Cuando sonó la alarma del móvil para levantarme lancé una maldición a mi yo del pasado por haber aceptado entrenar con Tom tan pronto. Lo apagué lo más rápido posible para no despertar a mi abuela que seguía con sus dulces ronquidos, durmiendo plácidamente a mi espalda.
Me puse ropa cómoda, no tenía ni idea de qué tipo de ejercicios me tendría preparados Tom, y me dirigí al salón donde lo encontré leyendo con una taza de café en la mano.
—Buenos días, hay para otro café más si quieres —me ofreció con suavidad y con una sonrisa que debería estar prohibida a aquellas horas de la mañana.
Mientras me preguntaba qué le ponía a su café para estar tan de buen humor por las mañanas me dirigí a la cocina, tomé mi taza y la llené casi del todo con el café que le había sobrado a Tom. Un poco de leche y me sentí algo maligna al ponerle dos cucharadas de azúcar en vez de una, como habitualmente. Necesitaba endulzar mi madrugón.
Volví al salón con el café en la mano y me senté al lado de Tom. Puse mi cabeza contra su hombro y gemí lastimeramente.
—Es demasiado pronto.
—Se siente pequeñaja, fuiste tú misma la que propuso todo esto. Te doy tiempo para terminarte el café y empezamos con pilates.
La sesión se me hizo más dura que otras veces. Tom estaba especialmente metido en el papel de profesor corrigiéndome la postura constantemente, empujándome a forzar mi cuerpo un poco más allá con cada ejercicio que hacíamos. Cuando terminamos pensé que a lo mejor sería benévolo y me mandaría a la ducha. Pero no tuve tanta suerte.
—Ahora vamos a trabajar tu concentración. Para evitar la posibilidad de que traspases tus emociones a los demás —me explicó.
—Perfecto —dije ilusionada, pensando que sería algo más tranquilo y podría descansar.
Me invitó con un ademán a que me sentara sobre la mesa del salón. Así lo hice y me quedé con los pies colgando. Balanceándolos a la espera de nuevas instrucciones.
—¿Te sabes el abecedario? —me preguntó Tom, con sorna.
—Tú eres tonto —le increpé.
—¿Eso es un sí? —contestó con su sonrisa de idiota dibujada en la cara.
—Sí, me sé el abecedario —le aseguré esperando que él siguiera con las instrucciones para saber de qué iba todo aquello.
Se giró hacia el mueble del salón y agachándose abrió uno de los últimos cajones de dónde sacó algo que no pude llegar a ver.
—Bien, ahora cierra los ojos y ve recitando el abecedario despacio, una letra cada dos segundos más o menos. Busca un ritmo con el que estés cómoda e intenta mantenerlo constante. Cuando llegues a la «z» empieza de nuevo por la «a» como si fuera un bucle.
Me pareció una soberana tontería y alcé una ceja para mostrar mi disconformidad ante aquella forma absurda de perder mi tiempo que él llamaba entrenamiento. Estaba a punto de rehusarme a hacerlo cuando vi que Tom se ponía serio y se cruzaba de brazos. En momentos como ese era mejor no hacerle enfadar, además había sido idea mía aquel entrenamiento extra, así que dejé a un lado mi incredulidad. Cerré los ojos y empecé a recitar.
—A, bé, cé, dé...
No ocurrió nada. Llegué a la «z» y seguí recitando esperando a que ocurriera algo, que Tom me diera alguna indicación o algo.
—Estás acelerándote, más despacio —me corrigió.
Menos mal que se decidió a hablar porque a esas alturas ya pensaba que se había ido del salón y me había dejado allí diciendo el abecedario como una idiota.
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Artefacto
RomanceConocí a un chico interesante. Mi mejor amigo de la infancia volvió a ser mi vecino y mi abuela me regaló un colgante. Un colgante que puso mi vida patas arriba. FIN --- Terminada la primera parte.