46. Retrospectiva en la mente de Alan...

16 1 0
                                    

Magníficas, las estrellas refulgían en la insondable eternidad del cosmos. A la distancia, las nebulosas tomaban formas vaporosas e indefinidas que brillaban en la negrura del espacio. Lejanas galaxias a distancias imposibles titilaban suavemente, como faros en medio de tenebrosos mares sin explorar; alejados, profundos, de un negro perpetuo. Los océanos de la "nada" parecían expandirse hasta más allá del tiempo, solo interrumpiendo su oscuridad por el magnífico centelleo de miles de luces siderales, casi mitológicas en el vacío inviolable.

Alan se hallaba allí, flotando en el espacio a la deriva; totalmente exhausto y con la mente extenuada por el fracaso. ¿Fracaso? Sí. Pues por mucho que viajara no podía encontrar a Gabriel, su extraviado amigo de la infancia.

Había cruzado incontables universos en busca del Centinela ciego, mas solo habíase encontrado las esperanzas rotas en una marea de desilusiones. Cada vez que daba con su rastro, lo seguía sin dar jamás con él. Penetraba en el espacio interestelar sin lograr encontrar el desesperado objeto de su búsqueda. Allí, en el espacio, las estrellas son fantasmas lejanos, indescriptiblemente hermosos. Del mismo modo, las ilusiones son también fantasmas. Alan, agotado de tanto buscar, se abandonó unos momentos en la comisura hueca de sus propios recuerdos. Sabía que Gabriel lo necesitaba, pero simplemente ya no sabía cómo hallarlo. Sus fuerzas casi se le habían terminado.

En esos momentos, un recuerdo brilló en la mente de Alan más que ningún otro. Fue la noche de la víspera a la gran aventura que emprendió por cuenta propia.

Horas antes de dar encuentro a Gabriel y partir a la caza de Héxabor y Bálaham, Alan había estado amando furtivamente a Diana en el calor de las sábanas. Se entregaron con pasión e intensidad en un momento tan colosal como delicado. Aún sentía las caricias de su amada sobre su piel, sus besos sobre sus labios, todas aquellas palabras de cariño brindadas a sus oídos atormentados por tantos años de silencio. Fue una noche larga y magnífica. Diana era la posibilidad del todo y de la nada al mismo tiempo, la articulación perfecta en la que el amor y el furor se convierten en una sola amalgama de la eternidad. Y ese amor tan eterno e intenso había sellado pacto de emancipación esa noche, pues ambos Centinelas, convertidos en carne por la más abyecta traición, se encontraban en la profundidad de sus corazones y su sangre. Fundían sus cuerpos y mentes en un solo momento de frenesí. Se besaban, se restregaban y contorsionaban mientras Alan, profundamente enterrado dentro del cuerpo de la Diosa Ultravioleta, abandonaba todo resquemor.

Claro, es cierto. Para Diana, el despertar de Laycón tenía muchas connotaciones. El recuerdo del "otro", el lobo que hizo prevalecer el Pacto, se había diluido de su mente. Su nombre empezaba con "R", pero era nada más una letra perdida en un alfabeto abstracto. En cambio, Alan lo era todo, era el lobo en su total dimensión. Mas él, en todo el fuero de sus memorias arcanas, aún era capaz de recordar todo lo que aquel "otro" lobo, ése cuyo nombre iniciaba con "R", le había heredado. Esa noche de pasión, que era en realidad la segunda en la que la Diosa Ultravioleta y el Lobo fusionaban sus cuerpos y sus fluidos, estaba cargada de celos silenciosos en la cánida aurora espectral de Laycón. Alan no fue el primero, él lo sabía. Mas para Diana no había diferencia alguna, ella sentía estarse acostando con el mismo hombre de aquella primera vez. Era incapaz de vislumbrar claramente la noche en que su virgo fue entregado a ese amor incognoscible de otras eras, de otros mundos; mas a su pesar, esa incertidumbre impalpable solo podía apaciguarse con el cuerpo de su amado, de Alan.

Luego de hacer el amor, ambos quedaron abrazados y dormidos hasta que el sol estaba por amanecer. Estar juntos era una necesidad de primer orden que los dos necesitaban atender, el tiempo les era muy escaso para vivir su romance tal y como hubieran deseado, por ello celebraban cada segundo con la mayor de las pasiones. Diana partiría la umbra durante las primeras horas de la mañana para instalar el cerco en la ciudad de La Paz umbral, quizá no volverían a verse por días o semanas. El albor se levantaba, pisándole los talones; Alan se levantó cuidadosamente y empezó a investirse dentro de su armadura. Diana aún dormía plácidamente. Entretanto, Alan que había visto en sueños lo que Gabriel tenía pensado hacer, había tomado la decisión absoluta de ir con él a cambiar la mano del destino. No tenía pensado abandonarlo con una misión tan demencial. Así, mientras se preparaba para dejar la Fortaleza, Diana despertó.

El Arco De Artemisa© - Tercer Episodio, Amor EternoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora