Capítulo 17: Hasta las piedras se quiebran

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Kian sentía los brazos delgados de ella alrededor de él, la mejilla clavada en su pecho, y las contracciones de los sollozos contra el abdomen rígido.

Entre el llanto le decía algo, pero parecían incoherencias mezcladas con el ruido de los sollozos. Lo único que pudo entender fue cuando ella comenzó a decir su nombre, una y otra vez. «Kian... Kian... Kian»

No parecía herida, pero le colocó las manos en los hombros, intentando apartarla para verle el rostro, no obstante Livy estaba bien aferrada y Kian no vio más opción que quedarse quieto, dejándole las manos sobre los hombros. Ella se acomodó de tal forma que su coronilla le rozaba la barbilla y una fragancia frutal que ya había olido antes en ella llegó hasta él.

A lo lejos, percibió que dos figuras se acercaban, apresuradas, pero una detuvo a la otra en seco cuando les clavó la mirada. Eran las dos chicas con las que Livy siempre andaba y estaban boquiabiertas. La rubia estiró un brazo hacia el hombro de la morena cuando intentó avanzar, logrando llamar su atención. Intercambiaron una expresiva conversación y finalmente la primera condujo a la segunda de regreso por donde habían venido, no sin antes echar un par de miradas hacia ellos, hasta que desaparecieron al doblar una esquina.

En ese momento, Livy paró de llorar, de estremecerse, y al parecer, también de respirar.

Kian se dio cuenta por fin de la cercanía con la cual estaban. Quizá el único punto de separación entre ellos eran sus pies. Los de ella juntos entre los de él, separados por pocos centímetros solamente y el resto...

Livy también pareció darse cuenta de eso, separándose bruscamente mientras le desenredaba los brazos de la cintura y él dejaba caer las manos desde sus hombros. Luego, lo miró con los ojos vidriosos muy abiertos, como si no se creyera lo que acababa de hacer, la forma tan arrebatada en la que se había arrojado a él.

—Kian, lo siento. Yo..., lo siento.

Él le escrutó la cara; los ojos irritados, los restos de lágrimas y las mejillas sonrojadas.

—¿Qué te sucede? —preguntó, suavemente.

Livy abrió la boca, pero después la cerró, desviando la mirada. No quería hablar en ese momento, ni en ese lugar. Ni siquiera sabía si quería hablar con él, sin embargo, se encogió de hombros y se sorprendió a sí misma cuando se escuchó decir, llena de necesidad:

—Sácame de aquí.

—¿Qué? —Kian la miró como si se hubiera vuelto loca. Ella le devolvió la mirada, implorante.

—Por favor, Kian. Solo una hora. Sácame de aquí una hora y después volvemos.

Él sintió un jaloncito en la manga y miró abajo, notando que ella lo había agarrado entre el pulgar y el índice, después, volvió a verla a los ojos.

Para Livy esos segundos en silencio fueron una eternidad. Con las carencias de lo que sabía de él, podía escuchar sus próximas palabras entre varias posibilidades: «Estás loca, claro que no», «Yo no hablo, ni salgo contigo a ningún lado», «¿Recuerdas nuestro trato? Resuélvelo tú sola». Todo era plausible.

Todo, menos el lento asentimiento que él estaba haciendo con la cabeza. 

 

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