38. El beso

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No sé por qué no llamé a la puerta antes de pasar. Siempre lo hacía. Pero iba con las manos ocupadas, una con el colgante en la mano, recargando energía para poder transmitírsela a Sara, la otra con el bolso de las cosas de clase agarrada al hombro...

Pero tenía que haber llamado.

Abrí la puerta con una sonrisa que se me quedó congelada al ver la escena que se desarrollaba ante mis narices. Sara tumbada en la cama y Tom inclinado sobre ella, besándola, mientras la tenía cogida por la nuca y acariciaba su mejilla con el pulgar.

Era una escena tan tierna que casi me apenó que se separasen por mi aparición. Me quedé sin habla. No sabía qué decir. No tenía nada que decir en realidad.

—Esto no es lo que parece... —empezó a decir Tom.

Pero yo ya estaba saliendo de la habitación. Cerré la puerta con quizás demasiada fuerza a mis espaldas. No me lo podía creer. Tom y Sara. Yo no tenía ningún derecho a enfadarme por ese beso y sin embargo algo dentro de mí temblaba de rabia.

Vi al final del pasillo a Daniel acercándose hacia mí. Estaba en medio de dos frentes abiertos. Me di cuenta que no podía ver lo que yo había visto. Con lo sobreprotector que se ponía con Sara era imposible que entendiera que estaba en una relación con Tom, siete años mayor que ella. Así que lo saludé con la mano mientras abría la puerta con disimulo para que los dos de dentro me oyeran decir:

—Daniel, ¿Qué haces tú por aquí?

—Vengo a ver a mi hermana —dijo con su tono de voz habitual y me sonrió.

Destensé un poco los hombros, parecía que no le molestaba encontrarme allí.

—Ah, sí claro, pero me refería a estas horas —dije mirando el reloj— ¿no deberías estar en clase?

—¿Y no deberías estar tú también en clase? —me devolvió la pregunta evadiendo responder.

—Sí pero he venido a traerle a tu hermana unos hilos nuevos más gorditos y suaves para hacer pulseras —señalé mi bolso donde tenía las cosas que le había traído a Sara.

—Genial, ¿entramos? —contestó Daniel sin esperar mi respuesta.

La situación era completamente distinta a la que hace unos minutos había visto. Tom estaba apoyado en el alfeizar de la ventana alejado a unos buenos dos metros de Sara que estaba sentada en la cama con los hilos de las pulseras haciendo nudos.

Parecía que no habían roto un plato en su vida.

—Ey Tom, ¿Qué haces aquí? —preguntó Daniel sorprendido al verlo.

—Acompañando a Ter, ya sabes —se encogió de hombros como si su presencia allí fuera de algún modo inevitable y culpa mía.

Casi se me cayó la mandíbula al suelo ante tal mentira. Encima querían que les cubriera. Daniel me miró con un gesto de incomprensión. Como si algo no le cuadrara.

—¿Entonces qué hacías fuera? —me preguntó.

Maldije sobre todo lo maldecible por la situación en la que me habían puesto aquellos dos. Ahora tenía que mentir para que la historia sonara razonable. Y no ganaba nada con ello. Lo que quería hacer realmente era señalar a Tom con el dedo y contar lo que les acababa de ver haciendo hacía tan solo unos minutos, sin embargo lo que salió por mi boca fue:

—He tenido que bajar de nuevo al coche a por la bolsa con los hilos, me la había dejado... —me acerqué a Sara lentamente mientras sacaba de mi bolso los nuevos carretes— toma, te he traído más colores para que puedas hacer las pulseras con distintos tonos. Aquí están los pasteles y aquí los fosforitos, pensé que te podían venir bien —dije mientras sacaba unos y otros de la bolsa y miraba de reojo a Tom que ni se había movido.

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