31. Adiós Rodrigo...

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Rocío corría con todas sus fuerzas hacia la parte baja de la Fortaleza de Oricalco. Mientras dormía, o intentaba dormir, sintió un espectro inmenso dentro de la Fortaleza. Se levantó de su cama de un salto y ni bien salió de su pequeña vivienda sus ojos fueron heridos por una luz azul cegadora que venía en dirección de las celdas de los niveles inferiores. Cuando el fenómeno hubo terminado se halló a sí misma de rodillas y con la luna llena encima de su cabeza. Tuvo un presentimiento y se echó a correr por las calles desiertas de la ciudad pétrea.

Cuesta abajo solo halló más vacío. Pero la monotonía se rompió al llegar a la entrada del acceso principal de la bóveda inferior. Ya todos los Centinelas se hallaban reunidos ahí, incluyendo a Diana que permanecía con la vista hacia la nada y con el inmenso Arco de Artemisa en sus espaldas. Nadie decía nada, había un silencio tan sepulcral como lóbrego. Rocío no pudo decir nada tampoco, tenía un nudo en la garganta. Pero entonces notó, horrorizada, que el espectro que había sentido desde su vivienda había aparecido tras desaparecer el espectro de Rodrigo. Buscó la presencia de su amigo con su poderosa telequinesis, pero no estaba por ningún lado. Entonces tomó rumbo hacia las celdas pero Diana se interpuso en el camino.

—Dónde está —exigió Rocío una respuesta.

Nadie decía nada.

—¡Dónde está! —gritó Rocío.

—Se fue —respondió Diana con la voz quebrada.

Los ojos de la muchacha no tardaron en abrirse inmensamente. Sin pensarlo emprendió la carrera hacia las celdas, pero Diana la abrazó con fuerza.

—¡Suéltame!

—¡Ya déjalo ir!

—¡AL MENOS QUIERO VERLO POR ÚLTIMA VEZ!

Y la mano de Diana se estrelló contra la mejilla de su amiga, que casi no podía creer que todo aquello estuviese ocurriendo. Gabriel, que durante todo ese tiempo se había abstenido de intervenir, se acercó a Rocío y la abrazó para que ella pudiese llorar su pena sobre su hombro. La chica se desarmó por completo.

—Chicos —dijo Diana, rompiendo el tenso silencio—. Un Centinela poderoso ha surgido hoy de la oscuridad. Trátenlo como si fuera nuestro Rodrigo.

—Ya lo habíamos decidido —intervino Edwin—. Sabíamos que esto iba a ocurrir, lo supimos incluso antes que toda esta guerra empezara. Pero no lo podíamos aceptar sino hasta ahora. No te preocupes por nosotros, haremos lo que todo Centinela debe hacer.

Diana asintió en silencio y dibujó una sonrisa malhecha en su rostro.

En los niveles altos, cerca de los hábitats de los Centinelas, una madre lloraba su pérdida mientras las lágrimas parecían querer ahogarla. Eugenia Michelle, que hasta entonces se había mantenido fuerte, finalmente se desarmaba junto a su hermana y sus compañeras de destino. Todas aquellas mujeres, madres sacrificadas cada una, podían comprender perfectamente el dolor de Eugenia pues sabían que sus hijos habían aceptado la apuesta mortal de sus destinos, y podían perder. "Ninguna madre debería enterrar a sus hijos", pensó Eva Horkheimer. Ese dolor es tan profundo que solo un acto de voluntad suprema lo puede superar.

"Mi bebé, mi amado bebé. Mi niño, hijo de mi corazón, hijo de mi sangre y de mi carne". Mamá, no me llores por favor, no quiero que estés triste. "Cómo podría no llorarte, si me dejas aquí sola con todo este amor". Pero lo he hecho, mami, he cumplido el objetivo de nuestra estirpe y ahora puedo al fin ser Yo. "Pero serás Tú dónde yo ya no te pueda alcanzar". Te equivocas, yo estoy siempre contigo, estoy a tu lado y seguiré allí hasta que cierres tus ojitos para siempre. "Cuando naciste eras tan pequeñito y frágil. En cuanto te tuve en mis brazos sabía que serías lo más importante de mi vida. Recuerdo cuando te daba de lactar de mi pecho, cuando te arrullaba, cuando me mirabas y me sonreías con esa mirada tan llena de amor". Lo recuerdo todo, mamá. Recuerdo cuando me cuidabas en mis horas de enfermedad y me enseñabas todo lo esencial. Puedo sentir aún todos tus abrazos, tus caricias y tus besos. "¿Te llevarás esos recuerdos contigo?". Desde luego. "Adiós bebé, vete a casa". Adiós mamá, te amo...

"Ninguna madre debería enterrar a sus hijos, pero los hijos son únicamente un trazo de pincel sobre una tela eterna. Los hijos son una melodía infinita para la que 88 teclas de un piano no alcanzan. Ellos son la posibilidad de modificar el curso del cosmos y llevar a la especie a donde nacen y mueren las estrellas. Pero más que eso, nuestros hijos, cada niño y su madre, llevan por siempre el eterno vínculo del recuerdo. ¿Verdad mamá? Por eso no llores a tus niños muertos, llora a los que pares pues ellos serán los que tendrán que soportar la miseria del hambre, del sueño, de la injusticia. No me llores, mamita. Ahora al fin soy libre".

El Arco De Artemisa© - Tercer Episodio, Amor EternoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora