Entrar en esa habitación fue como viajar en el tiempo.
Retroceder un poco más doscientos años en el pasado, y toparme de lleno con la Francia revolucionaria.
Su ambientación era la clásica de los principios del siglo diecinueve. Las paredes estaban revestidas con planchas de madera oscura, finamente labrada con detalles de rosas y bajorrelieves de época. Había una cama enorme, también de madera oscura, con un alto dosel que dejaba caer cortinas de un color verde profundo. El resto del mobiliario combinaba perfectamente con el de la decoración. Había una pequeña mesa con su respectiva silla, un pesado escritorio, enorme y de aspecto antiguo, pero envuelto en un gran señorío y esplendor.
El techo estaba tapizado con una tela de un color muy parecido al de las cortinas del lecho, y las de las ventanas eran de un tono un poco más claro que el de la cama.
Siempre me había preguntado porqué tenían camas en sus habitaciones, y ahora entendía el porqué. Al fin de cuenta, habían pertenecido a la burguesía francesa. Para ellos la etiqueta, el protocolo y todas esas cosas, eran importantes. Y por eso, a pesar de que una cama no significaba nada para ellos a fines prácticos, era necesaria porque esa era la forma en la que un cuarto debía ser amueblado.
El piso era de madera, pero no era perfectamente plano. Me dio toda la impresión de que estaba así a propósito, para mantener el encanto de que ese cuarto no pertenecía al siglo veintiuno.
Una hermosa y gran araña de luz colgaba desde el techo llegando a casi unos veinte centímetros de mi cabeza, y ésta era la única que poseía algo de tecnología, aunque después de inmiscuirme en ese escenario, me causó mucha extrañeza que el artefacto tuviera focos en vez de velas.
Me adentré en él, por la misma impresión que me causaba verlo, y a medida que observaba con mayor detenimiento, más fácil era darse cuenta de que todo en la habitación llamaba al recuerdo, añorando tiempos que se había convertido en pasado hacía mucho.
¿Por eso no quería que nadie entrara? Pensé.
La repuesta me pareció sencilla. Ese era su lugar. Un sitio donde podía convivir sin máscaras con la culpa. Un espacio en el cual solo él ponía las reglas. Donde nadie le decía lo que tenía que hacer, donde sus decisiones no afectaran a nadie más que no fuera él mismo. Algo completamente diferente al pasado, donde uno solo de sus errores, había devengado en todos los acontecimientos que pasaron después...
Evidentemente, ese día era uno en el cual sentía los sentimientos de culpas de todos cuanto me rodeaban. Primero de Steven, ahora de Raphael.
La habitación era muy grande, cargada con majestuosidad donde se mirara. Parecía los aposentos dignos de un rey. Había pinturas en lienzo con marcos dorados, en las cuales se retrataban diferentes personajes de la época en la que los Blancquarts habían sido humanos. Sin embargo, tres cuadros lograron llamar mi atención sobre los demás.
Uno era el de un hombre de unos cuarenta y tantos de años.
Pude darme cuenta de quien se trataba.
Era manifiestamente humano, desde luego. El cabello era rojizo, aunque no tan pronunciado como el de su hijo. Los ojos verdes brillantes, como seguramente lo habían sido los de su hija cuando era humana.
Aunque no era solo eso lo que compartían los chicos con él.
Los labios eran los de Raphael, la nariz la de Malenne. El contorno de rostro era el mismo que el de ellos dos.
Ese hombre era el antiguo señor Blancquarts.
Al principio había pensado que Raphael y Malenne eran demasiado diferentes físicamente como para ser hermanos, sin embargo, ahora que veía a su padre, me daba cuenta de que eran más parecidos de lo que imaginaba.
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Ocaso Boreal - Continuación de Crepusculo
VampireSola, como estaba en ese lugar, no me hubiera costado para nada volver corriendo a Forks, como la niña tonta que en realidad era. Los días eran difíciles, las noches solitarias. Y era poco lo bueno que podía sacar de esa experiencia en general. Aunq...