El domingo no fue divertido. Solo un día en el cual me relajé y preparé todo para iniciar mis clases.
El lunes por la mañana me encontró hecha un manojo de nervios, indecisa y temerosa. No importaba lo mucho que intentara darme valor, lo cierto es que este no aparecía.
No dormí, en parte por los mismos nervios y también porque no lo necesitaba. Podía estar hasta tres o cuatro días sin dormir.
Al momento de salir, cerca de las siete de la mañana, me encontré desesperada por demás en lo que debía ponerme. Siempre me había importado como vestirme, pero ese día, estaba por cruzar los límites de obsesión normal por cualquier cosa.
Respiré profundo. En un absurdo y lamentable intento por recuperar esa calma tan propia de mi persona. Esta nueva faceta, en la que todo me ponía nerviosa e insegura, era del todo desconocida para mí. Completamente diferente a lo que realmente era. O mejor dicho, creía que era.
De repente me encontré a mi misma prefiriendo enfrentarme yo solo a los Vulturis, y sin la ayuda de nadie.
Patético.
En algún momento posterior a ese tropezón de mi mente, recuperé la compostura.
Busqué en mi armario un atuendo adecuado, sofisticado pero simple, que me pudiera ayudar a parecer una estudiante común como cualquier otra.
Encontré un pantalón de vestir negro y una camisa delicadamente confeccionada de color azul. Arriba me coloqué un tapado negro que llegaba hasta mis rodillas, y que había comprado recientemente.
Tomé uno de mis tantos bolsos, y salí al hall.
Llamé el ascensor, y bajé al garaje. La salida no me costó nada. Recordé cuando mi tío Emmett me había enseñado a conducir. Para entonces, era una enana que no aparentaba más de doce años, pero tras suplicarles mucho a mis padres, habían accedido a que me enseñara.
Aunque su docencia en ese campo me había dejado un estilo bastante desacatado para tratarse de una chica. Adoraba la velocidad. Cuanto más rápido mejor. Tenía problemas para discernir con total criterio que era demasiado veloz. Por eso nunca había manejado con Charlie cerca. El simplemente creía que no era correcto que siendo una niña pudiera hacerlo. Y si hubiera visto con la ligereza con la que me deslizaba, le habría dado un infarto.
Tomé la calle principal de la cuidad, ya que la universidad se encontraba en pleno centro. No era lejos, unos diez minutos al volante.
El campus era enorme, y en su comienzo se encontraba una enorme verja de hierro forjado, decorada con rosas de metal soldadas. Al lado, había una pequeña cabina, con guardas de seguridad. Al dejarme el paso, uno de ellos se acercó a mi ventanilla. Tuve que bajar el cristal, porque era tan tintado que le hubiera sido imposible verme a través de él.
Al hacerlo, el hombre se quedó petrificado como un tonto. Intenté no poner los ojos en blanco, porque al fin y al cabo, era una autoridad. El guarda se acercó un poco más, esta vez con total cautela. Era un muchacho de unos veinticinco años.
– Buenos días, señorita. Mi nombre es David Scarllet, y soy el encargado del ingreso a la universidad. ¿Podría decirme su nombre? Nunca la he visto por aquí, y querría cerciorarme de que sea estudiante. – Dijo con un innecesario aire ceremonioso.– Renesmee Carlie Cullen, señor Scarllet. – Sonreí.
La mirada se le desenfocó, pero luego buscó en su planilla y volvió a mirarme.
– Las clases para los novatos empezaron hace dos semanas, señorita. – Me informó, aunque ya lo sabía.
– Sí, es que decidí venir después de tiempo para festejar mi cumpleaños en casa. – Le confié, en un intento de ser amable.
Él no parecía del todo relajado, pero también sonrió, y se acercó hasta poder poner uno de sus codos en la ventanilla. Eso hizo que su efluvio se deslizara adentro del automóvil. Era calido, con un tenue aroma a madera y agua. Además pude detectar un hedor a cenizas. Ese hombre fumaba mucho.
Su aroma no me produjo sed alguna, tal vez porque el olor a alquitrán que despedía su piel, pero igualmente logró un suave cosquilleo en la parte baja de mi garganta.
Finalmente él respondió a lo que dije.
– Debo felicitarla, ¿Cuántos años ha cumplido, hermosa muchacha? – Bueno, eso era pasarse de amable.
– Veinte años. – Contesté, ya sin sonreír. No podía decirle siete, que era en realidad mi verdadera edad.
– Muy bien. Puede pasar, debe dirigirse hacia la oficina central, allí le darán los horarios de sus clases y con que profesor las tiene en este semestre. – Asistí una vez, y el se retiró, no sin antes guiñarme un ojo descaradamente, y se dedicó a accionar la reja automática.
Conduje por aquel hermoso camino de pesados adoquines. El suelo estaba completamente cubierto de nieve, pero en algunos espacios había césped, un poco amarillento por la escasa luz solar de la zona. Los árboles que flanqueaban el camino eran en su mayoría pinos enormes, de gran altura y cubiertos con una delgada capa de escarcha. Al cabo de pocos metros, pude divisar un edificio muy grande, rodeado de edificios más pequeños. Todos tenían el mismo estilo sobrio, de paredes blancas y enormes ventanales altos de dos hojas. El edificio más pequeño, ubicado más cerca del pasaje, rezaba “Oficina principal”.
Estacioné mi Porche a un costado del camino de piedras, y salí al exterior ventoso del campus. Entré rápidamente al edificio, que contaba con una puerta doble. Al ingresar al lugar, lo primero que vi fue un corredor largo, muy iluminado.
Caminé por él, hasta que divisé una pequeña oficina a la derecha. En ella estaba sentada una mujer menuda, con grandes lentes que dejaban ver unos sorprendentes ojos azules.
– Disculpe, señora. – Dije. – Mi nombre es Renesmee Cullen, he llegado el sábado a la cuidad y hoy me tengo que incorporar a las clases.
La mujer, que estaba prestando atención al monitor del computador, levantó la mirada solo con escuchar mi voz.
Me observó un momento, evaluándome como su fuera algo que pudiera comprar en una tienda. Me causó malestar, y me hizo enfadar, porque al contestar no lo hizo de buena manera.
– Las clases empezaron hace dos semanas, señorita. – Dijo, hablando tan lentamente como si le estuviera diciendo algo a una persona con discapacidades mentales.
– Eso ya lo sé. – Le dije, con bastante menos educación que la que empleé al saludarla. – Pero el decano Campbell sabe cuales fueron los motivos. Soy prima de un gran amigo suyo. – Aclaré al final.
Se supone que yo era la prima de mi abuelo Carlisle. Desde luego, no aparentaba la suficiente edad para ser padre de un adolescente, y mucho menos para que una fuera su nieta.
La mujer cambió el gesto inmediatamente. No sabía a ciencia cierta si se había asustado, pero eso es lo que parecía.
– Bueno, en ese caso, este es su horario. – Dijo sacando unos papales de debajo de su escritorio. – Y aquí están las listas de libros para cada cátedra y con que profesores se dictaran cada una de las materias. Cruzando el campus esta la librería, allí podrá comprar todos los textos regulares para las clases.
– Perfecto, muchas gracias. – Le dediqué una última sonrisa, la más amplia de la que era capaz. – Adiós.
Revisé el horario.
Había decidido orientarme en Artes, así que mi primera materia sería Estudio de la pintura Universal. Estaba en el primer piso del edificio principal, y empezaba en diez minutos.
Volví al coche y manejé unos cuantos metros más. De frente a la universidad había un estacionamiento enorme, que ya estaba ocupado por varios tipos de autos. Vi un Mercedes – Benz color blanco muy hermoso. Si la memoria no me fallaba, y desde luego nunca lo hacía, era un S63. Un coche hermoso, que estaba entre mis favoritos. Lo observé a mi antojo unos segundos, recorriendo las finas y delicadas líneas de su diseño. Adentro los asientos estaban recubiertos de cuero negro, y desde mi ubicación, podía notar lo perfecto de su estado. Pero había también algunos muy viejos y otros normales. Estacioné el Porche al lado del Mercedes, porque era el lugar libre más cercano que tenía.
El viento había cobrado más fuerza, ya que al salir del caluroso ambiente del vehículo, la brisa hizo flamear mi tapado. Corrí un poco para protegerme, y entré al hall principal. Era un lugar enorme, todo revestido de mármol blanco. Había afiches y carteleras por todos lados, en donde colgaban anuncios de clases particulares, de juntas de alumnos, de maestros, fechas de re inscripción, de recuperatorios, y muchas cosas más que no presté atención. Había al costado una ventanilla pequeña y un cartel que indicaba que era la oficina de alumnos. Un muchacho, de cerca de veinte años observó como cruzaba el hall. Permaneció tieso, como si hubiera visto un fantasma, sin sacarme los ojos de encima. Seguí caminando, decidida a no prestarle atención, pero era casi imposible, porque no hacía lo más mínimo para disimular que tenía sus ojos clavados en mí.
El lugar desembocaba en un pasillo ancho, donde iniciaban tres escaleras que conducían a los pisos superiores. Al pasar por allí pude ver que a los costados de las escaleras estaban los servicios de chicas y chicos.
Tenía mi bolso firmemente apretado a mi costado. En el había solo un cuaderno y nada más que unas cuantas lapiceras. Debería haber adivinado que no era todo lo que necesitaría.
El primer piso estaba conformado por una serie de corredores más estrechos, en los cuales había varias puertas cada intervalos regulares. Una mujer barría perezosamente cerca de una puerta, y repitió prácticamente el mismo comportamiento. Sus ojos no abandonaron mi persona en todo el trayecto que recorrí.
Caminé un poco más y encontré mi primera clase del día, y de mi vida. Suspiré una vez, y deseé con toda mis fuerzas que todo marchara bien.
El salón era el ciento veinticinco, y al acercarme a él, la puerta estaba cerrada. Toqué una vez, y no recibí respuesta alguna.
Giré el picaporte e ingresé.
Lo primero que pude sentir fue el olor muy fuerte de muchos humanos, aun cuando todavía no había fijado mi atención en nadie en especial. Demasiados efluvios se filtraron a través de mi olfato agudo de predador en guardia, y mi primer gesto, completamente involuntario, fue respirar fuertemente para deleitarme con el olor de esas fragancias deliciosas. Si no hubiera estado preparada, me habría agazapado en ese momento, y no hubiera dudado en saltar, con demasiada facilidad, los cinco metros que me separaban del frágil y delicado cuello humano más cercano que tenía. Un flujo muy grande de saliva se produjo en mi boca, en reemplazo a la ponzoña de la que no disponía.
La diversidad de aromas y sabores era demasiado tentadora, deliciosos fragancias frutales, chocolate, agua cristalina, olor a hojas, pasto recién cortado, diversos perfumes florales, y tantos otros efluvios que atrajeron mi atención.
Por un escaso segundo, me sentí débil, incapaz de manejarlo, pero antes de que se me ocurriera siquiera hacer otra cosas más que ingresar a ese lugar lleno de débiles y apetecibles humanos, la claridad regresó a mi cabeza.
A pesar de que no me ayudaría en lo más mínimo, respiré profundamente una vez más, y me enfoqué en lo que debía.
El lugar era grande. Estaba compuesto por una pared, la del frente, cubierta por tres pizarras blancas. Luego, justo a su lado, había un escritorio alto y muy grande. Sobre él, estaba apoyado un hombre de cerca de cincuenta años, moreno y delgado, que estaba hablando en ese momento sobre la importancia de las pinturas rupestres.
Unos metros hacia la parte de atrás del salón, comenzaban las filas de asientos. En su mayoría estaban llenos.
Maldición, había llegado tarde.
– Buenos días, – Saludé. – Desde la oficina principal me mandaron aquí. Se supone que esta es mi primera clase. – Dije, y pude notar que me estaba sonrojando intensamente.
El sonido de mi voz pareció sobresaltar a muchos de los presentes.
– La clase empezó hace diez minutos. – Dijo visiblemente irritado. – Tome asiento, por favor, en alguno de los asientos que queden libres.
Pese al malestar por haber interrumpido su clase, me dedicó una segunda, y tal vez una tercera mirada mientras me dirigía al último puesto que se encontraba libre. Al caminar por el estrecho pasillo que me llevaba a mi lugar, los estudiantes no me sacaron la vista de encima. Eso me puso incomoda, y al sentarme y volver mi vista hacia el frente, ninguno de los tantos alumnos que todavía tenían sus ojos posados sobre mí, hicieron el menor esfuerzo por disimular nada.
– Entonces la Cueva de Altamira es considerada un patrimonio de la humanidad por la cantidad de grabados de pinturas rupestres que se encuentran en ella. – Prosiguió el hombre. – ¿Alguien sabe por quien fue descubierta?
En un intento de enmendar mi pésima entrada en el salón, contesté rápidamente.
– Fue descubierta por el naturalista santanderino Marcelino Sanz de Sautuola en 1876. – Dije.
– Muy bien. – Aprobó. – ¿Su nombre, señorita?
– Renesmee Cullen. – Contesté un poco pagada de mi misma.
– Bueno, como bien dijo su compañera, Sanz de Sautuloa fue quien la descubrió... – Y continuó con su lección, ya sin dedicarme ninguna mueca contrariada.
Tomé extensos apuntes, aunque en realidad, ya sabía muchas de las cosas que estaba explicando.
Cuando no tienes nada más que hacer aparte de crecer y alimentarte, puedes ocupar tu tiempo en muchas cosas.
No había un solo libro en toda la mansión Cullen que no hubiera leído. Y eso incluía muchas cosas. Desde libros complejos de medicina hasta novelas, obras de teatro, cuentos, libros de moda, enormes enciclopedias, etcétera, etcétera.
En todo momento me encontré hundida en ese mar de esencias prohibidas. Siempre había creído que era mucho más fuerte. Era claro que estar acostumbrada a frecuentar solo humanos como mi abuelo o Sue no me capacitaba para nada en este asunto. Sin embargo no había peligro alguno para esas personas, solo un doloroso ardor en mi garganta, que súbitamente se sintió muy seca. Intenté tragar saliva para suavizar en dolor, pero fue inútil.
Cerca de una hora después, el timbre sonó, y todos los estudiantes se levantaron para dirigirse a su próxima clase.
Mientras levantaba mis cosas, alguien a mis espaldas esperaba a que le cediera el paso para dejarlo salir. En ese momento, gire sobre mi misma y no me di cuenta que un chico estaba justo atrás. Al levantar la vista lo tenía justo en frente de mí. Tan cerca que los bucles cobrizos de mi flequillo casi le tocaban la cara.
Me inundó su efluvio, bastante calido y apetecible. Pude distinguir un aroma profundo a pino, mezclado con menta, o eso me pareció. No pude resistirme a aspirar fuertemente, antes de darme cuenta de que estaba jugando con fuego, y que ese mortal insignificante estaba en peligro.
– Lo siento. – Dije rápidamente antes de retroceder lo máximo posible.
– No ha sido nada. – Respondió con una sonrisa. – Por cierto, mi nombre es Steven Collins. – Y levantó su mano, para estrecharla con la mía.
Dude una décima de segundo, pues no sabía si debía tocarlo, ya que existía la posibilidad que notara la anormal alta temperatura de mi piel. El chico no se dio cuenta de mi vacilación, y antes de que pudiera hacerlo, levanté mi brazo y estreché su mano.
Lo miré detenidamente por primera vez.
Era alto, de ojos grises grandes y cabello castaño oscuro. Era delgado, aunque no flacucho, pues se notaba que tenía buena masa muscular. Su piel era clara, pero con una tonalidad rosácea que resaltaba sus rasgos agraciados. En resumen, era un chico apuesto.
– Renesmee Cullen. – Repetí.
– Sí, ya lo había oído. – Sonrió de nuevo. – ¿Cuál es tu siguiente clase? – Preguntó.
Consulté mi cronograma y contesté.
– Arte contemporáneo. – Dije.
– Ah, que lastima, esa ya la cursé. – Apuntó apenado. – Bueno, quizás nos veamos en otra clase.
– Sí, tal vez... – Convine, escogiéndome de hombros. La verdad el chico era apenas un poco más que un extraño, así que no sentí la necesidad de que compartiéramos otra clase. – Hasta luego.
Caminé hacía el pasillo, intentando recordar el salón al que tenía que dirigirme porque ya había guardado la planilla de nuevo en el bolso.
Tenía que subir al tercer piso. Salón trescientos veinticuatro.
Esta vez no llegaba tarde. Tomé un asiento en el medio de entre todas las filas que había. No quería estar ni muy cerca, ni muy lejos.
El lugar se fue llenando de a poco, y a medida que fueron entrando personas, más intensas se hicieron las miradas de los concurrentes. Me hubiera gustado que mi padre estuviera allí, para que me confiara el secreto de sus mentes, pero estaba sola, así que eso era imposible.
Al final, entró una mujer de mediana edad, de cabello oscuro y piel muy clara a dar la clase del día.
– Bueno días alumnos. – Saludó con voz alegre. – Entonces como les dije la última clase, hoy tomaremos un pequeño examen para ver como vienen incorporando los conocimientos.
Era de esperar porque todos mis compañeros estuvieran tan tensos.
Me entró un leve estado de pánico. Maldije para mis adentros por no haberme interiorizado antes con respecto a la universidad.
Levanté la mano, para capturar la atención de la profesora.
Ella me miró, y pude percatarme de que se dio cuenta de que era una estudiante nueva.
– Sí, dígame. – Dijo sonriendo.
– Mmm... Lo siento, es que me he incorporado hoy a las clases, y no tenía idea de que habría un examen. – Me excusé.
La mujer lo meditó un segundo, antes de responder.
– Lo siento, pero debo tomarle el examen a toda la clase. Hazlo, si te va muy mal, ya lo discutiremos más adelante con el resto de tus calificaciones. – De verdad pareció apenada.
Me frustré. La señora Klee, ese era su apellido, repartió las hojas una a una, y cuando me dio la mía, susurró “Suerte”, cosa que no hizo con todos los demás. En cierta forma, esto era mi culpa, porque nadie me había obligado a empezar dos semanas después.
Contemplé el examen.
Bueno, podría haber sido peor.
Expresionismo, Cubismo, Arte Abstracto. Cosas que sabía y que en algún momento había leído. No era demasiado lo que había que hacer, no más de unas preguntas a desarrollar y unas cuantas afirmaciones en la que había que poner Verdadero o Falso.
Hice lo mejor que pude, y entregué el parcial.
La profesora Klee lo tomó, esperando encontrarlo vacío, porque en realidad no había estado escribiendo más de quince minutos.
– Para no haber estado enterada de nada, señorita – buscó el nombre el la hoja. – Cullen, ha hecho un trabajo magnifico.
– Gracias, siempre me ha gustado el arte. Así que, leo continuamente acerca de él. – Me encogí de hombros.
– Si me espera un segundo, puedo corregírselo aquí mismo. – Tomó una lapicera roja de su bolso y comenzó a hacer marcas.
Al cabo de un minuto, me lo devolvió.
– Excelente, señorita Renesmee. Bienvenida a la universidad. – Había un gran 98 rodeado con un círculo en la parte de arriba de la hoja. – Espero un 100 para el próximo examen. – Y me guiño un ojo en completa camaradería.
Le sonreí.
– Eso espero yo también. – Dije.
– Puede retirarse, por hoy no habrá nada más que hacer en este salón. – Señalo la puerta, y sonrió por última vez. – Hasta la próxima clase.
Hice una mueca de despedida, y me dirigí hacia el salón. Esta clase me había resultado mucho más fácil que la primera. Caminé hacia la planta baja, y deslicé mi horario desde la cartera. Según decía, ahora había un intervalo de cuarenta minutos hasta la próxima clase.
Así que tomé el coche y manejé hacia el otro lado del campus. Allí estaba una librería muy grande, y también un par de metros antes una cafetería en donde había muchas mesas y varios lugares para sentarse a descansar por un momento.
Aparqué justo en frente de la librería y descendí a la calle. Caminé ese corto trayecto que me distanciaba de la puerta, y entré.
También ese lugar estaba concurrido de humanos, y esto generó un nuevo ardor profundo en mi garganta. El mostrador estaba ocupado por una mujer de unos cuarenta años, morena y muy bella.
– ¿En que puedo ayudarla, señorita? – Preguntó muy amablemente. No sin echarme otra mirada torcida. Era difícil acostumbrarse a algo así.
– Buenos días. – Saludé, haciendo caso omiso a su previa reacción. – Estoy buscando La pintura y su evolución a través de los tiempos, de Robert Santigny, Introducción al Arte Contemporáneo de Miranda Hopkins, Arte Paleolítico y Neolítico de John Starkee, La música y su Historia, de Brian Shuster y la biografía de Pablo Piccaso, por favor. – Esos eran los libros que necesitaría para comenzar.
La mujer trajo desde el fondo cuatro enormes tomos de estilo académico. No me preocupaba tener que leerlos, aunque tenía que admitir que nunca había leído libros tan extensos. El quinto, era más bien corto en comparación con los otros.
– ¿Algo más? – Preguntó cuando apoyó los textos sobre el mostrador.
– No, por ahora nada más. – Le dije.
Buscó en el ordenador y calculó lo que le debía.
– Son doscientos veintiocho dólares. – Informó, todavía mirando la pantalla.
Saqué el dinero de mi bolso y se lo entregué.
– Que tenga buen día – Saludó cuando me marchaba.
– Gracias, igualmente. – Sonreí.
Salí al exterior de nuevo. Teniendo en cuanta mi horario, aun tenía veinte minutos más de tiempo libre antes de entrar de nuevo a clases. Manejé por los caminos de piedra que rodeaban tanto el edificio principal como los auxiliares de la universidad.
El campus era enorme. A pesar de que a la intemperie hacía frío, algunas personas, provistas de gruesos impermeables, merodeaban por el lugar, e incluso tomaban asiento alrededor de las mesas que distinguí en un rincón.
Me uní a la muchedumbre que caminaba por ese paraíso polar, y descubrí un patio central, muy grande.
En el medio estaba una fuente, y a sus costados, muchos bancos. Me senté en ellos, y pensé en lo que me esperaba. El resultado me hizo sonreír. Todo había empezado relativamente bien, a pesar de que había logrado que el señor Preston, mi profesor de Introducción a la pintura universal, se enfadara por mi intrusión a su clase.
Los veinte minutos restantes pasaron lentamente.
Vi a varios estudiantes fumando en un rincón, aislados de todos los demás. A otros hablando animadamente de varias cosas. Mis oídos me permitían escuchar todas las conversaciones del lugar, y ciertamente no todas eran dignas de oír.
Ensimismada, no fui del todo consciente cuando un grupo de chicos, que estaban a varios metros de donde me encontraban, comenzaron a hablar de mí.
– Se llama... no recuerdo el nombre. – Decía una chica. – Era bastante raro. Solo sé que su apellido es Cullen.
– ¡Renesmee! – Recordó entonces un muchacho que estaba entre ellos.
– ¿Renesmee? – Repitió otro. – Sí que es bien raro.
– A mí me gusta. No creo que podamos encontrar otra chica con ese nombre en ningún lado. – Dijo la primera muchacha que había escuchado.
– Sí, tampoco creo que encontremos otra tan hermosa. – Habló de nuevo uno de los chicos.
– ¿Crees que sea modelo? – Dijo la última chica, la que todavía no había hablado.
– No lo sé, pero ni siquiera me atrevería a hablarle. – Contestó el segundo muchacho, el que había dicho que mi nombre era raro. – Me quedaría mudo con solo acercarme.
Todos rieron, y siguieron especulando con respecto a mi origen, y que es lo que hacía allí, en esa universidad del norte de América.
Tocó el timbre y me apresuré a mi siguiente clase. Historia de la Música. Casi corrí al observar el reloj y darme cuenta de que estaba llegando tarde. Por suerte, todavía el profesor no había llegando, pero había muchos chicos sentados en sus lugares. Me sentí demasiado observada. De nuevo, nadie hizo un gran esfuerzo por ocultar que me miraban.
Era descortés.
Pude reconocer a varias personas de la primera clase, pero no recordaba nada más, ya que había estado más ocupada por no chuparles la sangre que por memorizar sus nombres.
Ahora que traía la a colación el tema de la sed, pude darme cuenta de que no me sentía incomoda en lo más mínimo. El respirar el aire fresco del patio me había ayudado enormemente, y ahora las ansias no eran más que un débil hormigueo subiendo por mi cuello.
Me sentí bien al darme cuenta lo rápido que había superado ese obstáculo. Sabía que la sed no iba a ser el principal problema con el que me encontraría al venir a Juneau. Bueno, en realidad no esperaba encontrarme con algo mucho mayor que un tonto contratiempo.
Al cabo de unos minutos, entró el profesor Nicholas Wagner. El hombre, de cerca de treinta y cinco años, se apuró en cerrar la puerta.
– Gente. – Dijo a modo de saludo. – Hoy veremos lo que significa la música absoluta.
Parecía entusiasta. La clase de persona que disfruta de la docencia. Todavía tenía un destello de la primera juventud en el rostro, en el cual resaltaban unos ojos verdes muy hermosos.
– En este tipo de sonido, la música instrumental esta libre de cualquier conexión con un texto, lo que quiere decir, que no se apoya en ideas o asociaciones secundarias para alcanzar que la melodía tenga un sentido ¿Entienden? Su valor depende de la calidad de la idea musical y de la lógica, ingeniosidad o inteligibilidad de la forma musical. – Explicó. – ¿Alguien sabe otra forma en la que se califica a esta forma de interpretación?
Nadie contestó. Así que levanté la mano para contestar.
El profesor me miró, deteniéndose con toda intención en mi rostro. Fue incomodo, porque me sentí demasiado invadida, y porque era un adulto.
– Dígame. – Dijo, mitad modulando y mitad balbuceando.
– La música absoluta también puede calificarse como abstracta, en cuanto no sea sometida a ningún otro análisis que no sea el de los del sonido o las relaciones tonales.
– Perfecto. – Aprobó, sonriéndome. – Las expresiones formales típicas de la música absoluta o abstracta son la fuga, la sonata y la sinfonía. Todas ellas se pueden comprender y explicar sólo en función del enunciado y elaboración de las ideas musicales. Uno de los errores habituales de la divulgación de la música radica en atribuir a los compositores de música absoluta el deseo de expresar significados, reducidos, por lo general, a algo banal o trivial.
Todos tomábamos notas. Y el hombre hablaba y hablaba del tema del día. Al final, reuní una buena cantidad de apuntes. El timbre sonó una vez más. Ya era mediodía.
Salí con aire tranquilo, no tan desesperada como el resto del alumnado. Supuse que era por ganas de comer algo, o porque a estaban hartos de tantas clases.
Como sea, no me di cuenta de que el señor Wagner me estaba mirando.
– ¿Cómo es su nombre, señorita? – Me preguntó, y me sacó de la nebulosa de mis pensamientos.
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Ocaso Boreal - Continuación de Crepusculo
VampireSola, como estaba en ese lugar, no me hubiera costado para nada volver corriendo a Forks, como la niña tonta que en realidad era. Los días eran difíciles, las noches solitarias. Y era poco lo bueno que podía sacar de esa experiencia en general. Aunq...