13. La madre de Diana...

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Berkana seguía internándose en las profundas memorias de sangre de Diana, y mientras descendía un dolor inaudito la embargó pues finalmente sabía el ancestral drama que Lycanon, Vairon y Dianara sufrieron antes de la propia evolución del hombre actual. Se sintió desolada por el eterno eco del tormento de Danae, que por lealtad a su amado aceptó la desgracia de la encarnación para poder salvarlo.

Oh Diana —se decía Berkana—, no sabés cuánto lo siento. Si tan solo hubiera sabido esto antes...

Mientras las lágrimas de éter impalpable manaban de su duro aunque lastimado corazón, una presencia apacible y gentil llenó con su espectro la substancia que envolvía a Berkana. La leviatán sintió un maravilloso alivio a medida que la disciplina de su corazón se iba recuperando. Abrió los mil ojos de la sangre, buscando la procedencia de aquella mística presencia, pero su infinitud abarcaba una línea perpetua de trance, imposible de concebir. Sin embargo, haciendo un gran esfuerzo, Berkana notó que aquella presencia no estaba en Diana pues no era parte de sus memorias de sangre o de su éter ultravioleta. Esa presencia era exterior, venida de otros cielos.

Entonces, como una centella fulgurante, la figura de una mujer fue tomando forma ente los ojos de Berkana. Una larga cabellera plateada caía por la espalda de aquella mujer que, en toda su desnudez, se veía perfecta como una escultura. Su piel refulgía con brillo argento como el de un elfo nocturno. Y sus ojos, profundos, blancos y helados, traspasaban la mente de Berkana, como si aquella mujer mirase más allá de ella misma y pudiera vislumbrar los hados de su ser.

Hechizada por la magnética aura de aquella entidad, Berkana se aproximó, tratando de entrever lo que había más allá de la luz plateada y entonces un arquetipo arquemonizado manó en la mente de la leviatán, proyectado por la presencia de aquella mujer; se trataba de una luna en su fase menguante.

Quien sos —cuestionó Berkana a la entidad.

Aquella mujer volcó su rostro hacia Berkana quien, luego de ver aquella faz dentro de sus propias memorias, pudo reconocer.

Usted... usted es...

La entidad asintió apaciblemente. Sin duda aquella mujer no era sino la madre de Diana. Una etérica e iluminada María Luchnienko que venía de cielos incognoscibles al rescate de su amada hija.

Lo has hecho muy bien, Berkana —dijo María—. Has logrado llegar muy lejos por ti misma, pero desde aquí necesitarás una guía.

Pero... señora, cómo es posible que esté usted aquí.

En su momento lo sabrás, pero por ahora solo debes seguirme —replicó María y empezó a descender por los laberintosos espacios en los circuitos espectrales de Diana.

Aunque embargada por una serie de dudas y sospechas, Berkana siguió a la madre de Diana, esperando que su guía la llevaría a encontrar el núcleo de la Centinela perdida.

Ambas recorrieron misteriosos caminos en una suerte de línea astral que mantenía la mente y el Espíritu de Diana conectados al mundo exterior desde su primera encarnación en la materia. Allí era muy notorio el daño masivo que habían sufrido sus circuitos espectrales, que en varios tramos del camino estaban rotos. Berkana sintió un extraño sabor edulcorado en su boca, como si aquel aire plasmático estuviera saturado de azúcares. Luego, un olor frutal, de similar aroma a un perfume de sandía y fresas, entró al olfato de Berkana quien no pudo evitar pensar que Diana era un ser lleno de ternura y que siempre lo había sido. Incluso desde su primera encarnación. Sin embargo, había algo peligrosamente sospechoso en aquella dulzura, era peligrosa.

Diana siempre fue una pequeña atolondrada —dijo María, como si hubiera adivinado los pensamientos de Berkana—. Cuando era más niña no podía quitarle un ojo de encima porque siempre estaba haciendo travesuras. Ya de más grande se hizo algo responsable, pero aún así fue una chica totalmente imprudente con sus propios sentimientos. Supongo que la dulzura de mi hija es algo que lleva muy profundo en su Espíritu y me ponía en serios aprietos. Los hombres siempre fueron una amenaza para ella, siempre lo supe; la miraban y se podía ver el deseo en sus ojos, un deseo muy masculino y animal: asqueroso. Si el Rodriguito no hubiera estado cerca, no sé que habría ocurrido con mi niña.

Señora, usted...

Amé a mi hija con tantas fuerzas que me lastimaba a mí misma. Pero en el Origen, el amor entre una madre y su hija es tan efímero como el romance caballeresco entre una dama y su hombre. El amor de madre fagocita a la mujer y la convence de la ilusoria idea de que nuestros hijos son de nuestra propiedad. Sin embargo, nuestros hijos no son nuestros. Me costó demasiado aceptar eso y dejar a mi niñita partir a Erks para enfrentar esta terrible guerra.

Hizo bien, señora.

A veces pienso que sí. Los veo a ustedes, los amigos de mis hijos, y lo veo a mi Edwin y a mi Joisy tan seguros de sí mismos, que creo que actué bien. Pero no he sido honesta con todos ustedes, ni con mis hijos. Por eso ahora estoy en la responsabilidad de ayudarlos con todas las fuerzas que me quedan.

¿Se encuentra bien?

Estaré bien en medida que mis hijos lo estén. Démonos prisa, no tenemos tiempo qué perder.

De repente, una burbuja de luz llamó la vista de Berkana que no pudo contenerse de ir hacia ella. María Luchnienko la observó y se detuvo unos instantes.

Esa es otra memoria de sangre de mi hija. Pero no solo de ella.

¿Cómo es eso?

Es una memoria compartida.

Berkana miró a María con timidez, como si le estuviera pidiendo autorización para contemplar aquellos recuerdos. María sonrió y asintió.

Adelante.

Más confiada, Berkana mutó una de sus aletas de leviatán en un brazo humano y tocó la burbuja de luz, entonces otra memoria se aperturó ante sus ojos. Pero con ella también vino un terrible dolor. "¿Acaso todos los recuerdos de la Diana están tan llenos de sufrimiento?", pensó Berkana. Era desolador.

El Arco De Artemisa© - Tercer Episodio, Amor EternoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora