36. La caída de Héxabor...

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Se hallaba Héxabor mirando al horizonte mientras el caos de los anillos de protección seguía imperando en todo el perímetro. Los hombres recogían a sus heridos y trataban de reorganizarse para salvar la vida del asedio de los terribles demonios hiperbóreos. Aunque mercenarios acostumbrados a la crueldad componían el grueso de las tropas, ninguno de aquellos hombres habituados a los horrores de la guerra había sentido jamás un pánico tan irrefrenable como el que sintieron cuando vieron a aquel caballo de ocho patas, acompañado por un lobo inmenso destrozando los cuerpos de sus colegas como si fueran hechos de masilla. La fuerza de los humanos mortales tenía un límite después de todo y esa delgada línea entre el terror a la muerte y la abnegación del sufrimiento se disolvía en presencia del fragor de los Espíritus. Hombres sin Espíritu habrían de quebrarse fácilmente pues sus almas no soportarían el miedo infinito que el Signo del Origen causa en sus más profundos sentimientos. Gorkhan y Laycón lo sabían y usaron su intimidante poder, la pólvora de sus armas y el filo de sus espadas para sembrar pavor en las tropas enemigas.

Héxabor, el druida cáster traído por San Miguel Arcángel, finalmente entendía que sus planes no serían frustrados por la furia del Tetragrámaton o el Bafometh, sino por los propios Centinelas de Artemisa cuyo poder ya había rebasado con creces a las más elevadas esferas de magos, druidas y sacerdotes de la Fraternidad Blanca. Ellos ya nada podían hacer para enfrentar al enemigo que se alzaba desde los albores de tiempos en el Origen. Sumido en profundas meditaciones, el druida sacó de su túnica dorada el Dorje, ese cetro de poder tan particular que le permitía realizar toda clase de prodigios y que podía emplear como arma.

Volteó el cuerpo hacia la vegetación que se debatía entre los riscos, la oscuridad y la nada, tratando de no ver más el patético espectáculo que representaban aquellos soldados y mercenarios huyendo por sus vidas. Quiso alejarse caminando, meditar su derrota de ese día y tratar de reconfigurar sus planes para vencer a los Centinelas, al Tetragrámaton y al Bafometh. Una sonrisa maltrecha surcó su rostro pues entendió que sin el apoyo de Golab, tal empresa sería imposible. Necesitaba al Señor del Foso tanto o más que a sus propios poderes. Pero aquel poderoso ser estaba capturado, perdido, oculto, prisionero y dormido en instalaciones que eran muy difíciles, casi imposibles de asediar. Sin embargo, el druida pudo comprender que su fracaso solo podía advenir a la victoria de Moisés pues mientras él meditaba, en ese preciso instante el Profeta de Israel se dirigía a la Fortaleza de Oricalco para recuperar a Golab.

Así que quieres todo el poder para ti mismo.

Una voz ronca y gutural interrumpió las meditaciones de Héxabor. Un horror indecible se aproximaba y lo acechaba furtivamente desde las incontables llamas de multitudinarios incendios por doquier. La fuerza abandonó por completo al druida que cayó de rodillas, usando el Dorje como bastón para no desplomarse por completo. Su frente empezó a cubrirse de un sudor frío.

En el piso, cual cráter volcánico, una brecha se abrió manando abundante lava desde donde emergió una figura demoníaca envuelta en fuego. Dos cuernos espiralados ceñían su frente y toda su existencia se veía recubierta de llamas. Era como un centauro envuelto en llamas, con cuerpo de bisonte y torso humano. En sus brazos llevaba una lanza de dos hojas hecha de huesos al rojo vivo que se anteponían como vectores y fibras para formar una sola unidad. Las cuchillas de ambos extremos, escurriendo magma y encendidas en ígneo furor, parecían formadas por una pieza metálica calentada casi hasta el punto de fusión. Los ojos de Héxabor casi se desorbitaron del espanto en cuanto vio aquella enorme figura salir de los avernos fúlgidos.

¿Acaso has olvidado que eres un simple humano? —recriminó el monstruo al druida que rápidamente bajó la cabeza.

—Señor Belsebuh, no es lo que piensa —se disculpó—. Mi siervo y yo...

¡Silencio! Tú has traicionado al Bafometh. Poco o nada me importa que quieras derrocar al Tetragrámaton de los ángeles, pero no voy a tolerar que tomes iniciativas propias usando el santo nombre de Satanás para tus fines. Esta acción que has tomado no va quedar sin castigo.

—Mi señor, San Miguel estuvo de acuerdo...

¡Miguel arcángel está muerto! Es ahora Gabriel quien se hizo de las Legiones y tú ya no gozas más de su favor. Has despreciado a los demonios, los has usado, te has burlado porque tenías la protección de los arcángeles. Pero ahora nadie cuidará de ti, Héxabor, nadie.

En ese instante el druida supo que estaba condenado. Quiso huir de alguna forma, pero su cuerpo no obedecía sus órdenes, ni siquiera por la desesperación. El calor abrasador estaba empezando a producirle ampollas mientras que el dolor comenzaba a hacerse insoportable. Sintió que todo su cuerpo se evaporaría cuando una brisa gélida, tan dolorosa como la ardiente bruma de Belsebuh, llegó soplando desde sus espaldas. El demonio de fuego detuvo el castigo por unos instantes y fijó sus ojos llameantes en dirección de la brisa.

Llegó caminando lentamente, acechante y con sus ojos fijos en la figura ardiente que, a metros de distancia, era visible por el resplandor de su fuego. Tenía un rifle en ambas manos con la armadura de azul resplandeciendo cual cristal; algunas heridas le sangraban y humedecían los ropajes negros que tapaban su cuerpo. Su cabello se había vuelto prácticamente blanco, brilloso y teñido con una leve coloración celeste. Sus ojos estaban prendidos en vivo fuego azul, faérico y congelado. Su cuerpo entero estaba recubierto por un aura luminiscente del color del cielo, delicada pero vivaz que en su contorno dibujaba la nítida figura de un lobo hambriento. Las huellas de sus pasos dejaban marcas frías, luminiscentes, azules y humeantes. Y su rostro, embargado de ira, mostraba una filosa y mortífera dentadura con sus colmillos blancos sobresaliendo de su boca.

Belsebuh rió desde sus cavernosas profundidades con evidente sorna. Miró al guerrero de los hielos y se sintió satisfecho por alguna clase de tácito desafío. Era como si Héxabor no estuviese allí y ambos monstruos estuvieran solos, listos para el duelo. El druida casi sintió que había salvado la vida por una repentina intervención de su enemigo. La presencia de Laycón allí cambiaba su destino y casi tenía un plan de fuga. Esperaría a que ambos empezaran a pelear y usaría esa distracción para desaparecer abriendo una puerta inducida por medio de su Dorje. Sin embargo, el lobo no estaba allí para salvarle la vida sino para terminar con él. Los recuerdos de Alan pronto se fusionaron en la consciencia de Laycón y evocó el día en que Héxabor torturó y asesinó a sus padres.

Cuando el lobo estuvo a unos pocos metros del druida, le apuntó con su rifle y le vació las 35 balas de su cargador. El cuerpo de Héxabor se contorsionó por los impactos y cayó al piso. Aún tendido, Laycón no dejaba de acribillar ese cuerpo maltrecho hasta acabar la última bala. Cuando no hubo más munición que disparar, el lobo se acercó al druida, que estaba aún vivo, apuntaló sus manos armadas con terribles garras y las introdujo en el tórax de Héxabor por su abdomen. Destrozó su sistema digestivo, le reventó el bazo, cortó numerosas venas y articulaciones y perforó varios órganos hasta que sus brazos se hubieron hundido hasta más de la mitad en la humanidad del druida. Héxabor entró en shock por la violenta perforación que sufría, ni siquiera podía gritar, ni tampoco morir, para su infortunio. Laycón sostuvo las dos clavículas de su víctima con las manos desde la parte interior de su cuerpo y jaló con fuerza. Huesos, articulaciones, costillas y órganos salieron expulsados del cuerpo por las perforaciones que el lobo había realizado. Laycón se incorporó, con las dos clavículas de Héxabor aún en sus manos, y las clavó en los ojos de su víctima. Sin embargo, el druida aún vivía en un charco de sangre que se escurría de su cuerpo.

¿Qué ganas tú con el sufrimiento de este hombre? —interrogó Belsebuh.

El lobo lo miró, mas no respondió. Ese ser era tan humano, tan diabólico, tan canino y monstruoso que incluso el demonio Belsebuh se sintió maravillado. Laycón remató a su víctima de una certera mordida en el cuello mientras que con la zarpa de su mano iba abriéndole el cráneo. Arrancó el cerebro del druida y lo congeló en una burbuja de plasma azul. Luego arrojó los sesos congelados al viento y éstos se convirtieron en polvo de diamantes. El druida cáster, Héxabor, estaba finalmente muerto y su alma, congelada y convertida en un montón de cristales de hielo que flotarían a la atmosfera donde absorberían todo el dolor humano hasta el fin de los días.

Siento la tardanza —dijo entonces Laycón—. Quería darle a ese malnacido un final tormentoso a nombre de todo el dolor que causó. Pero él ya no va interrumpirnos con sus súplicas y su miedo. Ahora sí, es tu turno.

El Arco De Artemisa© - Tercer Episodio, Amor EternoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora