Epílogo

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Doce años más tarde...

Dar el último martillazo nunca me había parecido tan reparador.

—Están a punto de llegar, así que más os vale terminar esa puerta.

Nathan me dirigió una mirada furibunda.

—Ser el Delta para esto, manda huevos—refunfuñó, secándose el sudor de la frente.

—Sin rechistar, Sallow—respondí, sin poder evitar esbozar una sonrisa. Tuve especial cuidado en bajar la escalera que me separaba del suelo. El tiempo no nos había dado ni un respiro; la temperatura no era especialmente alta, pero no corría ni una pizca de viento.

Observé mi creación desde abajo. Nathan y Shawn le estaban dando los últimos retoques antes de que Kayla llegara con los niños. Miré el reloj. Quedaban diez minutos. Nunca me había preocupado mucho por la hora, pero aquel día tenía que ser perfecto.

Había tenido solo dos semanas para construir la casa del árbol, ya que esa era la duración del campamento de verano de los niños. Pero hoy volvían y Kayla había ido a recogerlos mientras yo le daba un repaso.

A petición de mi Luna, la había construido en un árbol no muy alto para que no se hicieran daño si caían. Había resoplado cuando me lo había dicho, pero agradecía que me lo hubiera dicho. Si les pasaba algo, me moriría.

Mi móvil sonó con una llamada entrante mientras mis oficiales consideraban que estaba todo listo.

—¿Dónde estáis?—dije, al descolgar.

—Entrando por la carretera de casa. Estamos ahí en cinco minutos. Espero que esté todo listo.

—Por supuesto–respondí, mientras gesticulaba a mi tío para que se diera más prisa sacando la comida para ponerla en la gran mesa del jardín. Nuestro hijo, Matt, cumplía ocho años ese día y habíamos organizado una merienda al aire libre. Y la casita del árbol.

—Hunter...—me dijo ella, con desconfianza. Oí a los niños gritar de fondo.

—No te preocupes, cariño, está todo preparado. Acuérdate de taparles los ojos.

Estaban todos allí: mis tíos, mis padres y los de Kayla, Hannah y su novio, los Betas y los Deltas... Iba a salir perfecto. Si no, tendría que aguantar la ira de Kayla, y eso no iba a pasar.

Mi madre había hecho la tarta, decorada con los dragones que le encantaban a Matt. Tenía ocho años; viendo a sus padres transformarse en lobos, ¿cómo no iba a creer en la existencia de los dragones?

—Ya vienen, ya vienen—susurró la madre de Kayla. Shawn y Nathan se quitaron los cascos y guardaron la escalera antes de que yo atisbara la cabellera pelirroja de mi mujer en la distancia.

Llevaba de la mano a sus tesoros más preciados. A un lado, Matt, que saltaba más que caminaba, porque sabía que habría alguna celebración por su cumpleaños. Al otro lado, Angie no paraba de preguntar a su madre, incapaz de quedarse callada.

Sonreí al verlos. Era el hombre más afortunado del mundo. Mis dos pequeños Alfas eran lo mejor que le había pasado nunca, empatados con Kayla. Ambos eran tan rubios como yo, y en cierto modo agradecía que mi hija no hubiera heredado el pelo rojo de su madre, porque, si ya era preciosa, habría tenido que pelearme con muchos chicos cuando fuera mayor.

—¡Papá! ¡Papá esta aquí! ¿No?—oí que decía Angie, tirando de su mano para caminar más rápido. No cabía duda, era una niña de papá.

En cuanto los tuvimos enfrente, comenzamos a cantar el cumpleaños feliz. Matt intentó quitarse la venda con una sonrisa, pero Kayla no lo dejó.

—Todavía no, cariño.

PhoenixDonde viven las historias. Descúbrelo ahora