En cuanto llegué al despacho me metí de lleno con el siguiente expediente de los dos que me habían asignado. No habían pasado ni cinco minutos cuando Gillian, cautelosa, asomó su cabeza por la puerta. ―Disculpe, señorita Sommers ―dijo al verme parada con la mirada perdida―, el señor Heartstone ha pedido que vaya a su despacho de inmediato. De inmediato. Ese hombre no hacía nada pausado y tranquilo, no, todo tenía que ser de inmediato, urgente, deprisa, para ya. “Ahhhhh”. Cogí mi libreta de apuntes y un boli y salí a paso lento hacia su despacho. La secretaria no estaba, así que toqué suavemente a la puerta y Madeleine la abrió. Los ojos de Jack encontraron los míos y un escalofrío me recorrió la espalda, las piernas se me aflojaron y la respiración se me cortó un segundo. ¿Cómo me podía afectar tanto la visión de aquel hombre? Apreté la libreta contra el pecho y encerré el bolígrafo en un puño, estrujándolo hasta que mis nudillos se pusieron blanquecinos. Detrás de su mesa la imagen era imponente, poderosa, casi salvaje. Se había quitado la chaqueta de su traje negro y aflojado la corbata azul oscuro. El primer botón de su camisa bien planchada y almidonada estaba desabrochado, y tenía cara de cansancio. ―Señorita Sommers, tome asiento. Nos gustaría ver con usted algunos aspectos de la próxima cuenta que le han asignado. Estoy seguro de que ya ha podido echarle un vistazo al expediente y sabe de qué se trata ¿verdad? ―Asentí―. Bien. El Director General de Ron Legendario, el señor Jesús Sánchez, ha hecho algunas modificaciones a su petición inicial y en una conversación que mantuve con él ayer por la mañana, me pidió que nos reuniéramos en sus oficinas para ver los términos del contrato y las ideas creativas. Por lo tanto, le informo que mañana, a las veinte treinta horas, tiene usted una cena con el señor Sánchez y algunos miembros del gabinete de publicidad y comunicación, en La Habana. ―Abrí los ojos como platos pero de mi boca no salió ni una palabra. “¿A Cuba? ¿Me voy a Cuba? ¡Oh, Dios!”. Continuó―: Por supuesto, y dado que aún no tiene asignado un ayudante, irá usted sola. Si eso le supone algún problema después de las circunstancias acontecidas en los últimos días, le diremos a algún otro publicista que la acompañe. ―No es problema ―dije―, podré hacerlo. Si hubiera cualquier inconveniente avisaré a Madeleine y ella mandará a alguien. ―Bien, me alegro. Mi secretaria le está reservando ya el billete de avión y el hotel ―comentó sin levantar la mirada de los papeles que estaba firmando―. Madeleine le dará los detalles del viaje. Si no tiene nada que añadir, eso es todo. Buenos días. “¿Eso es todo, buenos días? ¿Hola? ¿Dónde ha quedado el trato cordial y cercano? ¡Menudo gilipollas!”, pensé antes de salir del despacho. *** Sospechaba que el maldito ron cubano me daría problemas nada más ojear en profundidad el expediente. Me iba, ni más ni menos, que a Cuba. A La Habana. Sola. “¡Oh. Dios. Mío!”. Sin darme cuenta de lo que estaba sucediendo, me vi metida en un avión a las seis de la mañana, rumbo al Aeropuerto Internacional de La Habana, donde, según los detalles que me habían pasado, me esperaría un coche para llevarme al hotel. Madeleine me había dicho que fuera preparada para todo tipo de eventos porque a estos cubanos en particular, les gustaba en exceso los buenos restaurantes, la buena comida y los negocios de servilleta, es decir, aquellos que se cerraban con un buen manjar delante. Lina me ayudó a hacer las maletas y en menos de una hora habíamos barrido por completo todo su vestuario, seleccionando por el camino faldas, camisas, pantalones y un precioso vestido negro de noche que no dejaba nada a la imaginación. Unas sandalias vertiginosas, algunos zapatos, bolsos, ropa para salir a correr, un pijama, ropa interior y un millón de prendas más. “Por si…, por si…, por si…” Recogí mi equipaje y salí de la terminal. Un chofer uniformado me esperaba para llevarme al hotel Parque Central, en el mismísimo corazón de la ciudad. La empresa me había reservado una suite muy espaciosa con románticas vistas al parque. Me sentí extremadamente sola, incapaz de dejar de pensar en aquellos ojos azules. En ese preciso momento el teléfono de la habitación sonó y me sacó de mis tristes divagaciones. ―¿Señorita Sommers? ―preguntó una característica voz cubana. Me hizo sonreír. ―Sí, soy Cristina Sommers. ―Buenas tardes, señorita, mi nombre es Osmel Rodríguez, secretario personal del señor Sánchez. Bienvenida a Cuba. ―Gracias. ―El señor Sánchez me ha pedido que le comunique que un coche pasará a recogerla por su hotel a las veinte horas para llevarla al restaurante donde se servirá la cena de esta noche ―me explicó―. En unos minutos subirán un regalo de bienvenida para usted. El señor Sánchez le pide que lo acepte y que, si lo desea, puede estrenarlo esta noche en la cena. ―No era necesario pero gracias. Transmítale mi agradecimiento al señor Sánchez, por favor ―dije intrigada. Tal y como había indicado el señor Rodríguez, un par de botones subieron dos cajas blancas con sendas lazadas color rojo. Tomé la más pequeña, del tamaño de una cuartilla, y quedé fascinada al ver el juego de pendientes, pulsera y gargantilla de oro blanco y piedras rojas. La nota en el interior rezaba un simple “gracias por su trabajo” y estaba firmada con dos iniciales, JS. La otra caja, de dimensiones considerables, esperaba encima de la cama. Deshice el lazo, levanté la tapa y me quedé sin respiración al admirar el contenido. ―¡Oh, Dios mío, es un Valentino! Pasaban cinco minutos de las ocho de la tarde cuando bajé al vestíbulo del hotel. No estaba acostumbrada a sentirme la Cenicienta en el baile y las miradas de los hombres que se encontraban allí me ruborizaron y me pusieron algo nerviosa. El subdirector del hotel, un hombre alto y con cara de estirado, me interceptó a medio camino de la salida para decirme que mi coche estaba esperando. Me acompañó hasta que las puertas automáticas se abrieron y el calor, la música y los olores de la Cuba más tradicional me envolvieron. Sentí la magia de aquel lugar bullir dentro de mí, y eché de menos poder compartir el momento con mi amiga. Seguro que ella se iría a bailar salsa mientras yo estaba en una aburrida cena con gallifantes cubanos. En la puerta del restaurante me abordó un amable señor vestido con esmoquin al que indiqué que me estaban esperando. Con excesiva formalidad, se cuadró de hombros y me precedió hasta las bonitas puertas de un reservado. Me temblaron las piernas y sentí el martilleo acelerado de mi corazón retumbar en el pecho. Sabía bien cuál era mi trabajo, sabía qué quería el cliente pero no pude evitar sentirme insegura. “¿Qué hago aquí yo sola? ¿Y si me pasa lo mismo que la otra vez?”. ―¿Señorita Sommers? ―preguntó alguien a mi espalda. Me giré y encontré a un chico de unos treinta años, moreno con el pelo castaño y ojos del mismo color, ataviado con traje pero sin corbata, bien peinado y perfumado― Es usted Cristina Sommers ¿verdad? ―Asentí con un único movimiento de cabeza, tensa como las cuerdas de una guitarra. Estaba un poco oscuro, era un restaurante muy íntimo, pero pude ver perfectamente la sonrisa de dientes blancos que me ofreció y el brillo simpático de aquellos ojos. Me relajé de inmediato―. ¡Eso creía! Soy Osmel, hablamos por teléfono ¿sí? ―Ah, sí, Osmel. No había reconocido tu voz, disculpa. ―No se preocupe. ¿Entramos? Creo que ya están todos. ―Osmel me ofreció su brazo y no tardé en agarrarme a él como a un salvavidas. Abrió la puerta y un corro de hombres se giró al mismo tiempo. La sala era espaciosa. Había otras mesas ocupadas por grupos de personas que hablaban en un tono discreto. Al fondo destacaba un pequeño escenario con un piano de cola precioso y algunos instrumentos. Todo a media luz, con unas bonitas lamparitas situadas en lugares estratégicos de paso que arrojaban un tenue resplandor ambarino y le conferían al ambiente una intimidad abrumadora. ―Señores ―anunció Osmel―, les presento a la señorita Cristina Sommers, de Heartstone Publicity. Por fin pude conocer a los dos socios mayoritarios de la empresa. El señor Merrier y el señor Sánchez, ambos hombres mayores, entrados en carnes y de aspecto entrañable y bonachón, tal y como me había imaginado a Heartstone. ―Encantada de conocerles, es un placer ―dije, y les ofrecí mi mano formalmente. ―Dejemos los apretones de manos para los hombres y denos usted dos besos como Dios manda ―dijo Sánchez dándome un afectuoso abrazo. Cuando me soltó sonreí tímidamente y me pregunté si los cubanos trataban así a toda la gente con la que trabajaban, o era solo conmigo. No me dio tiempo a pensar mucho más pues Merrier se unió a Sánchez y me abrazó cariñosamente. Alabaron mi buen gusto vistiendo, lo cual me extrañó, pues ellos habían elegido el vestido, y recordé mis modales. ―Gracias por estos regalos tan preciosos. No se tenían que haber molestado. ―No hay por qué darlas, jovencita. Además, esos rubíes le quedan a usted mejor que a nosotros ¿verdad? ―bromeó, y todos soltaron una carcajada, menos yo, que al enterarme de que las piedras rojas eran auténticos rubíes casi me atraganto con mi propia saliva. Sonreí educadamente mientras me presentaban al resto de las personas con las que iba a compartir mesa esa noche. Ocho en total. Todos me saludaron con dos besos y apretones cariñosos. ―A Heartstone no hace falta que se lo presente, ¿verdad? ―preguntó Sánchez haciéndose a un lado y descubriendo a la persona que estaba sentada en la mesa. “¡Mierda! ¿Heartstone? Es una broma, ¿no?”, pensé en cuanto escuché su nombre. Hablaba por teléfono en voz baja, casi en un murmullo. La mirada de Jack se encontró con la mía. Eran unos ojos candentes, brillantes, acariciantes y deseosos de algo. Su postura era relajada, pero yo sabía que era fingida. Su presencia no me amedrentó y, aunque me temblaban las piernas y parecía como si el aire se hubiera vuelto denso, di un paso y me puse delante de él. ―Efectivamente, señor Sánchez. Al señor Heartstone ya lo conozco ―dije valiente y decidida, mirando en las profundidades de aquellos ojos del color del agua embravecida. Jack me repasó de arriba abajo con un gesto de aprobación e hizo algo que no me hubiera esperado. Colgó el teléfono, anduvo los pocos pasos que nos separaban y me abrazó. Me dio dos besos, pero no como lo habían hecho el resto de hombres. Su abrazo conllevaba un toque de deseo, su movimiento de brazos era sensual, y cuando sus preciosos labios rozaron mis mejillas, miles de sensaciones hicieron presión entre mis piernas. Fue un simple roce, pero el tiempo se paró y el latido de mi corazón amenazó con dejarse escuchar en la sala. ―¿Controlando al personal, señor Heartstone? ―le susurré, mitad enojada, mitad excitada. ―Vigilando lo que es mío, señorita Sommers ―contraatacó con una mirada penetrante. Me ruboricé de inmediato pensando que sus palabras iban dirigidas a mí, pero estaba equivocada―. No estoy dispuesto a perder más clientes. Lo fulminé con la mirada y la réplica murió en mis labios cuando Jesús Sánchez nos invitó a sentarnos. ―Señorita Sommers, usted a mi lado, lejos de su jefe. ―Apartó la silla y me senté sin perder el contacto visual con Jack que parecía algo furioso después de nuestro saludo―. Merrier, siéntate al otro lado de la señorita Cristina. ¿Le importa que la llame por su nombre? ―me preguntó de repente. ―Hágalo, por favor. Cenamos tranquilamente rodeados de un ambiente cálido y familiar. Jesús Sánchez y el resto de hombres sentados en la mesa nos entretuvieron con sus historias mientras Jack fruncía el ceño constantemente cuando me veía sonreír y participar en las conversaciones. Les hablé de mi trabajo como publicista y me sentí halagada al ver que uno o dos de ellos recordaban algunas de mis campañas más exitosas. Cuando aseguré que llevaba menos de un mes trabajando en HP y estaba a prueba, el señor Sánchez se echó a reír. ―Vamos, Jackson, ¿a prueba? No me digas que aún no has decidido quedártela para siempre. Hijo, si esta chica viviera en Cuba se la rifarían. ―Me sonrojé, pero gracias a la tenue luz del ambiente pasé desapercibida. Lo que no pasó de largo fue la mirada encendida que me lanzó Jack―. ¡Eso es! Posesión, lo que es de uno es de uno. ―Todos rieron abiertamente tras aquel comentario. Todos menos él y yo. ―Te recuerdo, Sánchez, que estamos aquí por trabajo. La señorita Sommers hace poco que entró en nuestra empresa, y aunque es una profesional debe pasar el periodo de prueba como todo el personal que contrato. No es correcto que… ―Míralo cómo habla, “no es correcto” ―se burló Sánchez provocando las risas del resto de comensales―. Hace dos días eras un mocoso impertinente que no hacía más que meter las narices en los cajones de mi despacho y ahora, mírate, el señor recto, intachable, el corazón de piedra. ¡Vive un poco, Jackson! Esto es Cuba. ¡Viva Cuba! ―gritó alzando su copa. ―¡Viva! ―corearon todos al unísono. El piano comenzó a sonar para anunciar la actuación de esa noche. A pesar de la seriedad del lugar, el grupo que empezó a tocar animó el ambiente definitivamente. El señor Sánchez, con esa papada tan característica, se levantó de pronto y me invitó a bailar. Me sentí cohibida al principio, pero un vistazo a la expresión enfadada de Jack me animó. Había ido a alguna de las clases de salsa de Lina y aquella música movía mis pies como cuando estábamos en el estudio de mi amiga. Acepté la invitación y aquel gordinflón me llevó de la mano a la pista como si fuera una princesa. Pronto comprobé que la gordura no era un impedimento para demostrar cómo se mueve un cubano, y entre lo conocido que era Sánchez y el vestido que yo llevaba, la gente se fue apartando hasta que me vi metida en el centro de un corro que nos vitoreaba y aplaudía. Luego bailé con Osmel y con un montón de hombres más que me piropearon y adularon hasta que mi cara alcanzó el tono del vestido. Cuando el ritmo de la música se convirtió en una sensual cumbia, Osmel pidió su turno de nuevo y bailé con él. La letra de la canción, el erotismo de los movimientos y los dos mojitos que me había bebido, hacían que desviara constantemente mis ojos hacia la mesa en busca de Jack, que conversaba con el resto. Con el cambio de música Jack levantó la mirada y no le gustó lo que vio. Lo noté en su manera de abrir y cerrar las manos, en lo apretado de su mandíbula, en el tamaño de sus pupilas. Me pasé la lengua por los labios y sonreí a algo que me había dicho Osmel. No sabía de qué estaba hablando, pero sí que cualquier gesto que hiciera encendería a Jack como una tea. Así que, lentamente, retiré algunas gotas de sudor de mi pecho, me pasé la mano por el pelo, mordí la punta de la cañita de mi tercer mojito y chupé deliberadamente un trozo de lima que sobresalía por el borde del vaso. Jack se levantó bruscamente, dijo algo a Sánchez y salió de la estancia. “Mierda, la has cagado, Cristina”, me dije pensando que mis actos habían surtido el efecto contrario. Yo quería que él saliera a bailar y dejara de mirarme. Veía en su mirada el deseo y las ganas de hacerme suya, pero al parecer lo estaba incomodando y se había marchado. De pronto ya no tenía ganas de bailar, quería volver al hotel, meterme bajo las sábanas y llorar. “Estúpida, estúpida, estúpida. ¿Qué pretendías? ¡Es tu jefe!”. Le dije a Osmel que me quería marchar y enseguida me llevó hasta la mesa donde estaban los demás. ―El coche la está esperando en la misma puerta, señorita Cristina ―dijo Sánchez cuando me vio recoger mis cosas. ―¿Habría posibilidad de volver dando un paseo? Me gustaría ver la ciudad de noche y solo son dos calles ―. Necesitaba aire. ―Por supuesto, pero Osmel la acompañará al hotel. Mañana por la mañana podrá usted disfrutar de un recorrido por la ciudad. Por la tarde tenemos una cena en un bonito restaurante con vistas a la bahía que seguro la fascinará. Vaya con cuidado, descanse y mañana nos veremos. ―Gracias. Ha sido una velada maravillosa ―dije, y me despedí de él con dos besos. A continuación, agité la mano brevemente para despedirme del resto de comensales y nos marchamos.

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Algo Contigo
Roman d'amourA Cristina Sommers y a Jackson Heartstone no los une el destino aquella primera noche, sino el don sobrenatural de ella: algunos extractos de sus sueños tienden a convertirse en la más cruda realidad. El mundo de la publicidad es su bien común, sin...