4. Los colores del agua

535 35 1
                                    

Pocas veces había visto el agua de otro tono que no fuese el azul, desde el azul claro que no atreves a tocar por miedo a hacerle perder esa claridad hasta el más oscuro de los azules que casi ni se llega a distinguir el fondo. Eva me había hecho seguirla hasta un riachuelo donde el agua que bajaba entre cascada y cascada se había vuelto verdosa. Verde claro y verde esperanza como diría mi madre. El terreno era empedrado y frondoso. Todas y cada una de las ramas había golpeado alguna parte de mi cuerpo aunque las que más dolor me habían causado habían sido las de la espalda. Eran auténticos latigazos recordándome el día de ayer y la falta de mi padre en casa. De camino al río había pensado en lo útil que habría sido en casa y lo poco que estaba siendolo aquí siguiendo a una niña por capricho suyo. Maldito trato, no debí aceptar a sabiendas que ella y sus hermanas no traían nada bueno.

No llegaba a comprender porque la había seguido pudiendo haberla dejado en su casa mientras yo regresaba al camino en dirección a la escuela. No quería darme por rendido y estaba confiando en la poca posibilidad de ir a una clase aunque ahora mismo me parecía tan lejano e imposible esa idea que estaba descartándola.

El agua bajaba con la fuerza impulsada por la caída y llegaba hasta la otra cascada donde resbalaba con más agresividad de lo normal, si no fuese por la fuerza que llevaba. Eva no paro donde vimos el agua sino que bajo hasta lo que era un estanque donde acababan ambas cascadas y el agua frenaba. Las rocas brillaban por la luz del sol que se colaba con miedo entre las ramas altas de los árboles.

La seguí hasta un tronco seco caído cercano al pequeño estanque donde ella dejó el libro de la estantería de sus tíos e hizo el amago de quitarse la ropa pero pareció acordarse de mí presencia. Se giró rápidamente y me miró de pies a cabeza comprobando que en efecto la estaba mirando sin disimulo alguno. Dejé mi bolsa junto al libro, sin rozarlo y fijándome en el título "Historia universal" letras en dorado y portada en tono verdoso, como las hojas de los pequeños arbustos cercanos a nosotros. Me acerqué a ella con cuidado y bajo su mirada pero fijándome en el agua, debía de estar fría y no había nada que me apeteciera más que un poco de frío para el dolor de la quemadura. Sus ojos seguían fijos en mi incluso cuando me deshice de la camiseta dejándola en el suelo sin cuidado alguno, la timidez no la invadió ni la hizo apartar la mirada de mi pero si la hizo desviarla a mis rojizos hombros que no era más que el inicio de ese color en mi piel.

-Ya que estamos aquí aprovecho- esbocé una sonrisa y me descalcé.

En cuanto mis dedos tocaron el agua comprobé la temperatura. No debía subir más de quince grados como máximo y yo juraría que estaba a menos dos aunque me gustaba exagerar siempre. Notaba como Eva me miraba toda la espalda, yo no podía verla entera pero sabía por mi mismo y por la reacción de mi madre que no tenía muy buena pinta en cuanto a quemaduras.

-Está muy fría si, pero lo agradeceras- dijo ella por fin- Esa quemadura desde luego que está gritando por mojarse.

Se acercó a mí sin desvestirse y mojándose hasta los tobillos. Cogió un poco de agua en sus manos y me la empezó a deslizar desde lo alto de la espalda dejando que bajara hasta regresar al estanque. Me dolía el tacto de las gotas pero me calmaba la temperatura a la que estaban. No me moví apenas y con los ojos cerrados dejé que me mojara toda la espalda hasta tumbarme en el agua sin dolor alguno. Mi cuerpo flotando y sin usar la vista notaba el movimiento de Eva nadando por todos lados, incluso por debajo mía, la oía meterse al agua, debajo del agua también la oía con sus impulsos y cuando salía oía como cogía aire para repetir los mismos movimientos como si fuese una parte más de la charca.

Me puse en pie con la espalda adormecida y el frío calándome los huesos para poder verla. Bajo el agua con esa claridad se veían todos los movimientos, los juegos de brazos ganando impulso para moverse y las aletadas con las piernas que eran semejantes a lo que en mitología se conocen como sirenas. ¿Y si era una de ella y por eso estábamos aquí? Mi pensamiento habían desatado mil dudas y ver como nadaba sin salir a la superficie con tanta facilidad hizo que fuesen difíciles de resolver todas y cada una. Con el pelo para atrás por la salida, los ojos cerrados y los labios, de un grosor que me habían llamado más de una vez la atención desde que la había visto tan de cerca, medio abiertos confirme que no se trataba de ningún ser mitológico pero si de una chica que no conocía para nada aumentando mi interés por hacerlo.

Los ojos del océanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora