50. Rit Vs Moisés...

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Los guerreros de Erks, que casi habían perdido la esperanza de alcanzar la victoria, empezaron a vitorear cánticos de guerra al ver que no todos los Centinelas habían caído en el combate. Sin que nadie pudiera predecirlo, una de las más poderosas guerreras hiperbóreas había despertado de su largo sueño. Sus memorias estaban totalmente restablecidas. Los conjuros de los hierofantes egipcios, incrustados en los circuitos mágicos de la Centinela, finalmente habían roto su sello. La maldición de Moisés iba menguando y la furia de Neftys, la Diosa Halcón, empezaba a manifestarse en el universo de las formas creadas.

Frente a la Fortaleza de Oricalco, Moisés observaba la ascensión de aquella mítica guerrera y un profundo espanto le embargó el alma. Pero antes de perderse en el pánico, elevó su cayado y oró a su amo:

—¡Oh mi señor, Jehová, mi Dios! ¡Dame las fuerzas para enfrentar este cáliz de Lucifer! ¡Dame una pizca de tu voluntad para derrotar a tu enemigo egipcio! ¡Te lo implora tu sirvo, pastor de Israel!

De pronto, el cayado de madera que Moisés sostenía se convirtió en un báculo de oro, un dorje de poder. A las espaldas del profeta, la tierra empezó a convertirse en barro, el barro en cenizas, las cenizas en legía, y la legía en sangre. A gran velocidad, el Ejército de Salomón se engrosó y las legiones de autómatas dorados cubrieron la tierra hasta el final del horizonte. Eran miles, quizás millones de soldados. Los guerreros erkianos sintieron estupor al ver la inmensa cantidad de enemigos y de inmediato se alistaron para contener el asedio. Entonces la voz de Rit, el Halcón de Piedra, se expandió a lo largo y ancho de la Fortaleza, ingresando directamente en la sangre y corazón de los erkianos.

No temáis, camaradas. ¡Este cobarde sacerdote verá hoy su final! Ahora vean, ¡el furor guerrero de Horus!

Rit levantó su mano al cielo y un halcón dorado pareció emerger desde el mismísimo sol. El ave descendió en picada, justo frente a la Fortaleza de Oricalco, estrellándose en el piso y dejando tras de sí una nube de polvo. Segundos más tarde, una tormenta de arena se materializó de la nada. Todos los erkianos se taparon los rostros, había tanta arena que apenas podían respirar. Pasó menos de un minuto y la tormenta se detuvo de forma tan abrupta como inició. Cuando los guerreros de Erks abrieron los ojos, vieron la fortaleza rodeada por un inmenso ejército que había aparecido de la nada. Eran como hombres, protegidos tras un peto de oro, faldones bruñidos, canilleras y escarpes dorados, y bellos cascos de diseños egipcios. Mas aquellos soldados no tenían cabeza humana, sino de halcón. Todos ellos, miles, eran auténticos hombres halcón sosteniendo en sus manos hoces de piedra. En ese instante Broud recordó algo:

—Qué haremos, mi señor —preguntó un soldado que se hallaba al lado de Broud.

—Proteger nuestra Fortaleza —respondió y luego esbozó una sonrisa—. El Ejército de Horus ha despertado.

Rit, que aún se hallaba por encima de la fortaleza, levitando a una distancia no muy grande de esta, clavó su mirada en dirección a Moisés. Las lágrimas manaban de los ojos del profeta como una fuga de pánico líquido. El Ejército de Salomón, totalmente inmune a las emociones, se puso en disposición de combate al unísono. El piso retumbó cuando los autómatas se cuadraron. Los hombres halcón, el Ejército de Horus, también se puso en postura de combate y otro sacudón se sintió sobre la tierra cuando sus pies golpearon el suelo.

—Esta vez —farfulló Moisés—, acabaré con toda tu maldita estirpe.

Rit sonrió.

Acabemos con esto de una vez, sacerdote —respondió y entonces lanzó un conjuro de mando—. Amon Ra, Amon Dei, ¡Horus hatsesut nefytrakys!

Ni bien hubo Rit culminado su orden, los hombres halcón avanzaron en una marea de furia hacia los autómatas. Los soldados de Israel, siguiendo la voluntad de su amo, también se lanzaron a la carga de sus milenarios enemigos. La carga de ambos ejércitos empezó a causar un terremoto que amenazaba con tumbar los muros de la Fortaleza de Oricalco. Rit, utilizando su espectro como escudo, envolvió la montaña entera en la que se despeñaba la gran edificación, resguardándola tras una burbuja de plasma que llegaba hasta la raíz misma de la montaña y se elevaba hasta siete kilómetros de altitud en el cielo. Fue entonces, en el momento que la Fortaleza quedó protegida, que ambos frentes chocaron. Los ejércitos de egipcios e israelitas habían iniciado un combate tan ferviente y encarnizado que el caos reinante pronto engañaba toda lógica o razón. Se movían a la velocidad del sonido, más allá del alcance de la retina o el procesamiento del cerebro humano. Sus golpes de espada llevaban la fuerza de miles de fieras. Sus modos de combate eran tan destructivos que las montañas adyacentes empezaron a derrumbarse cual edificios que son detonados desde sus cimientos. Las nubes empezaron a despejarse del escenario de combate, como si una gigantesca ola de viento las arrastrase a velocidades supersónicas por la atmósfera. Era una batalla tan titánica que empezaba a amenazar la integridad estructural del planeta entero. El campo grávido y magnético mostraba catastróficas deformaciones. Los rayos cósmicos ingresaban al planeta, causando auroras hasta en las regiones ecuatoriales. El sistema planetario entero estaba deformándose.

El Arco De Artemisa© - Tercer Episodio, Amor EternoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora