El cuerpo de Kent cayó con un sonido estridente sobre la duela.
Las manos de Ginger se abrieron, dejando caer inconscientemente un largo atizador que rebotó con un golpe metálico contra el suelo.
—¡Kent! —Livy se arrojó hacia él. No sabía qué hacer. No sabía dónde mirar. Él había caído boca abajo. Tocó su mejilla e intentó sacudir con desesperado cuidado su hombro, pero Kent no abría los ojos.
En ese momento, miró a su madre con ojos vidriosos. No sabía si gritar, o llorar, o enojarse, o entrar en crisis con todo a la vez.
—Mamá..., mamá, ¡qué hiciste!
Ginger se llevó las manos a la boca, dándose cuenta, segundo a segundo, de lo que acababa de hacer y de todas las aterradoras consecuencias que se dibujaron en su mente a la velocidad de un rayo.
Livy seguía gritando algo, asustada, pero Ginger ya no la escuchaba. Tenía que hacer algo y tenía que hacerlo ya.
Con manos temblorosas, sacó su teléfono del bolsillo del pantalón y marcó uno de los números de atajo. Livy vio, desesperada, cómo su madre se llevaba el teléfono al oído.
—¡Albert! Habla la doctora Gellar, necesito una ambulancia a la 37 de Wimbledon y una camilla en el área de urgencias. Tenemos una contusión S00.9...
Ginger continuó hablando brevemente en términos que Livy no comprendía, y apenas colgó, la bombardeó:
—¿Una ambulancia, mamá? ¿Acaso lo mataste?
Ginger se arrodilló, presionando dos dedos contra el cuello de Kent. Latía, pero se sentía irregular, así que comprobó también en su muñeca.
—Mamá, están tardando demasiado, debemos hacer algo. ¿Por qué no lo llevamos en el auto? — insistió Livy, con la voz quebrada en ansiedad. Ginger no respondía, estaba tan concentrada chequeando los signos vitales de Kent— ¡Mamá!
Ginger cerró los ojos, apretándolos un segundo para reunir valor suficiente y ver el rostro de su hija.
—Livy, si lo movemos, podríamos causarle alguna otra lesión que no tiene en este momento, o empeorar la que tiene.
—La cual no tendría si no lo hubieras golpeado.
—¿Y que viera a tu padre convertirse?
—¡Mamá, lo vio!
Ginger soltó un gruñido de frustración, estampándose las manos contra la cara.
—Estamos acabados —murmuró entre sus dedos.
Livy quería explotar, derretirse, desaparecer.
Y de pronto, ahí estaba, un recuerdo que, a punto de esfumarse, la golpeó como un látigo: Kian también lo había visto.
Alarmada, se levantó de un salto, precipitándose hacia la puerta abierta, pero Kian ya no estaba ahí.
Con el corazón retumbando más fuerte que el tronar de aquel aguacero, salió, corriendo sobre las escalinatas hasta la acera delantera, donde tuvo que entrecerrar los ojos a causa de las insistentes gotas que querían inundarlos. Kian no estaba por ningún lado.
El terror fue súbitamente sustituido por un doloroso alivio cuando, a lo lejos, comenzó a captar el sonido de una sirena.
Cubiertos por impermeables, un grupo de tres paramédicos bajaron en tropel y, con manos expertas, voltearon a Kent para levantarlo, sujetarlo a una camilla con arneses y colocarle una mascarilla de oxígeno, mientras uno de ellos hacía preguntas concretas y eficientes a Ginger sobre lo que había ocurrido.
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Nada especial
Teen FictionSer la oveja negra de la familia definitivamente tiene que ser más divertido que ser la oveja pelirroja.