Capítulo tres.

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Segundo capítulo de Caer. ~ “Nadie te quiere”.


–Justin, maldito seas, ¿puedes dejar de moverte? –dije con la voz adormilada y molesta. El idiota no dejaba de patearme y debían ser, recién, las 10 am de un sábado invernal. 
–No, ____ deja de molestar –respondió de la misma forma él.
–Entonces quédate quieto, maniático –rodé los ojos casi dormida. Él no tomó importancia a lo que dije, y me abrazó más fuerte. –me duele, pelotudo, déjame. –bufé en español, sin querer queriendo.
–______ basta con tus estúpidos idiomas, déjame dormir. 
–Entonces quédate quieto. –hizo caso. Por primera vez, en un año, hizo caso.
Pero ya era demasiado tarde. Yo no tenía ánimos para dormir y ya me había despertado completamente. 
Luego de diez minutos de lucha con la fuerza de su brazo dormido, él me dejó ir… y yo puse una almohada como reemplazo de mi cuerpo. Me levanté y fui al baño para cepillar mis dientes y ponerme el sueter que Justin tenía ayer, arriba del pijama y las pantuflas de felpa, negras abajo y marrones claritos arriba. Una vez vestida matutinamente en el día de sábado, me dirigí a la cocina para comer algo. 
“Dieta diaria –American Ballet”.
Esa era la bendita dieta que nos daban en el ballet al que iba a trabajar. Éramos más de cincuenta bailarines, veinticinco hombres y veinticinco mujeres, que debíamos seguir las estrictas reglas de alimentación. Como ellos decían… ‘el que quiere ser bailarín, deber cuidarse. El cuerpo lo es todo’ y por esa estúpida frase, creo que mi cabeza es lo más cercano a idiotez y sin-cerebro que tanto detestaba. Pero debía seguirla. Yo amaba comer… pero alado de todas mis compañeras, yo tenía uno o dos o cinco kilos de más, que se notaban; y por ello… siempre me mandaban a la parte de atrás en las coreografías, donde casi ni se me veía; y era triste.
Me cociné un té con edulcorante y la tostada sin grasas con mermelada light. Odiaba esto. 
Para Justin, un café con mucha espuma, como él tanto adoraba, y las normales tostadas con aderezos a su lado y mermeladas de distintos gustos que encontré en la heladera. Amaba esto; y para mi madre lo mismo. 

–Niño, son las 10 y 40 am, arriba. –lo moví ligeramente de un lado a otro. Se veía tan lindo… tan tierno, tan Justin. Él bufó y su frente se frunció. –Tú me despertaste a mí… ahora arriba que ya está el café listo. 
–¿Dijiste café? –abrió sus ojos de repente. Adormilado bostezó mientras esperaba mis respuestas.
–El que te gusta. –sonreí y me acerqué a su rostro para besar su mejilla con dulzura. Y cuando menos lo pensé, él ya estaba a mi lado, mirando el televisor y con la cara lavada, pero evidente de que recién se despertó.


Seguimos mirando la tele, precisamente en un noticiero. La cara de Justin era adorable; se veía medio dormido-medio despierto, como si no se decidía de ninguna de las dos; sus parpados abiertos, pero sabía que en cualquier momento se caería sobre su tostada de mermelada y se la pegaría a la frente. Sería divertido. De repente, el ruido de la puerta para ingresar a la habitación de mi mamá se escuchó por sobre el ruido del televisor. Justin ni se inmutó de ello, y siguió revolviendo su café con sueño.
–¿_____, otra vez con tu estúpida dieta? –preguntó una Lucia pesada. Rodé los ojos. Ya no tenía una… tenía dos; Justin y mi mamá siempre me recordaban que eso era idiota. Justin me miró por sobre su cansancio, la cara de “te lo dije”. 
–¡Mamá! –chillé.
Ella entró a donde estábamos, y besó mi sien y luego la de Justin. 
–Buen día. –dijo sonriéndonos. Justin movió la cabeza y se apoyó en mi hombro, para cerrar los ojos. –Alguien no despertó de buen humor hoy…
–Ni lo hables… ni siquiera habla. 
–Es mi día soñado. –rió ella. Él ni le prestó atención. –De verdad, me están asustando ambos. –dijo con fingido horror en su voz, y se sentó enfrente de nosotros y miró su desayuno hecho hace 15 minutos. –Gracias, cariño. 
Con mi mamá, seguíamos hablando en español; y Justin por momentos, se enojaba. Mamá le respondía también con alguna que otra palabra en español.
–Justin… estas en la televisión –le dije, pero él me siguió ignorando. Le pegué en la esquina de la cabeza, algo despacio.
–Mierda, _____. –bufó. –Déjame dormir. –renegó sin abrir los ojos, pero sí frunciendo la frente. 
–Cállate, y come. Luego dormirás. –impuse con la voz dura, como la de mi mamá regañándome. 


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Era lunes. Día de colegio. Día de ensayos. Día de inicio de semana.
Horrible. 
Arreglé mi cabello frente al espejo de mi habitación; un pellizco en mis mejillas para que mi pálida piel tenga más color y estaba lista. Tomé las llaves, la mochila, mi celular, el dinero y los auriculares para salir de mi casa y bajar por el ascensor hasta planta baja. Una vez allí, tomé rumbo para la parada de subterráneos, un medio de transporte rápido y económico, que de verdad me gustaba. Esperé por un momento, hasta que el subte que me llevaría al colegio apareció.

Agradecía a Dios no ser conocida, ni famosa, ni que mi colegio tenía preferencias en ese sentido. Iba a una escuela del estado, pública; era linda y estaba bastante cuidada, casi como la que antes iba… solo que aquí no existen los populares, los nerds ni nadie. Todos somos iguales. Aunque… no hay que mentir… estaba lleno de interesados.
–¡Hola, _____! –me saludó Ki, una compañera; le devolví el saludo con una sonrisa y un leve susurro: “Buen día, Ki”.
Fui a mi casillero rápidamente. El timbre de entrada al salón, tocaría en cinco minutos, y no podía arriesgarme a otra tardanza, ya tenía demasiadas. Tomé mis libros y dejé los que había llevado el viernes para las tareas; cuando estuve lista, caminé hasta el curso, justo en el mismo momento que el timbre de entrada resonaba por la campana. 
–Buenos días, alumnos. –Entró la vieja profesora de matemáticas, con su aburrido uniforme y feas gafas. 
De repente, la puerta se abrió con brusquedad, donde todos volteamos a ver. Dos chicas de mi edad que respiraban dificultosamente, completamente iguales, sin ninguna diferencia, miraron a la profesora que las observaba con el ceño fruncido. Tenían el pelo de un raro castaño y rubio a la vez, ojos marrones claros, facciones bien definidas y eran realmente bonitas. Sus cuerpos eran normales, pequeños sobre todo; estaban vestidas igual, aunque una tenía el pelo recogido y la otra suelto. 
–Disculpe… –una interrumpió a la otra.
–Somos alumnas de intercambio… –su aparente hermana, que había hablado ya, la interrumpió.
–No sabíamos qué salón era… –la volvió a interrumpir la otra.
–Perdón. –dijo. Sus respiraciones estaban cansadas, evidentes que corrieron por todo el colegio, prácticamente. Ambas hablaban un raro inglés, que hasta yo pude darme cuenta. Las castañas se miraron entre sí, y luego a la profesora, que las evaluaba de arriba abajo, al igual que mis compañeros. 
–Pasen. Solo por ser de intercambio. –impuso la vieja arrugada, con voz irritante. 
Ambas chicas, miraron a todo el salón por primera vez, hasta llegar a mí. Se miraron entre sí, y se pronunciaron algo para después volver a mirarme. Les sonreí sin saber qué hacer, y al ver que solo había lugares disponibles a ambos costados míos, les hice una seña con mi mano invitándolas. Ellas avanzaron.
–Gracias. –susurraron al mismo tiempo. Reí silenciosamente. Eran dos réplicas, iguales, exactas. Obviamente, se trataban de gemelas.
–¡Son iguales! –también susurré, ya que la profesora empezó a anotar números raros en el pizarrón. 
–Nos lo dicen. –rodó los ojos una, la que estaba a mi derecha.
–Siempre. –completó la otra, a mi izquierda.
–Yo soy Yaritza… –me tendió su mano la que tenía el pelo recogido, gustosa la acepté.
–Y yo Hatzumy. –me dijo la otra, también tendiendo su mano con su pelo suelto. La acepté al igual que Yaritza.
–Yo ______. –sonreí ampliadamente. –Bienvenidas. –murmuré para que la profesora no nos regañe. Ambas entendieron, y con sonrisas idénticas, sacaron sus cosas, y empezaron a anotar los cálculos.


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Iba caminando para la cafetería con mi celular en la mano, hablando con Justin por mensajes de texto. Él me contaba sobre un estúpido rumor que salió por el mundo, creyendo que él estuvo en un bar el viernes… cuando se la pasó conmigo. Y yo… sobre cualquier cosa. Alguien pasó por mi lado, chocándome.
–Perd… –me interrumpió. 
–Que seas amiga de Justin Bieber, no te da derecho a hacer lo que quieras, nena. –me dijo una voz femenina. Levanté la cabeza confundida, para mirarla. Ella tenía una sonrisa arrogante en su rostro, como si estaba ganando una batalla. Fruncí el ceño.
–¿Perdón? –repetí la anterior frase que quería decir… en otro sentido.
–Sí. Nadie te quiere. –dijo como si no era nada. Aclaré mi garganta y guardé mi celular en el bolsillo de mi pantalón; en el momento de bajar la vista para ver donde lo colocaba, miré su muñeca. Una pulsera estaba allí, violeta y con letras blancas: ‘JUSTIN BIEBER’. 
Las Beliebers siempre me trataron bien. Llamaban a mi relación con Justin, como Jelieber, por el simple hecho que yo era una de ellas… siempre lo fui. Pero al parecer, no todas son iguales. Sí, solía recibir insultos, pero esos insultos también eran halagos muchas veces.
Volví a levantar la cabeza.
–Nunca digas nunca. –le dije seriamente, en doble sentido.
Y después de eso… me alejé, sintiéndome confundida y cansada de tener que lidiar constantemente con esto.
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Nunca digas nunca |JbDonde viven las historias. Descúbrelo ahora