían, continuaba ignorando las miradas de los estudiantes, los susurros cuando pasaba por su lado.
Ignoraba todo. En un afán de que nadie pusiera más atención de la que ya tenían en mí.
Luego de pasadas dos semanas, todavía no ocurría nada. El estrés era la única emoción que podía sentir. Y no pude verme capacitada como para hacerle frente como debería, nunca había convivido con él.
No les dije nada a mis padres, hubiera sido preocuparlos en vano. Esto lo tenía que resolver por mi cuenta. Si hubiera hablado, estarían en Juneau en cuestión de horas, y me llevarían arrastrándome de los pelos hacía Forks.
No, llamarlos no tenía sentido.
Steven cambió su horario, y no lo crucé más en la única materia que compartíamos. Eso fue un alivio, porque si además de toda la presión que tenía que soportar, le sumaba a eso tenerlo presente aunque sea en una clase, hubiera sido mucho peor. Al menos, si querías evitar a una persona, el campus era lo suficientemente grande como para hacerlo.
Ahora estaba utilizando una máscara, tal cual me había dicho Steven. Una máscara que demostraba que todo estaba bien. Mi rostro no denotaba nada más que tranquilidad, y cualquiera que me viera, hubiera jurado que no tenía problema alguno.
La realidad, sin embargo, era muy diferente.
Cada vez que llegaba a casa, comenzaba a llorar. No importaba que me faltaran motivos en ese preciso momento, todo lo que ya había pasado era suficiente para que comenzara a lagrimear. Estaba desvastada, y no porque mis problemas fueran los peores. Hubiera sido estúpida sí creía que era la victima en todo esto.
Mis errores me pasaban factura. Esa era la única verdad en todo ese laberinto de incertidumbre. Porque siempre había creído, aunque tal vez no de un modo consciente, que todo debería salirme bien. Mis inicios habían resultado traumáticos, eso era innegable, pero todo lo demás fue demasiado perfecto.
Una burbuja. Inmune a la desgracia, al sufrimiento, al rencor, a la ira, a la mentira. Inmune a todo.
El mundo real era diferente a mi cuento de hadas. Por lo que tenía que saber que no era una princesa, y Forks no era el país de Nunca Jamás. Eso había creído, y también era lo que sentía. Porque ¿Cómo no sentirse así rodeada de gente como mi familia?
Mi casa siempre la había visto como un palacio, y aunque de hecho lo parecía, no me hubiera importado que fuera solo una pequeña choza en medio del más candente de los desiertos. Y mi Jacob, el príncipe de ensueño. Siempre dispuesto a hacerme sonreír.
Mis padres eran para mí como dos reyes de cuento. Hermosos, cariñosos, simplemente mucho más de lo que hubiera podido merecerme. ¿Cómo no creer que Edward Cullen era el padre perfecto? Cuando cada vez que podía me decía que me amaba, cuando me arrullaba con ternura. Cuando me abrazaba como si fuera uno de sus tesoros más preciados. Cuando compartía conmigo toda su sabiduría, enseñándome a ser una mejor persona, tan solo con estar cerca de él, sin ni siquiera decir una palabra. Era imposible no pensar en ello.
¿Cómo no creer que Bella Cullen me amaba por sobre todo lo demás? Si había hasta apostado su vida por mí... mil veces. Si había luchada con su ultimo suspiro humano para traerme al mundo. Incluso al saber desde el mismo principio que la estaba matando. ¿Cuan lejos podría llegar el amor de mi madre hacía mí? Podría cruzar el mundo en un segundo a miles de kilómetros por hora, porque jamás había visto tanta devoción en los ojos de nadie. Cuando me miraba, podía observar su corazón, una ventana abierta que apuntaba directo a su alma, más brillante y pura que su piel al ser iluminada por el sol. Mucho más.
Madre, que tonta es la hija que has criado. Que desagradecida. ¿Cómo fue capaz de dejarte cuando tú has dado todo por ella?
Y lo único que podía hacer era llorar. Cada lágrima intentaba exorcizar mi culpa, mi desilusión, mi maldita estupidez.
Estaba en uno de esos llantos intensos, en los cuales ni siquiera eres capar de ver nada más que tus propias lágrimas, cuando alguien tocó a mi puerta. Me acerqué para abrirla, no antes de intentar secar mis ojos lo mejor que pude. En el hall, estaba la señora Roberts.
No era el mejor momento para que me acercara una de sus tandas de galletas caseras. El gesto lo había estado repitiendo semana tras semana desde mi llegada. Inmediatamente se percató de mis ojos irritados.
– ¿Qué es lo que te pasa, cariño? – Preguntó con dulzura y preocupación.
– No es nada, solo tontas preocupaciones. – Mentí. No tenía ganas de contarle mis problemas a nadie.
Mentir nunca me había costado. Llevaba dos semanas haciéndolo muy bien. Cada vez que llamaba a mis padres o a Jacob, fingía lo mejor que podía. Creía que con eso era suficiente. Como sea, ellos no habían notado nada anormal en mi voz, o si lo habían hecho, no me lo dijeron.
– Pero cariño, mira tus ojos. – Observó mi vecina. – Llevas horas llorando. – Apuntó.
Estaba en lo cierto. Si había calculado bien, tenía cerca de tres horas derramando lágrimas. No había podido contenerme.
– Tal vez debas tomar algo caliente, y hablar de tus problemas. Eso siempre hace bien, corazón. – Susurró.
Suspiré. Ella tenía razón. Tal vez esa era la clave de todo. Quizás lo único que tenía que hacer era hablar con alguien. Y las personas a las que podía contarles todo con lujo de detalles, mis padres, no podían enterarse. O mejor dicho, yo no quería contárselo.
– Creo que tiene razón... – Contesté por fin. – ¿Quiere acompañarme a tomar el té? – Inquirí.
– Desde luego, niña. Sí no te molesta, puedo prepararlo yo. Tú siéntate. – Propuso.
Asentí silenciosamente, y le hice un gesto para que avanzara por el pasillo que la llevaría hacía la cocina.
Según tenía entendido, los cuatro departamentos de ese edificio eran exactamente iguales, por lo que no debía decirle cual era el camino que debía seguir.
Caminé hacía la mesa de la cocina, y tomé asiento en una de las cuatro sillas que tenía el lugar.
Al cabo de unos minutos, ella se volvió hacía mí con dos tazas llenas de té, y un plato de galletas. Apoyó todo en la mesa, y tomó asiento a mi lado.
– Cuéntame, Renesmee. ¿Qué es eso que te tiene tan mal? – Preguntó amablemente, preocupada realmente por lo que me afectaba.
Dudé ahora de mi resolución anterior. ¿Qué era lo que tenía que decirle? ¿Cuanto podía decirle? Muy poco, claro. Así que ahondé por los inicios básicos de mi malestar.
– Señora Roberts. – Comencé.
– Cariño, dime Lizzie. – Apuntó.
– Lizzie, son muchas cosas. – Empecé de nuevo. – Estoy lejos de mis padres, de la familia, de mi novio, de mi hogar...
– Eso siempre nos hace sentir vulnerables, corazón. – Tomó mi mano entre una de las suyas. Tal vez se extrañó al sentir la dura textura, y el calor sofocante, pero no hizo ningún gesto, y tampoco dijo nada. Al parecer, ser caliente, es algo con lo que puedes pasar mucho más desapercibido. – Pero recuerda que estas aquí para construir tu futuro.
Mi futuro. ¿Qué iba a ser de mi futuro? Nada iba a pasar. Solo la misma secuencia una y otra vez. El único consuelo es que iba a estar siempre con mis padres, con mis tíos, con mi Jacob. Todos íbamos a formar parte de eso.
– Sí, creo que con eso debería ser suficiente para apaciguar mi ánimo. ¿No? – Murmuré.
– No te sientas mal, todos pasamos por eso. Recuerdo cuando ingresé a la universidad. Fue hace muchos años. – Evocó. – Pero estaba demasiado nerviosa, y todo era nuevo para mí. Quise dejar los estudios antes de cumplir una semana. – Rió.
– No se trata de la universidad en sí... – Balbuceé. – Sino de la gente.
– Claro, eso es normal. – Comprendió. – ¿No tienes muchos amigos?
– No, ninguno. – Admití. – Y el chico que creí que podía convertirse en uno, bueno, se sobrepasó... – No quería ni siquiera recordar lo que había pasado.
– Oh... ¿Qué te han hecho, Renesmee? – Inquirió con la voz llena de compasión, y apretando más mi mano entre las suyas.
– Él... intentó besarme a la fuerza, fue muy grosero y denigrante. Cuando me negué, me insultó, y entonces exploté, y lo golpeé. No soy esa clase de persona, nunca lo he sido. – Relaté al fin, ante su mirada preocupada.
– Debes defenderte si alguien intenta forzarte a hacer algo que no quieres. – Dijo con la voz firme. Estaba indignada. – No debes preocuparte. Además, ¿De que temes? ¿Qué se lo cuente a alguien?
Sí, eso era lo que temía. Exactamente. Pero ella no entendía la magnitud del asunto. Al ver que no contestaba, prosiguió.
– No se lo dirá a nadie, cariño. – Dijo muy confiada. – Porque si lo hace tendrá que admitir que intentó hacer cosas que no debería. Y además, jamás nacerá un hombre que admita que una mujer le dio una paliza. Menos una chica como tú, tan delicada y hermosa.
En eso, tal vez tenía razón. Habían pasado dos semanas. Dos largas semanas para mí, y todavía parecía que no había dicho nada. Desde luego, Elizabeth conocía a los hombres mejor que yo. Eso me dio un poco de esperanzas. Porque si Steven no decía nada, tal vez podría quedarme aquí, y empezar de nuevo. Hacer como si recién llegara a Juneau e intentar que algo bueno saliera de toda este infortunio.
– Eso puede ser, quizás no se lo diga a nadie. No quiero que la gente me vea como un monstruo. – Declaré, muy a mi pesar.
Ella sonrió. Manifiestamente en desacuerdo ante la palabra que había usado. Claro, ella no conocía la verdad.
– Creo que esa sería la última palabra que cualquiera que te viera utilizaría. – Dijo, todavía entre risas.
Suspiré.
– Estás aquí hace tan solo un mes y medio, cariño. – Apuntó. – No es mucho tiempo. Es lógico que todavía estés un poco melancólica. Además, el primer semestre de universidad siempre es el más difícil.
Intenté sonreír, muy a mi pesar.
– No estés mal, eres una muchacha encantadora y hermosa. Por lo que me cuentas, tienes una familia muy cariñosa. – Dijo. – Todo pasará, todo estará bien.
– Tal vez solo deba ser positiva. – Mascullé. Como si solo eso bastara. En ese momento, tenía problemas que ameritaban mucho más que solo pensar positivamente.
– Creo que si no hubiera sido de otra forma, yo no estaría aquí. – Dijo en voz baja. Tanto, que hubiera jurado que lo estaba diciendo solo para sí misma.
Seguramente tendría que haberme quedado callada, porque si fuera una humana común y corriente, no tendría que haber escuchado lo que susurró. Pero no era una humana, y lo había escuchado.
– ¿Por qué dices eso, Lizzie? – Pregunté entonces.
Ella me observó. No me había dado cuenta antes que tenía unos ojos color ámbar, muy hermosos.
– Yo no he vivido siempre en Alaska, Renesmee. Este lugar es muy hermoso, claro, pero antes vivía en Seattle. Nací allí, también fue donde me crié. Vivía en un apartamento enorme y hermoso con Ronald, mi marido. Llevábamos quince años de casados. Hubiéramos cumplido veintitrés en Julio. – A medida que hablaba sus ojos se cristalizaban, y su mirada se entristecía. – Pero no éramos un matrimonio aburrido. – Agregó con una sonrisa, embargada por sus recuerdos. – Viajábamos mucho, y cenábamos todas las noches afuera. Nos divertíamos tanto, éramos el uno para el otro. Nunca tuvimos hijos. Supongo que eso es algo que lamentaré por el resto de mi vida. – Suspiró. – Ya hacen casi nueve años que no esta conmigo. Desapareció una noche cuando volvía a casa del trabajo.
Una lágrima se escapó por la comisura de sus ojos.
– Realmente lo siento mucho, Lizz. – Musité.
– Ha pasado tanto tiempo... – Continuó. – Fue en esa época en la que Seattle era inhabitable. Moría gente todos los días. Tal vez lo recuerdes, no creo que hayas sido muy pequeña. Su cuerpo apareció calcinado. Fueron esas bandas. Mataban solo por diversión... – Deslizó la mano por su rostro, y secó la lagrima que le caía sobre la mejilla.
Aunque luego me di cuenta de que se equivocaba en algo. Yo no lo recordaba, no porque no haya sido lo suficientemente mayor. Sino que ni siquiera había nacido. Si ella había vivido en Seattle hacía nueve años, y su esposo había sido asesinado de una forma tan misteriosa...
Entonces no había mucho que pensar, porque si recordaba correctamente la historia que había escuchado muchas veces...
Esta mujer había sido victima de la crueldad de esa vampiresa asesina.
Victoria.
La mujer que había apostado hasta su vida por vengar a su amor. Ese maldito vampiro sádico que había querido matar a mi madre. James.
Jamás se me hubiera ocurrido que algo así podría pasar. ¿Como el pasado de mis padres se conectaba conmigo de esa forma? ¿Cómo esa mujer termina siendo vecina de la hija que tuvieron el vampiro y la humana que eran perseguidos por la causante del asesinato de su esposo?
Todo ese razonamiento, tan solo demoró un segundo en ser procesado por mi mente, por lo que Lizzie no se percató de todo lo que había descubierto en esa mínima fracción de tiempo.
– Sí, lo recuerdo. Mis padres estuvieron muy preocupados. Vivo en Forks, y esta bastante cerca de Seattle. – Dije por fin.
– No te imaginas lo que fue, Renesmee. Toda la cuidad era un caos. Era como si quien sea que cometía esos asesinatos se estuviera burlando de todos. ¡La gente no quería salir a la calle! – Apuntó, alterada. – Era el mismo infierno. Y aunque luego los asesinatos cesaron repentinamente, no tenía la fortaleza suficiente para permanecer en la ciudad. Vendí todo y me mudé lo más lejos que pude. No he pisado Seattle desde entonces... – Meditó un segundo, mientras sus lágrimas de dolor caían, ahora sin cesar. Ya no se esforzaba por disimularlas. – No sabes lo que he llorado, Renesmee. Pero ¿Qué más puedo hacer? Él ya no esta conmigo, y yo sigo aquí. No me queda otro remedio que intentar ser positiva. Por eso te doy este consejo, no dejes que el opinión de los demás distorsione la imagen que tienes de tu misma. Todo pasa, tarde o temprano te recuperarás. A veces simplemente te cansas de sentir dolor, y sigues adelante... pero no por eso olvidas. Nadie tiene la vida comprada, – Continuó. – Estamos aquí por muy poco tiempo como para sufrir demasiado.
Tal vez no todos la tenían comprada. Algunos simplemente éramos dueños de ella. Si es que esto se puede llamar vida.
Quería creer que sí.
– Nunca fue mi intención que hablaras de esto si no era tu deseo. – Comenté luego de un segundo. Elizabeth estaba muy diferente. Parecía realmente perturbada por lo que me había contado.
– Es como te dije en la entrada, cariño. – Dijo suavemente. – A veces no hay mejor remedio para nuestros problemas que hablarlos con alguien.
Y entonces me di cuenta de algo.
Mis problemas no iban a desaparecer mágicamente. Pero llorar por ellos no ayudaba en nada. Si quería lograr algo, tenía que poner los pies sobre la tierra maduramente. Porque si Lizzie había pasado por todo eso y había sobrevivido, entonces yo era capaz de hacerlo.
Pasamos el resto de la tarde juntas. Hablando de temas mucho más agradables. Descubrí que era fácil hablar con ella. No me costaba. Pudimos conversar de muchas cosas. Le conté de mi familia. De mis padres, de mis abuelos, de mis tíos. De Jacob... Hablé mucho de él, hasta el punto en que creí que ella en algún punto me diría, “de acuerdo, hablemos de otra cosa”, pero no fue así, todo parecía fascinarle.
Era una mujer encantadora.
La semana siguiente transcurrió mucho más tranquila. La charla con mi adorable vecina había resultado del todo bien. Una voz en mi interior ahora me decía que no todo estaba perdido. Quizás solo había sido algo necesario para que me diera cuenta de algunas cosas.
Continué con mi rutina, esta vez prescindiendo del llanto diario. Realicé otra promesa conmigo misma. No dejaría que las circunstancias volvieran a superarme, no perdería el control de nuevo de esa forma. Parecía bastante probable que la cumpliera, porque Steven había salido de mi vida tan rápido como había entrado. No volvimos a dirigirnos la palabra, desde luego.
A partir de entonces, tomé el consejo de la señora Roberts. Caminaba indistinta a todos, y aunque era inevitable que me cohibieran un poco, me despreocupaba de esas cosas.
Las aceptaba.
Aceptaba lo que era.
No era un vampiro, no era una humana. Era la extraña unión entre esas dos especies. Con todas sus ventajas, y ninguno de sus defectos.
Y aunque antes ya lo sabía, en ese momento ese significado tenía una nueva dirección. Muchas cosas pueden hacerte feliz, y no hacía falta que incluyera a muchas personas en esa ecuación. Ahora estaba sola, lejos de todo y todos. Pero no por eso tenía que sentirme miserable. Más que nunca tenía que invocar a la fortaleza, porque estar sola en Juneau no era lo mismo que estar totalmente sola.
Tal vez aprendería de esta experiencia algo valioso. Tal vez no. Pero lo que ahora descubría era que no podía renegar de aquello que me hacía única. Aunque los humanos no quisieran relacionarse conmigo, eso no me afectaría. Tenía que aceptar las cartas que me había tocado, y jugarlas de la mejor forma posible.
Ya no tenía tiempo para estar mal. No tenía tiempo para lamentar mis decisiones. Tal vez, si no hubiera ido a Juneau me hubiera ahorrado todos esos problemas que se presentaron. Simplemente hubiera estado en Forks, rodeada de amor y compresión. Pero no hubiese descubierto esas cosas que ahora sabía. Valoraba mucho más todo cuando tenía. Incluso cuando antes había estado eternamente agradecida por ello.
Había conseguido darme cuenta de que siempre habrá algo que escapara de mis manos. No importaba lo mucho que lo intentara. Ahora solo tenía que aprender a valerme por mi misma, porque aunque mis padres se cansaran de decirme que era un ser increíblemente inteligente, cosa que en realidad no creía cierto, todavía tenía cosas que hacer en Alaska. Un presentimiento muy fuerte me decía que todo mejoraría en cualquier momento.
Y gracias a eso, los días continuaron transcurriendo.
Siendo positiva.
Amaneció esa mañana de domingo como cualquier otra en mi vida universitaria. El día estaba destinado a ser aburrido, por lo que llamé a mamá por teléfono, y estuvimos conversando cerca de dos horas. Ella nunca dormía, por lo que la diferencia de horarios en realidad no era un inconveniente para mantenernos comunicadas.
Me dediqué a organizar un poco el apartamento, que estaba realmente hecho un desastre. Lo cierto es que desde que me había mudado, no había dedicado un solo día a la limpieza a fondo del lugar. No es que fuera un basurero tampoco, ya que era muy poco el uso que realmente le daba. Solía entrar e ir directamente a la habitación, o al estudio si es que tenía algo que estudiar. Pero era cierto que ya estaba mostrando signos de necesitar una buena organización. Tomé la ropa que ya había usado y la puse en el gran canasto para ropa sucia que había en el lavadero de atrás.
Me preocupé por organizar cada una de las habitaciones de la casa. Limpié la estancia, la cocina, el baño, mi habitación y el estudio. Este último se merecía una limpieza ardua. Abrí un poco las ventanas, aunque luego, al entrar una brisa polar, desistí de la idea. Prendí la chimenea, y un calor delicioso se extendió por la habitación.
Tomé también el resto de las ropas, y me puse a organizar todas esas cosas que iba dejando tiradas por ahí. Ahora que lo pensaba, tal vez no estaba muy lejos de ser como cualquier chica de veinte años. Por lo menos en ese aspecto tan superficial.
Entre el desorden monumental de telas y estampados, encontré el vestido azul que me había regalado mi tía Alice por mi cumpleaños. Lo observé unos segundos, y sonreí al darme cuenta de que era mucho más hermoso de lo que recordaba. Mi tía siempre atinaba con esas cosas. La moda era su segunda naturaleza. Decidí que lo usaría cuando se presentara la oportunidad adecuada, ya que era demasiado elegante para un día común de cursos.
Otra vez el bendito closet resultó pequeño. Cuando terminé, cerca de una hora después, pues hice todo a un ritmo completamente humano, las puertas del armario no podían unirse para cerrarse. Pensándolo bien, había cosas adentro del armario que no se podían utilizar con el frío clima que azotaba el estado, pero lo cierto es que siempre había sido propensa a empacar cosas innecesarias. Además, había que sumar las cosas que había comprado en el pequeño centro comercial que había descubierto cerca de mi apartamento. Lo cual me ayudó increíblemente a superar mis distracciones, y algunas de mis preocupaciones más triviales. Era un lugar realmente adorable. Y tenía varias de mis casas de ropa favorita, así que la primera excursión al lugar me había hecho llenar por completo los asientos traseros de mi auto.
Aun así, luego de dejar en perfectas condiciones mi nueva morada, el domingo me estaba resultando demasiado lento. Entonces tuve una idea fabulosa. Busqué en mi bolso el olvidado papel donde Michelle me había anotado su número de móvil. El suceso había transcurrido hacía semanas. Esperaba que no se haya enojado por no haberme comunicado antes. Tomé mi teléfono y marqué esperando que no estuviera ocupada. Al cuarto llamado contestó.
– Hola. – Dijo con extrañeza, seguramente al no reconocer el número que la estaba llamando.
– Hola Michelle, soy Rennesme, ¿recuerdas? Me pasaste tu número de móvil por si alguna vez quería salir, y lo cierto es que estoy del todo aburrida aquí en casa… – Le conté, pero luego me sentí levemente patética.
– Oh… ¡Nessie! Sí, claro. No hay ningún problema, yo tampoco tengo nada que hacer. Mis padres se han ido el fin de semana a casa de mis tíos y me he quedado sola. ¿Qué quieres hacer? Estoy realmente abierta a posibilidades. – Su voz era entusiasta, y eso logró animarme.
– No sé, la verdad. Para empezar ¿Quieres venir a casa? Hace frío, tomamos algo y después si quieres podríamos ir al centro comercial que esta a tres calles de aquí.
– ¡Eso me suena fantástico! Solo dime como llegar a tu casa y en lo que me lleve lavarme el cabello y cambiarme salgo para allá. – Contestó como si fuera la mejor idea del mundo. Sonreí.
– ¡Perfecto! Toma nota por favor…
Le indiqué como tenía que hacer para llegar a mi casa. Luego de cortar, pensé que lo mejor seria salir a comprar algo de comida humana, sería descortés invitar a alguien si no tienes nada que ofrecerle. No me tardé casi nada en la pequeña tienda que había cruzando la calle, cerca de la esquina. Cuando regresé, decidí tomar una ducha. Al salir, revolví en mi recién acomodado armario. Tomé lo más casual que tenía, al fin y al cabo era solo una salida de chicas. Una camisa azul, con unos jean negros, me pareció adecuado. Tomé también mis nuevos zapatos azules. Peiné mi cabello y lo dejé caer sobre mis hombros.
Cerca del medio día sonó el timbre. Contesté el portero eléctrico. Era Michelle. Presioné el botón para que pudiera subir y al cabo de unos minutos, sentí su presencia en el vestíbulo. Abrí la puerta antes de que ella tocara, y la invité a pasar.
– Hola Nessie, me alegra que me hayas invitado. ¡Estaba realmente aburrida en casa!
– ¡No ha sido nada! Yo estaba exactamente igual aquí, sola. He comprado chocolate y galletas, espero que te gusten, sino podemos cruzar a comprar algo más si no te apetece esto – Le dije.
– Para nada, ¡galletas y chocolate caliente me parece perfecto! – Bromeó, y luego rió de su propio comentario.
Calenté el chocolate y la leche rápidamente, y en tan solo cinco minutos, teníamos en frente una humeante taza cada una. Su rostro estaba ligeramente sorprendido. Claro, en los más de dos meses que nos conocíamos, solo me había visto comer ensalada. Era lógico que se extrañara al verme consumir algo aparte de eso. Seguramente no había estado pensando muy bien de mí con respecto a ese tema tan delicado como lo era mi alimentación.
Si íbamos al caso, a ella no le gustaría verme comer como correspondía.
Tómanos lentamente, hablando de tonterías. De sus padres, de los míos, – Aunque claro, no dije en ningún momento que mi madre tenía veintiséis años y mi padre casi ciento veinte, pero ambos parecían más jóvenes que yo. Eso la hubiera alterado un poco. – del resto de nuestras familias, de los profesores, de nuestros compañeros, de las chicas que parecían demasiado tontas. De la falta de sentido de la moda de algunas. De los chicos que nos parecían guapos y de los que no. Intenté hablar poco de eso, después de lo ocurrido con Steven, evidentemente no quería que nadie más intentara ningún otro acercamiento hacía mí. Por lo que cuando me preguntó si había alguien que me pareciera guapo, intenté esquivar el tema, pero ante su insistencia, balbuceé el primer nombre que se me ocurrió. No sin antes aclararle que tenía novio.
– ¿De verdad? – Dijo. – ¿Y como se llama? – Pregunto interesada.
– Jacob. – Le dije, suspirando tiernamente.
– Es un lindo nombre. – Opinó.
– Créeme, no solo su nombre es hermoso. – Dije sonriendo.
Se unión a mis risas.
– Eso es normal. Siendo tú tan bella. – Declaró. – Dudo que nadie que no sea como mínimo tan guapo como tú, quiera acercarse siquiera.
Sí, al parecer ese era el asunto, pero estaba solo la mitad de acuerdo con su comentario. Nadie quería acercarse a mí. Punto.
– Gracias por el cumplido. – Dije al final. – Pero no es la belleza física lo que te hace enamorar de Jacob Black... – Continué. – Es todo él, su persona, su paz, su sentido del humor, su sonrisa, el brillo de sus dientes, el aroma de su piel...
Tuve que detenerme. Había empezado a suspirar. Me avergoncé.
– Yo nunca he tenido novio. – Confesó mi amiga para cambiar de tema. – Mis padres son demasiado... estrictos con eso. – Se quejó al final. – Además, de los que se han acercado, muy pocos me gustaron.
– Es cuestión de tiempo, Michelle. – La aconsejé. – Eres una chica hermosa. – En verdad lo era. – No tardará en aparecer el indicado.
La charla fue superficial, pero pudo hacerme sentir que no era un bicho raro al que nadie quería acercarse. Mi acompañante era entusiasta, y a pesar de que apenas nos conocíamos, los temas de conversación salían fluidamente entre nosotras. Tal vez en alguna ocasión reí como una tonta, tal vez me comporté como una típica chica de veinte años. Pero no podía explicar porque eso lograba que me sintiera bien.
Fue una tarde realmente divertida. Cuando dieron cerca de las cinco, ella me recordó las ganas de ir de compras.
– Creo que me voy a tener que comprar un pequeño armario también, realmente mi closet no da abasto. – Ella se volteó hacia la puerta que daba a mi habitación. – ¡Eres increíble, Nessie! Me encanta la ropa que usas. Podrías darme unos consejos de moda.
Reí ante sus palabras.
– En realidad todo lo que sé me lo enseño mi tía, a ella es a quien tienes que recurrir para eso. Aunque no la nombres en voz alta, ¡podría aparecerse atrás tuyo con varios conjuntos! – Nos reímos una vez más. – Solo espérame un segundo, iré por mi bolso, y ya salimos de compras.
Me levanté y me dirigí hacía la habitación. Solo me tomó un segundo encontrar mi bolso, por lo que salimos de casa al cabo de cinco minutos. Ella había traído su auto, pero la convencí de que usáramos el mío, ya que el garaje estaba debajo de los apartamentos, y para ir en busca del suyo teníamos que salir a la fría calle. Cuando estuvimos seguras tras los cinturones de seguridad, emprendimos la marcha.
No tardamos nada, por supuesto. Estaba tan cerca que podríamos haber ido caminando, aunque eso ameritaba ponerse una buena cantidad de abrigos.
Dentro del centro estaba apetitosamente calido. El aroma a humanos golpeaba de frente, e hizo que me ardiera ligeramente la garganta. Pero claro, era algo que podía manejar bien.
Comenzamos nuestra excusión por el primer piso, donde estaba toda la ropa casual que podríamos vestir en la universidad. Arriba, estaban las prendas más apropiadas para una salida nocturna, y en el tercer piso encontramos vestidos elegantes y toda clase de ropa interior, alguna demasiado atrevida para mi gusto. Estuvimos cerca de tres horas probándonos todo, y cuando Michie me hizo recordar la hora, ya llevaba cerca de quince bolsas en las manos. Ella, con solo una menos, me recordó que sus padres estarían preocupados, ya que no había dejado ninguna una nota. Con todas nuestras nuevas prendas nos dirigimos hacia el auto. Al llegar a la puerta de mi hogar, ella se bajó.
– Bueno, ¡me lo he pasado genial! Espero que se pueda repetir. No sabes lo bien que me sienta estar contigo, ¡pero si casi no he sido consciente de la hora! Espero que mis padres no me reprendan. Además creo que me matarán por todo el dinero que me he gastado en ropa. – Sonrió.
– Sí, la verdad que hemos gastado mucho dinero, pero creo que jamás podré detenerme al momento de comprar ropa. – le confié. – Espero que nos veamos mañana, Michelle.
– Cuenta con eso. Nos vemos en Historia de la pintura. – Ella me saludó con una sonrisa radiante y se dirigió hacia su coche, aparcado en frente de la puerta de los apartamentos. La vi alejarse en dirección al norte de la ciudad. Ella vivía en uno de los barrios altos de Juneau. Accioné la puerta automática del garaje. Subí y me concentré en mis demás tareas.
Esa tarde había sido muy buena, no solo porque Michelle me caía realmente bien, sino porque al fin, luego de dos meses de soledad, había logrado relacionarme con gente de ese lugar, en las condiciones que había esperado desde el principio. Con total naturalidad, sin presiones, como si en realidad no existiera una barrera entre las demás personas y yo. Era bueno descubrir, a pesar de que había tardado bastante tiempo, que podía tener una vida completamente normal.
Organicé mis nuevas adquisiciones. Y también me planteé la urgencia de un nuevo armario. Tal vez debería contratar a alguien para que ampliara el que ya tenía.
La noche avanzó rápidamente y dieron las siete de la mañana en el reloj. Tomé una de las bolsas de ropa recientemente adquirida. Dentro estaba lo que buscaba, una blusa roja que me había gustado mucho. Entre mis cosas encontré también ese pantalón de seda negra que tanto me gustaba. Era impropio para el clima frío del lugar, pero suponía que una gabardina negra encima del conjunto haría que no desentonara tanto. Al fin y al cabo, yo no sentía la frescura del ambiente.
Llegué puntual, como siempre. La primera clase la pasé rápidamente, nada del otro mundo. Caminé de prisa hacía el tercer piso para tomar la segunda, que fue, como era costumbre los lunes, la que compartía con Michelle. En ella rememoramos la tarde anterior, entre risas cómplices y más divagaciones. Desde luego, los ejercicios prácticos de ese día los haría después. Eran demasiado fáciles. Al sonar el timbre, me apresuré a dejar mi sitio, camino a la siguiente escala en mi largo día académico. Mich se quedó en el tercer piso, ya que su tercer clase se encontraba unas cuantas aulas al sur. Por mi parte, me apresuré hacia Historia de la música.
Llegué temprano, y para mi sorpresa, el profesor ya estaba en el aula. Dijo el tema que veríamos ese día.
La clase no prometía ser interesante. Por eso cuando me encontré allí, pronto me vi sumergida en un ensueño realmente profundo. Cuando la clase se volcó de lleno en un tema que conocía demasiado bien, me vencí al delirio y comencé a volar con la imaginación; aunque jamás hubiera pensado que lo que me devolvería a la realidad seria lo que pasó a continuación.
Los vi cruzar el umbral del salón con una gracia que no había visto hasta ahora en la universidad. No es que hubiera en ellos algo que me resultara extraño. Sus facciones me eran terriblemente familiares.
Increíblemente pálidas y perfectas.
Sus cuerpos, completamente esbeltos, se dirigieron hacía la multitud en una especie de danza que me cautivó, incluso al estar acostumbrada a ver los movimientos de gacela de mi tía Alice.

Ocaso Boreal - Continuación de CrepusculoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora