Sabía que no volvería a ver a Felipe en mucho tiempo salvo que fuese la vida la que nos quisiese hacer coincidir y seguramente eso era lo que necesitaba, saber que no sería sencillo estar en el mismo lugar. Me sentía, en cierto sentido, hasta segura. Era casi como si él hubiese desaparecido de la faz de la Tierra aunque comprendía que nada de todo eso tenía sentido. No se había marchado del país ni encerrado en ninguna parte. Tan solo habíamos pasado ambos por un momento demasiado incomprensible la noche anterior.
Salí a dar un paseo porque ya empezaba a hacerme falta. Respiraba con algo de dificultad cuando algunos pensamientos cruzaban mi mente, pero después, volvía a ser yo misma. No había nada que pudiese conmigo y dudaba que llegase a haberlo en algún momento. Ahora nada ni nadie tenía derecho a destrozarme poco a poco pese a mis experiencias previas.
Ni tan siquiera le había contado a Daniela lo que había ocurrido. Era parte de un recuerdo misterioso y ridículo entre nosotros. Quise atribuirle a sus actos el alcohol de la cena porque ya no sabía si aquella copa que estaba en su mesa tenía vino o simplemente agua. Mi memoria no recordaba algo tan simple, por lo que había colocado el vino tinto en esa copa medio llena. Nadie podría reprochármelo, ¿verdad? Tenía más sentido que si él hubiese estado completamente limpio de cualquier clase de alcohol en vena.
Me puse los auriculares para caminar por la ciudad. No quería oír el ruido de siempre, sino sentirme en un lugar diferente, igual que que si estuviese metida en un videoclip donde fuese yo quien tuviese el control del guion. Así que, refugiada en mi imaginación la vida podía ser mucho más sencilla de continuar. Los segundos pensaban sin importarle lo difíciles o fáciles que fuesen los momentos vividos porque si había algo cruelmente imparable, era ese tiempo que buscábamos congelar en tantos momentos diferentes además de domar a nuestro control absoluto.
La voz rota de la canción que estaba interpretando en la canción que ponían en la radio empezó a deslizarse por todo mi ser como si no hubiese nada más en el mundo que pudiese destrozarme con cada palabra, con cada gesto, con cada quejido al contarme aquella historia de dolor en la que su corazón terminaba roto en miles de pedazos porque el amor no correspondido duele tanto que lleva a cualquiera a agonizar.
Giré y planté el pie para bajar de la acera y así cruzar la calle. Sin embargo, por mala pata o mal cálculo, mi pie terminó encontrándose con el filo del bordillo logrando que se torciese con un sonido tal que se deslizó de peor manera que la voz que parecía haberse hecho parte de mí misma.
Caí plantando la rodilla contraria y cerré con fuerza los ojos notando esa horrible sensación de mareo, en la que uno sabía que no puede levantarse porque, si lo hace, las piernas no terminarán respondiendo al peso que deben mantener sobre su estructura. Así que, en mitad del paso de cebra, me quedé unos segundos en el suelo, arrodillada, incapaz de levantarme y escuchando la melodía de los cláxones que llegaban a traspasar la angustia del cantante gimoteando en mi oído gracias a los auriculares.
Sentí que unas manos me agarraban y que tiraron de mí para ponerme de pie. Pude hacerlo, aunque no supe ni como. Estaba avergonzada y destruida, igual que si mis últimas fuerzas hubiesen estado almacenadas en un depósito en ese tobillo que había terminado sufriendo las consecuencias de una torpeza que empezaba a ser recurrente en mi día a día.
Al levantarme, no pude evitar alegrarme al encontrarme con los ojos de Fabrizio. Con una mancha de aceite en la mejilla, fui consciente de que había llegado hasta su taller. ¿De dónde iba a salir si no vestido de ese modo?
—Vamos, agárrate a mí —dijo sobre el ruido de las bocinas y la música que cada vez me gustaba menos.
La sensación que tenía en el cuerpo era extraña. Estaba aún medio mareada y, por los nervios, empezaba a tener ganas de vomitar. Quizá era ese aluvión de sentimientos reprimidos, los mismos que habían terminado por llevarme a la cama, con fiebre, cuando sucedió la anterior escena en el salón. Mi cuerpo temblaba igual que si le estuviesen sometiendo a las peores torturas o al frío más devastador. Quizá me había hecho creer a mí misma que no dolía todo tanto como realmente lo hacía. También podía ser el miedo, haberme sentido indefensa en mitad de la carretera sin tener a nadie que pudiese ayudarme porque yo sola tenía que ponerme de pie.
El sonido propio de un taller llegó a mis oídos conforme nos íbamos acercando al local. Fabrizio me miraba de vez en cuando y dándose cuenta que me mirada estaba puesta en él, me regalaba una sonrisa. Podía ver su preocupación acechando en las sombras de aquella luz que intentaba iluminar algo que no tenía salvación.
Me dejó en una banqueta y se inclinó para estar a mi altura mirándome primero a los ojos.
—Sole, ¿estás bien? ¿Te ha pasado algo?
Negué antes de intentar mover mi pie porque me di cuenta que sí, algo sí que había pasado.
—Me duele el tobillo —contesté saliendo de aquella extraña burbuja en la que me había metido sola, aislándome el mundo. Por eso, me quité los auriculares. Ya no quería escuchar nada que no fuese ese maldito tintineo que no era nada más que el sonido de la vida.
—¿Me dejas que lo vea?
Asentí y suspiré mandando al diablo que no estuviese perfectamente depilada ese día.
Se puso de cuclillas y se encargó de quitarme el zapato con cuidado aunque logró que emitiese un quejido que provocó que se le frunciese el ceño un poco más permaneciendo en silencio. Después, me quitó el calcetín y levantando un poco mi pie, fue él quien se inclinó sin girarlo para poder ver mi tobillo.
—Tienes un poco de derrame y está un poco inflamado, espera —pidió soltándolo con cuidado y yéndose hacia otra habitación que había a distancia.
Observé a todos los que estaban allí trabajando que me dirigían de vez en cuando una mirada como si les sorprendiese mi simple existencia. Suponía que, probablemente, jamás había estado una persona ajena a su personal que no fuese un cliente allí, esperando. Tampoco es que tuviese mucho sentido que estuviese allí, por lo que no iba a juzgarles por algo que a mí misma me parecería raro.
Fabrizio regresó unos minutos después y se volvió a inclinar, llevaba un pañuelo blanco entre los dedos.
—Está frío —explicó antes de ponerme el pañuelo sobre el tobillo.
Jadeé sin poder evitarlo y me di cuenta que tenía un hielo escondido bajo la tela. Desde aquella posición, tan servicial, me regaló una sonrisa.
—Creo que tienes un esguince. He visto unos cuantos de esos por aquí. Así que, deberías ir al hospital, Sole.
Hice una mueca de disgusto porque la idea de estar en un hospital hasta que me atendiesen me resultaba peor que desagradable.
—No me pongas esa cara. Tienes que ir. ¿Cómo vas a estar con el tobillo así?
—No sería la primera vez..
Fabrizio suspiró antes de acariciar la cara interna de mi tobillo con uno de sus dedos llamando mi atención.
—Por favor, hazlo por mí. Me dejarás más tranquilo.
Sus ojos brillaban demostrando que, efectivamente, estaba preocupado por mí y eso logró derretir mi corazón. Me estremecí de pies a cabeza porque tratarme así no era una costumbre en mi vida y porque dudaba que pudiese acostumbrarme a eso en algún momento.
—Está bien, iré, iré —acepté pensando de qué manera podía escaquearme para que él jamás se diese cuenta de mi mentira, ya que no iba a pisar un hospital ni loca.
ESTÁS LEYENDO
Por accidente
RomanceSole no es la misma que era. Después de su ruptura se niega a intentar vivir la vida, pero tiene a Daniela a su lado, una chica que se niega a aceptar que su amiga se hunda en la miseria. Así que usa su influencia para sacarla de su zona de confort...