Siempre pensé que vivir con mi abuela me convertía en una de esas personas aburridas. A pesar de que mi abuela no era convencional. No vestía de tonos grises y negros, no llevaba el pelo corto, no se teñía las canas, no estaba con el rosario para arriba y para abajo todo el día y lo más importante, no se lamentaba del poco tiempo que le quedaba en la tierra.
Su armario estaba conformado por un montón de colores. Solía llevar vaqueros que, además, le quedaban geniales para su edad. El pelo largo y blanco en una coleta, un moño deshilachado o suelto hacía que pareciera un ser mitológico sacado de algún cuento de hadas, por mucho que ella se empeñara en compararse a la loca de los gatos de los Simpson.
Apoyada en el marco de la puerta del baño la observaba arreglarse para ir a trabajar. Porque sí, mi abuela aún estaba en edad de trabajar, cosas que pasan cuando naces de rebote. No voy a ir de melodramática por el mundo, jamás conocí a mis padres. Mi abuela me dijo que mi padre desapareció en el momento en que supo que yo iba a llegar al mundo y mi madre murió en el parto. Cosas que pasan. Después de tanto tiempo viviendo con una historia así cansa un poco el dramatismo que le ponen los demás al enterarse.
Hoy la observaba ensartar las horquillas en su moño mientras se preparaba para ir al hospital. Mi abuela era enfermera en La Paz, uno de los mejores hospitales de Madrid. Concretamente hacía sus turnos en la planta de oncología. Para mí era una superheroína por tener un trabajo tan difícil, cuidar a esas personas que lo estaban pasando tan mal, muchas de ellas sabiendo que esa enfermedad acabaría con sus vidas.
Cerrando la mano en un puño me la acerqué a la boca y fingiendo voz de reportera empecé a relatar...
—Bienvenidos a otro día más en la atareada vida de Dora, la guerrera de la planta catorce que no deja atrás a ninguno de sus soldados. Cuéntanos, ¿qué aventuras te esperan hoy?
—Que pesada eres hija mía, pues ya sabes, lo de siempre —contestó mientras me sonreía.
—¿Salvar vidas? —contesté como si fuera obvio.
—Eso déjaselo a los médicos.
—Tú salvas vidas. Haces que cada día de cada paciente sea el mejor posible. Sé que te desvives por ellos, por hacer que estén lo mejor posible. Y eso ayuda a curar.
—¡Demasiado mérito me das! —y me tocó la nariz mientras salía del baño sonriendo.
Quizás así era. Pero yo estaba tremendamente orgullosa de mi abuela, de cómo llevaba su profesión, de todo lo que hacía por los enfermos y sus familias. Para mí, ir cada día a trabajar sabiendo que uno de sus pacientes podía faltar o que hiciera lo que hiciera, no podría curarlo y a pesar de todo ir siempre con una sonrisa y dar lo mejor de sí misma no podía hacerme sentir más que orgullo.
Y al final me dediqué a estudiar algo similar. Sabía que el cuerpo humano era quizás demasiado para mí, poner un catéter, inyecciones, ver sangre, curar heridas... me ponía nerviosa. Pero quería ayudar tal como mi abuela hacía. Aportar a las familias y pacientes un espacio de calma, un lugar en el que poder sentirse a gusto, alguien en quien confiar.
Por eso tras despedirme de ella con un fuerte abrazo, como cada día, en la puerta de casa y pedirle que se cuidara mucho volví al salón donde tenía desperdigados todos los apuntes y libros de neurociencia. Estaba en el que sería el último curso de mi carrera de psicología, por fin.
Una carrera que siempre me había llamado la atención, tratar de entender a los demás, ayudarlos, conocerme a mi misma... Ahora que me acercaba al final me parecía que lo que había aprendido era tan básico y necesario que deberían meter una asignatura relacionada en la educación obligatoria.
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Artefacto
RomanceConocí a un chico interesante. Mi mejor amigo de la infancia volvió a ser mi vecino y mi abuela me regaló un colgante. Un colgante que puso mi vida patas arriba. FIN --- Terminada la primera parte.