9. Descargas

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Esa noche mientras esperaba a que el sueño se decidiera a llegar saqué el colgante de mi escote y me puse a mirarlo. No parecía nada del otro mundo, solo algo viejo. Tampoco sabría decir cómo de antiguo era porque se mantenía bastante intacto. No tenía trozos que se hubieran caído ni arañazos. El grabado se notaba al tacto y no parecía que se hubiera desgastado por ningún lugar.

Podía haber pasado de generación en generación, pero no desde hace muchas, quizás se trataba de alguna tradición que había empezado con mi bisabuela. De la cual no tenía información alguna, ni siquiera su nombre.

Mientras lo sostenía por la cadena y se balanceaba haciendo círculos en el aire me dio la sensación de que un destello azul había salido del colgante. Había sido como un parpadeo. Lo cogí con ambas manos y lo examiné. Al pasar la yema del dedo índice por lo que sería la apertura me dio de nuevo una descarga.

Desde que me había puesto aquel colgante de las narices no hacía más que recibir descargas a diestro y siniestro, algo debía tener en su composición que al roce generaba estática.

Últimamente me pasaba a menudo cuando tenía un roce con alguna persona, ¡zas! descarga. Cerré los ojos y suspiré pensando en las últimas veces que me había pasado con Daniel, que habíamos hecho bromas sobre aquello y que empezaba a parecer algo nuestro.

Abrí los ojos sorprendida por mi propio pensamiento. «¿Nuestro? ¿Cuándo había empezado a haber un nosotros?» Me pregunté a mí misma algo confusa.

Me llevé una mano a la frente y la froté un poco intentando aclarar mis ideas. Éramos un nosotros porque nos habíamos hecho amigos. Solo amigos. Quizás había una cercanía especial que se había producido asombrosamente rápido. Es posible que cuando le contara a Pat que ya había conocido a su hermana se pusiera a cantar la marcha nupcial. Pero ni siquiera nos habíamos dado un abrazo, menos aún hablar de un beso.

Todo se había vuelto muy confuso en mis relaciones. Era extraño cómo la amistad entre Daniel y yo había surgido tan rápidamente, quizás demasiado. Lo mismo me había pasado con Sara.

Yo no era una de esas personas que se pone a hablar con cualquiera, sonriente y extrovertida. Me habían dado bastantes palos como para haber aprendido que la gente se mueve por interés y que la amistad verdadera no se encuentra fácilmente. Que cuando las personas actúan de una cierta manera o las cosas son muy fáciles es porque hay algo escondido detrás.

Me quedé pensando en si Daniel podía tener algún motivo oculto para darme su teléfono, pero llegué a la conclusión de que había sido un accidente y por algún motivo incomprensible para mí le había hecho gracia.

Tal vez se sentía demasiado solo con todo lo de su hermana y sus estudios que no le dejaban tiempo para gran cosa y por eso echó mano de la primera persona con la que se había cruzado. Para tener alguien con quien compartir sentimientos.

Eso podía tener lógica. Aunque realmente las confidencias habían venido por mi culpa, por mis preguntas.

Deseché esa línea de pensamiento porque no me iba a llevar a ningún lugar. Daniel había llegado a mi vida de casualidad. Nos habíamos hecho amigos por el motivo que fuera. Sara venía en el pack de Daniel. Les había cogido cariño a ambos muy rápidamente, pero eran encantadores, era fácil quererlos.

Me enderecé en la cama para sentarme. Miré el colgante en la palma de mi mano, tendría que hablar con mi abuela sobre él. Era muy molesto que de forma aleatoria me fuera dando descargas con la gente. Y parecía que ella sabía de qué iba todo aquello.

Me volví a colocar el colgante al cuello y me giré hacia el otro lado en la cama suspirando. Mañana le preguntaría en nuestra charla del desayuno.

La mañana siguiente llegó más rápido de lo que me hubiera gustado. Tuve unas cuantas pesadillas durante la noche. Cuando me desperté no las recordaba, pero seguía con un malestar extraño en la boca del estómago. Tal vez lo que me pasaba era que tenía hambre. Me bajé de la cama, cogí mi bata y me la puse mientras cruzaba el pasillo de camino a la cocina.

La bata lanzó tres chispazos al contacto con mi cuerpo en ese corto camino y para cuando llegué a la cafetera estaba de un humor de perros.

Mi abuela aún no se había levantado, era más de trasnochar que de madrugar. Sus turnos prácticamente nunca eran de mañana, se movía entre tardes y noches. Pero yo necesitaba tener una charla sobre el colgante antes de irme y seguir con la nueva rutina que había creado de clases, comida con Daniel, trabajo, estudiar.

Hice dos cafés, el suyo con cacao y un poquito de canela que era como más le gustaba. Mi preferido sin embargo era el de mi facultad, con avellana. Eso sí que te hacía tener energías para todo el día.

Pensando en el café de avellana que me iba a tomar luego más tarde entre clase y clase aproveché e hice tostadas para acompañar con aceite y tomate. Un desayuno muy típico aunque no hacíamos ascos a las tortitas con sirope o los croissants.

Dejé todo preparado en la mesita redonda del comedor y me dirigí a la habitación de Dora. Seguía durmiendo. Me daba mucha pena despertarla pero había resultado tan hermética al hablar del colgante que necesitaba más información.

Me senté a su lado y le acaricié el pelo con suavidad.

—Dora, despierta —canturreé.

Ella intento abrir los ojos pero la primera la luz le debió molestar porque los cerró con más fuerza aún, lo que me hizo reír. Mi abuela era tan guapa para ser mayor. Con su pelo liso y blanco, si se lo tiñera seguro que parecería mucho más joven a pesar de las arrugas que surcaban su rostro.

—¿Qué hora es? —preguntó con la voz algo ronca.

—Las ocho, te he hecho tostadas y café, vente a desayunar conmigo abu.

Me levanté de su cama y me dirigí al salón para empezar con mi desayuno mientras ella remoloneaba un poco antes de unirse.

Cuando apareció por la puerta recogiéndose el pelo en un moño deshilachado yo ya me había comido mi tostada, y eso que no tenía hambre precisamente.

—Abu, necesito que me hables del colgante, ¿es demasiado temprano?

Ella me miró de repente y se quedó congelada en el quicio de la puerta. Como si le hubiera dicho algo que no se esperaba.

—¿Abu? —pregunté para ver si se movía, pestañeaba o algo.

—Sí, cariño, claro.

Se movió lentamente hasta su silla y puso las manos sobre su regazo en vez de empezar a comer como habría hecho cualquier otra mañana. Daba la impresión de que esperaba a que yo comenzara a hablar.

—Vale, desde que llevo el colgante que me regalaste no hace más que darme descargas todo el día. Me la paso cargada de estática. Esta misma mañana me ha dado tres latigazos solo por ponerme la bata, ¿qué pasa?

Ella parpadeó un par de veces, luego sonrió ligeramente, cogió aire y me empezó a explicar:

—El colgante es como una especie de pila. Guarda energía en su interior, tu energía para ser más exactos. Cuando te lo regalé estaba cargado con la mía, que es diferente. Ahora se está acostumbrando a ti.

Parpadeé varias veces. Mi abuela creyendo en la energía, me parecía increíble después de todas las charlas que me había metido sobre lo tontería que le parecían los horóscopos o las auras. De repente pensaba que las cosas tenían energía de sus poseedores, genial.

—¿Y cuánto tiempo va a tardar en acostumbrarse a mí? —pregunté con retintín.

—Probablemente una o dos semanas, no más.

La miré de reojo mientras me terminaba el café. Decidí observarla durante unos días, este cambio repentino en el comportamiento podía ser un síntoma de algún problema de deterioro en su salud. Me dio todo el bajón nada más pensarlo, vivir sin mi abuela no era algo que pudiera concebir realmente.

Dejé el ambiente energético para otra charla más adelante. Otro día que no estuviera recién levantada y pareciera algo más despierta.

ArtefactoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora