Capítulo 21

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Aquella noche, Fabrizio se quedó conmigo, en mi casa. No importaba lo que podía haberle dicho. Habíamos estado hablando durante horas y, pese a todo, insistió en quedarse para asegurarse que no me subía la fiebre por la noche o que me pasaba algo peor. Daniela ni tan siquiera lo intentó, es más, se puso de su lado, por lo que había asegurado que me vengaría por haberse puesto de parte del enemigo en esa discusión.

Así que, volvía a estar acurrucada junto al cuerpo del florentino después de cenar. Tenía un poco de vello facial y la luna jugaba con sus facciones para hacerle lucir aún más irreal de como era. Mordí mi labio inferior por instinto y llevé el dorso de mis dedos a su mejilla, rozando con suavidad su piel. Pude ver que una sonrisa apareció en su rostro a medida que la caricia continuaba sobre su piel.

—Eres tan suave —susurró al silencio de esa habitación que era el único testigo de un momento tan íntimo entre él y yo.

Abrió los ojos y se movió en la cama para quedar de lado, frente a mí, contemplando mis facciones igual que si fuese lo más hermoso que hubiese visto jamás. ¿Cómo podía ser posible que me viese guapa cuando sabía que no entraba dentro de ese concepto? Mi mano fue hacia la mejilla contraria y la apoyé allí, envolviendo su mejilla y sintiendo bajo mi palma el calor de su piel.

—No creo que puedas dormir tranquilo aquí.

Llevó su mano a la mía y quitándola de su rostro, dejó un beso en mi palma antes de responderme.

—Lo hemos hablado ya. Te he dicho que no pienso irme y que si tengo que dormir en el suelo o en el sofá, no me importa. Has sido tú quien ha insistido que durmiese en la cama contigo si me iba a quedar y te lo agradezco —dijo volviendo a poner mi mano en su mejilla envolviéndola con la suya—. Pero no voy a discutir más veces porqué este es el lugar donde necesito estar. Me niego a vivir con la angustia. Necesito saber que estás bien, que no tienes fiebre.

Hice una mueca porque no me gustaba mucho estar causando que él pasase una noche horrible.

—Mañana por la mañana me iré a mi casa y si estás bien prometo que no te molestaré hasta que quieras llamarme o quieras salir conmigo. Pero ahora, déjame estar aquí, ¿si?

Asentí haciéndole entender que yo también quería que se quedase. No sabía hasta qué punto porque no lo había querido pensar, pero desde que él había aparecido por la puerta sin previo aviso, yo me había encontrado mucho mejor, como si mereciese la pena este sufrimiento para que mi corazón se diese cuenta de la verdad.

Me acerqué a él y puse mi frente contra la suya.

—Debí salir con Daniela y vosotros mucho antes.

Sonrió y negó ligeramente.

—Fue el momento perfecto. Si se dio así era porque debía darse de ese modo.

Me incliné hacia él un poco más y terminé rozando sus labios con los míos antes de darle un beso lento y suave. Él me provocaba eso. Me hacía desear besarle cuando de su boca salía tanta dulzura. Era como si comprendiese ahora mismo hasta qué punto una persona podía ser maravillosa con quien quería o con quien le estaba logrando volver loco. Yo quería sentir eso mismo, quería experimentar lo que era el amor de verdad estando en sus brazos.

Fabrizio me envolvió en un abrazo y acercándome todo lo posible a él, correspondió el beso dulce que le estaba entregando. Todo mi ser se estremeció. Pensé en ese momento juntos, en ese coche, en cómo me había vuelto loca y había disfrutado mandando al diablo las inhibiciones. Quería volver a experimentar algo así, volver a sentirme viva, insaciable, una diosa, pero no tenía muchas fuerzas en ese momento para montarme sobre él.

Nuestras bocas continuaron besándose, entregándose a una deliciosa danza. Encajábamos a la perfección y su sabor se deslizaba por mis venas incentivando al resto de mi cuerpo a despertar ese deseo que había vuelto a despertarse en lo más profundo de mi ser.

Fue Fabrizio el que nos hizo girar en la cama, colocándose sobre mí, manteniendo la dulzura en los besos, pero empezando a respirar de aquel modo propio tan solo del deseo. Me respetaba en todo momento, sus manos no tocaban más de lo que debían y ni tan siquiera me imaginaba hasta qué punto me resultaba irritante cuando eso era lo que quería. Ansiaba sus manos por mi cuerpo, sentirlas contra mi piel.

Él se separó de mis labios y puso su frente contra la mía antes de acariciar mi mejilla con su pulgar.

—Si no paramos ahora...

—No paremos.

—Pero... —dijo preocupado.

—Estoy bien, solo... déjame sentir.

Sus ojos me miraron con preocupación. Se separó ligeramente de mí para observar mis facciones e intentar entender quizá si le estaba mandando extrañas señales. Se aseguró que no había fiebre, que estaba bien, que no me dolía nada y estando algo más tranquilo, terminó por sucumbir a su propio deseo, volviendo a besarme del mismo modo en que lo habíamos dejado.

Sin embargo, el ardor, el deseo, pronto se manifestó entre nosotros. Mis dedos se aferraron con fuerza a sus hombros y gemí ligeramente contra su boca ya que la pasión se había hecho desbordante, aumentando la temperatura sin sutileza. Siendo ambos nada más que volcanes en erupción dispuestos a entregarnos del mismo modo que lo habíamos hecho en la inexistente privacidad del coche.

Su boca dejó la mía para recorrer mi cuello y explorar con sus manos mi cuerpo. Jadeé sonriente sabiendo que pocas cosas había en el mundo más excitantes que sentirse completamente deseada. Abrí mis piernas y las coloqué a ambos lados de sus caderas. Su mano derecha se apoyó en mi muslo apretándolo ligeramente mientras sus propias caderas se acoplaban en el hueco que había entre mis piernas.

—Sole...

Gemí cuando su otra mano se metió bajo mi camiseta y acarició la piel de mi vientre con sus dedos abiertos buscando abarcar todo lo posible. Quemaba de un modo que no tenía que ver con la fiebre que quizá se me estaba disparando, sino con él, con el deseo que embriagaba su cuerpo y que también se deslizaba por el mío en un intento por sentirme viva una vez más.

Su boca descendió por mi cuerpo y pude notarla sobre la tela de aquella camiseta que sobraba por completo. No tenía nada que hacer allí, tan solo molestar y lo estaba haciendo de maravilla, impidiéndome el delicioso placer de su boca contra mi piel.

Sin embargo, cuando él mismo se dio cuenta de la temperatura de mi cuerpo, paró. Me miró con preocupación y volvió a subir para ponerme el termómetro y asegurarse que estaba bien. Efectivamente, no lo estaba. Cinco minutos después, el ardor seguía siendo el mismo y el termómetro tenía marcados unos treinta y ocho grados clavados.

—Lo sabía —siseó sintiéndose culpable, podía verlo en su expresión.

—No, no... —supliqué.

—¿No qué? Es por mi culpa. Estabas bien y...

—No. Yo te lo pedí. Tú solo me haces bien —dije quejándome antes de él soltase un nuevo suspiro y me abrazase a sí dispuesto a dormir tan solo aquella noche pese a que mi fiebre no impedía que estuviese ardiendo de deseos por ser suya una noche más. 

Por accidenteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora