68. La Batalla Final III...

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1345 metros de altitud, 34º sur, 5º oeste, inclinación 12º - 25' – 42''. A 13 kilómetros de la ciudad de La Paz umbral.

Su cuerpo estaba rodeado de un aura demoníaca de naranja fulgor. En sus ojos, dos lengüetas negras dentro de un halo rojo se habían superpuesto a su esclerótica teñida de aloque. Llevaba la armadura y armamento que tenía consigo el día de su abducción. Su pelo, teñido de rojo como llamas del infierno, desprendía ocasionales trazas relampagueantes de luz naranja, como si de un tesla se tratase. Y el puma, su bestia, había desarrollado una monstruosa cornamenta espiralada, igual a la de un carnero.

Hagal, en toda su diabólica magnitud, volaba con calma, a pocos nudos por hora, con dirección a la ciudad. Tenía un objetivo marcado en su mente que, desposeída de toda voluntad, había convertido a su portador, Oscar, en un mero observador. No tenía control de su cuerpo, su alma o su espectro. El dominio de Astaroth sobre él era total.

A la distancia, el Centinela poseído pudo vislumbrar a los Mimic aproximándose a él. Abajo, los soldados alistaban toda su artillería antiaérea para hacerle frente. A pesar que había destruido varios puestos de avanzada con sus rayos letales, los hierofantes y hechiceros rumanos le habían impedido propagar la destrucción de forma más eficaz. Desde luego, Hagal sabía que no sería una tarea fácil la de invadir la umbra. Los hiperbóreos se habían atrincherado bastante bien. Pero tenía un plan. No, no era suyo el plan, sino mas bien de Astaroth.

Antes que los aviones le diesen alcance, Hagal se convirtió en rayo y se dirigió a la ladera oeste de la ciudad. El puesto de avanzada y su ancla rúnica se hallaban en la zona de Alto Pasankeri. El puma de trueno evaluó rápidamente la situación. Reconoció tres baterías antiaéreas y lanzacohetes H-12 Mariand, de fabricación estadounidense, apostados en el área del ancla. Había un importante contingente de infantería y artillería, y también habían varios guerreros de castas hiperbóreas montando guardia allí. Sin materializarse, Hagal rompió el muro de plasma que los Medjai egipcios habían levantado y se situó al alcance del enorme menir de piedra, base del ancla rúnica. Una vez allí, materializó su cuerpo, puso su palma sobre la roca y empezó a pasarle una poderosa corriente eléctrica que empezó a agrietar la base del ancla. Los soldados que se hallaban allí, Primer Batallón de la Legión de Diamantes, tardó unos segundos en darse cuenta de lo que había ocurrido. La orden no tardó en oírse: «girar torretas 90º y disparar al blanco». Una lluvia de balas y misiles llovieron sobre Hagal que, usando su espectro, generó una barrera impenetrable. Parecía que el ancla iba a ceder cuando una tropa de caballeros de la Cruce Rosie báltica se aparecieron de la nada. Lanzaron unas gemas misteriosas sobre Hagal y estas, cual icebergs de hielo, crecieron y se recristalizaron sobre el Centinela poseído, aprisionándolo. Entonces una poderosa voz de mando se oyó: «¡Ahora!». Los soldados malayos de la Irunta āna levantaron un campo limitatorio sobre Hagal y en instantes, los Mimic aparecieron en el cielo, cayendo en picada. Cientos de rayos de plasma, como agujas, salieron escupidos de los cañones de los aviones mientras el fuego de tierra seguía haciendo llover balas sobre Hagal. Desde la otra ladera, decenas de misiles tierra-tierra granizaron encima. El resultado de la acción fue una serie de ensordecedoras explosiones seguidas de una espesa capa de polvo y humo.

Hubo silencio solo interrumpido por el sonido del fuego crepitando en el piso. Todas las miradas estaban expectantes en el ancla rúnica de la ladera oeste. Esperaban que el polvo se disipe para confirmar si el blanco había sido abatido, o no. Los segundos constituían una espera interminable que enervaba la ansiedad de los soldados hasta el límite de sus nervios. Cuando finalmente se disiparon los vapores de destrucción, vieron una burbuja de plasma y al Centinela con un leve pero notorio sangrado en la cabeza.

—¡Fuego, fuego, fuego!

Fue la orden general cuando vieron que el blanco seguía allí. Pero era tarde. Hagal se convirtió en relámpago nuevamente y golpeó todo el puesto de avanzada oeste en un solo golpe mortal. La mayoría de los soldados quedaron carbonizados al instante y los tanques y baterías antiaéreas volaron por los aires en múltiples e incontrolables explosiones. Convertido en puma eléctrico, Hagal volvió a embestir el menir de piedra que cedió y se hizo pedazos. En ese instante, que el ancla rúnica caía, el escudo violeta de plasma que había mantenido Dianara por tanto tiempo, empezaba a quebrarse. Parecía cristal rompiéndose, sonaba como vidrio haciéndose añicos. Pero era un material incorpóreo y liviano que se precipitaba a tierra como una nevada con copos rosados e irregulares. Hagal voló a gran altura y se materializó, observando como la barrera levantada por los hiperbóreos se hacía pedazos.

Pasaron unos segundos, en los que la estupefacción invadió las venas del ejército hiperbóreo, cuando varias burbujas empezaron a formarse en todas direcciones, rodeando la ciudad por los cuatro puntos cardinales a una altura relativamente baja. Instantes después, desde aquellas burbujas, innumerables aviones hacían su ingreso. Llevaban emblemas pintados en el fuselaje, correspondientes a Estados Unidos, Israel, la OTAN, la ONU y otras tantas naciones y organizaciones militares controladas por la Sinarquía. Habían variedades de tropas aéreas de todas las categorías allí, desde aviones de caza hasta cazabombarderos de gama alta. Seguidos a los aviones, incalculables helicópteros ingresaban a la Umbra. Estaban abordados por miles de soldados de todas las naciones del mundo de, al menos, 300 mundos iguales o similares a la Tierra de la Cuarta Vertical. Y no solo estaban cargados de infantes de marina, sino también de tanques y equipos de artillería pesada terrestre que pendían de cables a los helicópteros. Por si eso fuera poco, también ingresaban jinetes de dragón, Hiwa-Anakim y miles de gárgolas y demonios alados. Aquello se veía como el Apocalipsis mismo. Los hiperbóreos eran superados por 2000 a uno. Era descomunal, demencial, imposible. Tantos enemigos como estrellas en el cielo o arena en el mar. Guerreros de todas épocas y técnicas, armados con fusiles, ametralladoras, espadas, arcos, dorjes, cañones OM y toda la maquinaria bélica de Chang Shambalá y la Sinarquía del mundo, la de Su Pueblo Elegido.

Los soldados atrincherados estaban abrumados al ver la infinitud del enemigo. Eran más de los que habían soñado. Pronto, los helicópteros empezaban a desembarcar y las tropas enemigas establecían puestos de avanzada en el altiplano y los cerros circundantes a la Hoyada. Al romperse la barrera rúnica, ya nada impedía que las tropas de la Sinarquía hiciesen su ingreso. Pero eran demasiados, tantos que amenazaban con colapsar los cerros de greda y polvo. En ese instante de abrumo total, una voz se oyó en todas las frecuencias de las radios de las tropas hiperbóreas.

—A sus puestos de defensa todos —era la voz del Mayor Cuellar—. Infantería móvil, solo disparen a los blancos más seguros. Infantería melee, enfóquense en los tanques y equipos de artillería móvil. Falange de hierofantes, lancen emanaciones electromagnéticas para freír los circuitos de los artefactos enemigos. Falange de nigromantes, enfóquense en los objetivos aéreos, no en el piloto sino en su sistema eléctrico. Mimics, olvídense de los enemigos de aire, quiero que brinden fuego de cobertura a las tropas terrestres. Todos los aviones rusos y estadounidenses en el aire ya mismo, céntrense en derribar a los bombarderos. Jinetes de Cóndor erkianos, cubran a nuestros cazas de los jinetes de dragón y los Hiwa Anakim, derriben tantos helicópteros como estén a su alcance. Fuerza antiaérea, solo derriben a los blancos mecánicos, olvídense de los demonios, ángeles y dragones. El resto de la artillería antiaérea, apunten a los Hiwa-Anakim más seguros. No desperdicien munición.

Y el caos inició. El cielo estaba tan saturado de objetos aéreos que eclipsaban el sol. Era una batalla tan monstruosa y desordenada que pronto empezó a surgir fuego amigo. Por un instante ya no era posible reconocer al enemigo del aliado. Explosiones por doquier. Tiroteos en cada rincón de la ciudad. Una lluvia de sangre, chatarra, balas y flechas que se desperdigaba como mazamorra de muerte. Los demonios y ángeles acribillados, las abominaciones de subsuelo emergiendo, los soldados descuartizados. Toda la sangre fluía como una riada purulenta por las avenidas de la ciudad. Pronto, la batalla empezó a tornarse errática. No había un patrón ni tampoco una estrategia visible. La cantidad de muerte y devastación había superado cualquier manual de contingencias. Las fuerzas de la Sinarquía eran empujadas por un odio palpable, emanado del logos de Halyón, sedientos de masacre. Las fuerzas Hiperbóreas, sobrepasadas en número pero no en voluntad, entraban en furor berserk mientas las balas se acababan. Cuando no hubo más munición que disparar, empezaba la guerra de bayonetas, cuchillos, dagas y espadas. Tanto en el cielo como en la tierra, la apocalíptica batalla de la umbra ya había superado toda proporción y se arrimaba a un solo momento de caos final. Las bajas podían contarse por millares. Demasiado poder, demasiada destrucción. Un hormiguero gigantesco invadiendo un nido de arañas. Un enjambre de abejas queriendo arrasar con una bandada de águilas. Hiperbóreos y Sinarcas se jugaban sus ilusorias vidas en un instante eterno, un campo de batalla, un alarido, una bala, una flecha... y sangre, ríos de sangre y fuego. 

El Arco De Artemisa© - Tercer Episodio, Amor EternoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora