La reunión del lunes por la mañana fue una auténtica pesadilla. Todo cuanto yo les planteaba era insuficiente, poco apropiado o falto de interés. Incluso llegué a sospechar que alguien les había alertado de mis movimientos y les había pedido que fueran implacables. Lo fueron, cierto que sí, pero yo lo fui más, y después de una interminable disputa de cuatro horas, el trato se cerró y el cliente quedó completamente satisfecho. Aguanté en la comida justo lo que marcaban los cánones de la cordialidad. Estaba un poco taciturna y desmoralizada, y en cuanto se me presentó la ocasión me disculpé y me largué de allí, harta de tanta cháchara italiana. Le pedí a Marco, el conductor del coche, que me llevara lo más cerca de la Fontana di Trevi que pudiera. Tenía curiosidad por ver la fuente de La Dolce Vita. “Grande Fellini”, pensé mientras recordaba como Mastroianni cogía con firmeza a Anita Ekberg dentro del agua. Era una de mis películas favoritas. El chasco fue monumental. La fuente estaba en obras. Los turistas se apretaban los unos a los otros, refunfuñando e intentando sacarse una foto para el recuerdo. Marco me había ofrecido tres monedas de cinco céntimos para que hiciera los honores y pidiera mi deseo, así que, pese a lo incómodo de la situación, yo también me apretujé, lancé a Neptuno las tres piezas de cobre y formulé mi deseo con los ojos cerrados. Luego pedí a una señora que me sacara una foto con el móvil. “Deseé que vinieras. Lo cumplirás? C”. Fue el mensaje que le mandé a Jack con la foto, pero no hubo respuesta. *** Puesto que prácticamente no había comido nada a mediodía, tenía un hambre voraz. Entré en el comedor del hotel dispuesta a darme un festín de lujo. Una preciosa mesa, una elección de platos recomendada y cuando me disponía a dar buena cuenta del delicioso antipasto que me había pedido, un camarero se acercó con un teléfono inalámbrico diciendo que había una llamada para mí. ―¿Para mí? ―pregunté cogiendo el aparato, temerosa. Lo miré con extrañeza y me lo acerqué lentamente a la oreja―. Ciao? ―Me encanta cuando te oigo hablar italiano, suena tan sensual en tus labios. ―¿Jack? ¡Jack! ¿Dónde estás? ―pregunté emocionada girándome en la silla como si al hacerlo me lo fuera a encontrar detrás de mí. ―¿Qué tal estás, princesa? ¿Te gusta el hotel? ―Oh, Jack, es precioso. Pero me siento tan sola… ¡Odio cenar así! La reunión ha sido horrible. La Fontana estaba en obras y no me gusta nada… ―Vale, vale, fierecilla ―me cortó antes de que empezara con lamentos y quejas―. ¿Qué harás mañana? ―Uff, tengo un recorrido por la planta de café, que está bastante lejos de Roma. No me apetece nada ir a ver un montón de máquinas y de empleados. ―¿Y por qué no les dices que no vas? No es necesario que acompañes a los clientes en sus excursiones ―me sugirió. ―¿Puedo hacer eso? ¿No se molestarán? ―pregunté sorprendida de que mi jefe me hiciera tal sugerencia. ―¿Y qué si se molestan? Si no quieres ir, no vayas, cielo. ―No sabes el peso que me quitas de encima ―dije aliviada―. ¿Qué tal por casa? ―pregunté cambiando de tema. ―Bien, bien. Oye… creo que se te va a enfriar el risotto si seguimos hablando ―dijo justo cuando el camarero me ponía el plato delante y me llenaba de nuevo la copa de vino―. ¿Qué te parece si cenas tranquila, te bebes ese delicioso Vega Sicilia y hablamos cuando acabes? ―Puedo hablar contigo mientras me como el… Ehhh, ¿y tú cómo sabes…? ―Me giré en la silla y lo busqué con la mirada por el comedor―. ¿Dónde estás? ¿Jack? ―Estoy mirando a la mujer más bella del planeta ―susurró sensualmente ante mi asombro. Vi al camarero sonreír y desviar fugazmente la mirada hacia una parte del comedor oculta tras unas plantas. Me incorporé un poco en la silla y miré por encima de las hojas de una enorme areca. Y allí, sonriendo como un niño, con ojos brillantes, encontré al hombre de mi vida. Corrí hacia él con lágrimas en los ojos sin importarme las expresiones de asombro de los huéspedes que disfrutaban de sus respectivas cenas en el salón. Lo abracé tan fuerte que casi caemos al suelo los dos. Lo besé con ansia, como si llevara meses sin verlo. Lo toqué con manos temblorosas, por si aquello era producto de mi imaginación y me estaba volviendo loca de remate. Jack reía complacido, correspondiendo a mis besos y mis caricias, calmando mis lágrimas de felicidad con palabras de cariño, demostrándome que él también podía hacer realidad mis deseos. Cuando, después de un buen rato, nos sentamos en la mesa a cenar, yo era incapaz de soltar su mano y dejar de mirar sus preciosos ojos azules. Me explicó que al cabo de una semana tenía una importante reunión en Londres y que, después de nuestra última desavenencia, estaba deseando recuperar el tiempo perdido. ―Considéralo una Luna de Miel adelantada ―dijo con ese tono sensual que me hacía revolverme en la silla. De Roma volaríamos a París “¡¡París!!”, y de la capital francesa a Londres, donde pasaríamos unos días antes de regresar a Nueva York. Estaba deseando visitar ambas ciudades. ―Y yo estoy deseando estar a solas contigo ―susurró pasando su dedo pulgar por mis labios. Se acercó a mi boca y la rozó con la suya en una leve caricia que me hizo cerrar los ojos y exhalar el aire. Su mano acarició mi rostro y mi cuello mientras sus labios jugaban con los míos, despertando placeres tan sensuales que era incapaz de pensar en otra cosa que no fuera en nuestros cuerpos desnudos retozando en la enorme cama de la habitación del Rome Cavalieri Waldorf Astoria.
―¿Y qué hacemos aquí sentados aún? ―pregunté con la voz enronquecida. Subimos solos en el ascensor. En cuanto las puertas se cerraron, me acorraló contra la pared y me besó ardientemente. Arrastró hacia arriba el vestido con sus manos dejando que mis bragas de encaje se reflejasen en los espejos que cubrían los paneles. Sus manos me arrimaron más a su cuerpo dejándome sentir el estado endurecido y el calor que desprendía su miembro a través de los pantalones. ―Dios mío, cómo te deseo. Déjame que pase la noche demostrándote cuánto te he echado de menos ―suplicó con la voz enronquecida por la pasión. ―Soy toda tuya. Con una urgencia devastadora, se abrió el botón y la cremallera del pantalón, enroscó mis piernas alrededor de su cintura y apartó a un lado mis bragas para penetrarme profundamente, de una sola estocada, haciéndome gritar de placer. Se quedó unos instantes quieto, jadeando, susurrando palabras incomprensibles, hasta que empezó a moverse, primero lentamente, controlando cada embestida, luego con más urgencia, con embates cortos y fuertes que provocaban que su vello genital raspase mi sensible clítoris, aumentando así el placer y la sensación arrolladora que empezaba a formarse dentro de mí. La campanilla del ascensor anunció que habíamos llegado a la planta deseada, pero Jack continuó a la suya. La puerta se abrió y nuestros cuerpos quedaron expuestos para aquellos que fueran a bajar. Por suerte para nosotros, nadie esperaba en el pasillo. ―Jack, tenemos que salir ―dije entrecortadamente, resistiendo las ganas de correrme. ―No puedo, tengo que acabar, lo necesito ―dijo embistiendo de nuevo más fuerte. Moví las caderas a su mismo ritmo para facilitarle el acceso. De esa forma, su polla entraba mucho más en mí, llegando al punto clave que desataba mi orgasmo. Quise gritar y gemir con fuerza en cuanto empecé a sentir lo que me arrasaba el interior. Oleadas de éxtasis en estado puro me recorrieron desde la cabeza a los dedos de los pies. Mi cuerpo se cernía alrededor del miembro de Jack, apretándolo y exprimiendo hasta la última gota de su simiente. El orgasmo de Jack fue igual de violento. Enterró su cara en mi cuello y continuó moviendo sus caderas con evidente esfuerzo. Chorros de semen caliente entraron en mí como lava salida del más ancestral volcán. Sus manos abarcaban mis nalgas desnudas, tanteando con sus dedos la unión de nuestros cuerpos. Aquellos roces me excitaron de nuevo y volví a experimentar otro voraz orgasmo que me dejó temblando sin fuerzas. Cuando nuestros cuerpos se tranquilizaron y nuestras respiraciones volvieron a ser acompasadas me sacó del ascensor. Jack fue directo a la habitación y en poco segundos me encontré tumbada de espaldas con el maravilloso peso de su cuerpo encima de mí. ―Dime qué es lo que quieres ―dijo él desprendiéndose bruscamente de la camisa. Luego me quitó el vestido por la cabeza. Miró con devoción mi cuerpo ardiente y sudoroso y repitió sus palabras―: Dime qué es lo que quieres. ―Lo quiero todo ―contesté pasando la lengua por mis labios magullados. ―¿Confías en mí? ―Asentí―. Jamás te haré daño. ―Lo sé. ―Entonces dime por dónde quieres que empiece ―exigió saber una vez más. Después del tiempo que llevaba con Jack, había aprendido que cuando preguntaba o decía esas cosas quería saber exactamente lo que yo deseaba. Las palabras jugaban un papel muy importante cuando de relaciones sexuales se trataba, pues era un amante muy exigente. Pero le gustaba que yo le indicara qué cosas me gustaban y cuáles no. Me miró con ojos pícaros cuando se colocó de rodillas sobre la cama. Pasó sus callosas manos por mis piernas y se regodeó ante mi imagen, abandonada a él, con las piernas abiertas. Lamió la sensible piel de detrás de mis rodillas mientras su pelo rozaba el interior de mis muslos en una enloquecedora caricia. Agarré una de sus manos y chupé sus dedos con lascivia, mordisqueando las yemas, jugando con mi lengua entre ellos. Jack besó la tierna carne cercana a mi sexo y se deleitó con mis jadeos cuando su lengua rozó mis labios vaginales. Tanteó mi interior repetidas veces y subió sus manos para jugar con mis pezones que reclamaban sus esmeros. Los movimientos de su diestra lengua comenzaron desiguales y se tornaron rítmicos conforme exploraba cada centímetro de mi vulva. Jugó con mi clítoris dando pequeños toques del mismo modo que sus dedos lo hacían más arriba con mis picos rosados. Dulces pellizcos y mordiscos al mismo tiempo, que me llevaron a arquear el cuerpo y correrme violentamente cuando me sobrevino el orgasmo. Se introdujo en mí justo cuando el segundo me arrastraba a la cumbre del placer más exquisito. El tiempo pareció detenerse mientras cabalgábamos una ola tras otra, enlazando nuestros dedos con fuerza, sin separar nuestros cuerpos, ni nuestras bocas, ni nuestras almas. Lentamente fuimos acompasando los latidos de nuestros corazones y nuestras respiraciones se hicieron menos sonoras, más pausadas. Enredados de brazos y piernas, nos acariciamos el cuerpo sudado con admiración, intentando calmar la excitación de nuestros cuerpos y el alboroto de nuestras mentes, hasta quedar plácidamente dormidos. Extrañamente, a la mañana siguiente, Jack seguía a mi lado, dormido. Me incorporé sobre un brazo y sonreí feliz. Ofrecía una imagen tan vulnerable y apacible cuando estaba dormido que no parecía él. ―Es tan raro verte así, dormido por las mañanas. Nunca estás cuando me despierto ―dije acariciando su rostro cuando abrió los ojos y enfocó su mirada soñolienta. ―Lo sé. Es una mala costumbre. Son secuelas. ―¿Secuelas? ¿De qué? ―pregunté preocupada.
―De la academia militar, de mi formación como Delta, no sé, de todo eso. ―Levanté una ceja interrogante y sonrió ante mi curiosidad―. Aprendí a dormir con un ojo abierto y el cuerpo se acostumbró a ser siempre el primero en estar alerta cuando oía un ruido. Si te quedabas el último estabas jodido. ―¿Y eso formaba parte del entrenamiento? ―pregunté horrorizada. ―Todo formaba parte del entrenamiento. Hubo cosas peores, pero no te las voy a contar porque ya he hablado demasiado ―dijo desperezándose para luego incorporarse y echarse encima de mí―. ¿Qué le apetece hacer a la señora esta última mañana en Roma? ―preguntó con un brillo de excitación en los ojos. Lo miré deseosa de sus caricias, pero el estómago me rugió y me puse a reír. ―Quiero un desayuno de lujo ―contesté restregando mis caderas contra su ya poderosa excitación. Pasamos el día visitando La Ciudad Eterna y sus monumentos más representativos. Me sorprendió lo desordenados que eran los romanos para conducir y su sorprendente don de palabra. Disfrutamos de una romántica comida en un pequeño restaurante cerca de la Plaza de España y me comí un enorme gelato mientras hacíamos cola para entrar en el Coliseo. Besos, susurros y caricias se fueron sucediendo durante todo el día. Y cuando llegó la noche volvimos a hacer el amor intensamente, descubriéndonos una vez más a nosotros mismos, tal como éramos, amándonos hasta tocar nuestras almas. A la mañana siguiente, después de desayunar, hacer las maletas y pagar la cuenta en el hotel, partimos hacia el aeropuerto, y de allí a París. *** Después de todo lo que me había pasado en mi vida sentimental, continuaba siendo una romántica, una soñadora que se emocionaba con las películas en las que el amor triunfa por encima de todos los impedimentos del destino. Era una ingenua en las artes del romance. Nunca había vivido una aventura apasionada y tórrida hasta que conocí a Jack. Y él, nada diestro en cuanto a romanticismo se refiere, iba a descubrirme los placeres de la ciudad más romántica del mundo. “¡¡París!!”. ―Estás muy callada. Has estado muy callada todo el día. ¿Estás bien? ¿Aún tienes molestias? ―preguntó Jack cuando llegamos a la recogida de equipajes del aeropuerto Charles de Gaulle. Volvía a tener un poco de infección de orina y había tenido que pasar por la farmacia del aeropuerto de Roma antes de embarcar. Me habían dado antibiótico y ya me sentía mejor, pero aun así estaba exhausta. Además, había algo que me rondaba la cabeza. Me habían preguntado si cabía la posibilidad de que estuviera embarazada. Contesté que no de inmediato, pero… ¡no lo sabía! Cierto era que había estado vomitando, que comía como una cerda y que dormía hasta de pie. Pero ya no vomitaba casi nada y había estado tan estresada y cansada que era lógico que me quedara durmiendo en cualquier lugar a cualquier hora, así que la pregunta era… ¿estaba embarazada o no? *** El hotel Champs Elysees Plaza, ubicado en el centro de París, era de una exquisitez típica parisina. Monsieur Doubel, el director, era una antiguo conocido de Jack que se sorprendió gratamente cuando lo vio aparecer. De inmediato ordenaron llevar a nuestra habitación el mejor champagne francés y una preciosa cesta de frutas. ―¿Qué te apetece hacer? Es pronto para ir a comer ―. Se acercó a mí por detrás mientras miraba por la ventana las impresionantes vistas que, desde la habitación, teníamos de la ciudad. Me abrazó por la cintura y apoyó su mentón en mi hombro. ―¿Lo que yo quiera? ―pregunté arrancándole una carcajada. ―Me das miedo cuando preguntas eso. Dispara. ―Quiero ir de compras por París. ―Tus deseos son órdenes, princesa. *** París, París, París, maravilloso París. ¿Qué tendrán esas calles que te embriagan y se cuelan en los huesos hasta lo más profundo de tu alma? Todo lo que había visto en la televisión, lo que había leído en los libros, o lo que había soñado, no era nada comparado con lo que se siente cuando paseas por esos bulevares llenos de vida, de ensueños y de arte en estado puro. París, la ciudad del amor, la más romántica por excelencia, el poderoso afrodisiaco de los amantes. Fiel a su palabra, Jack me llevó de compras por las tiendas más exclusivas de la ciudad de la moda. Las colecciones que se presentaban en la pasarela de moda de París marcaban la tendencia que debía seguir el resto del mundo al año siguiente. No había nada que se pudiera comparar al aura de exclusividad que se respiraba cuando avanzabas de escaparate en escaparate. Pese al estado entusiasta con el que me movía de la mano de Jack, en ningún momento pensé que aquellos modelos que estábamos viendo fueran a pertenecerme algún día. Él insistía en comprar todo aquello que quisiera, pero era absurdo. Yo no era así. Me hubiera gustado serlo, sobre todo cuando pasamos por delante de un escaparate y vi un deslumbrante vestido negro que me dejó con la boca abierta. Levanté la cabeza para ver dónde estábamos y sonreí cuando leí el nombre de la boutique: Dior. ―¿Ves algo que te guste? ―dijo Jack a mi espalda. ―Oh, ya lo creo, pero queda fuera de mis dominios ―dije señalándole el vestido que tanto había llamado mi atención. ―¿Fuera de tus dominios? ¿Por qué?―preguntó extrañado. Reí complacida por su inocencia y su simplicidad y tiré de su mano para continuar con nuestro paseo. Antes de regresar al hotel a dejar la gran cantidad de bolsas de nuestras compras en Lafayette, Jack habló con un amigo suyo que vivía en la ciudad y que se moría por volver a saludarlo. Quedamos para cenar aquella misma noche con él, su esposa y otra pareja, lo que hizo que me sintiera algo nerviosa, incapaz de entretenerme con nada. Para colmo, Jack pasó la tarde pegado al teléfono hablando con sus superiores. Me levanté del sofá de la salita de estar de la suite decidida a poner fin a aquel malestar continuo. Entré descalza en la habitación donde Jack conversaba frente a la ventana y, sin intención de molestar, me coloqué uno de los conjuntos de lencería que habíamos comprado. Era de color azul eléctrico y no dejaba mucho a la imaginación. Luego me situé detrás de él y lo abracé sensualmente, acariciándole el torso, desabrochando algún botón de su camisa y pasando mis manos por su suave vientre. Enredé mi pierna en la suya y giró bruscamente cuando vio que no llevaba nada más que las diminutas braguitas de encaje y el sujetador a juego en el que se trasparentaban mis sonrosados pezones. Su mirada pasó de sorpresa a interés, y de interés a deseo en cuestión de segundos. Con el teléfono aún pegado a su oreja, se repantingó en un sillón al lado de la ventana y me hizo una seña para que me sentara con él. Negué con la cabeza y me metí un dedo en la boca para lamerlo con suavidad. La bragueta de su pantalón ya comenzaba a tener un tamaño considerablemente abultado por lo que me puse a cuatro patas sobre la moqueta y fui hasta él moviendo mis caderas y mi culo hasta colocarme de rodillas entre sus piernas. Era una auténtica gata en celo. Jack seguía sin soltar el teléfono. De vez en cuando contestaba alguna palabra, fruncía el ceño con regularidad y desviaba su atención de mí para centrarse en las palabras de su interlocutor. “Esto no puede ser. ¡Actúa!”, me reprendí. Me acerqué a su otro oído y metí mi lengua en él. Inmediatamente se estremeció y su mano libre resbaló por mi espalda suavemente, acariciándome como al descuido. Continué pasando la lengua por su garganta mientras le desabrochaba los botones que quedaban de su camisa hasta dejarle el pecho al aire. El encaje de mi sujetador rozaba con sus pezones, poniéndolos tan duros como los míos. Bajé una mano hasta su pantalón y froté su hinchado miembro por encima de la ropa. Al mismo tiempo, mi lengua rozaba sus labios tentándolo pecaminosamente. Mi boca descendió por su pecho hasta los pezones y luego hasta el ombligo donde me recreé unos segundos desabrochando el pantalón. Su miembro viril saltó a mis manos, tieso y preparado para lo que yo tenía en mente. Primero le acaricié la cara interna de los muslos, acercándome arriesgadamente a sus partes pero sin llegar a rozarlas. Él no apartaba la mirada ardiente de mis movimientos y contenía el aliento deseando mi contacto. Pasé mi lengua lentamente por encima de su verga sin apenas tocarlo, y ésta dio una sacudida. Luego le chupé en círculos los testículos mientras mi mano acariciaba suave y lentamente el duro mástil. Sus caderas dieron una embestida involuntaria y una pequeña gotita de semen apareció en la punta de su glande. Chupé y succioné brevemente mientras le acariciaba con la mano, arriba y abajo, con la presión justa y el ritmo perfecto. Gimió incontrolado, teniendo la prudencia de tapar el auricular del teléfono. ―Oh, Dios, Cristina. Vas a matarme ―siseó cerrando los ojos y apretando los dientes fuertemente. Metí su pene en mi boca lo más hondo que pude, al tiempo que seguía frotando sus testículos y su perineo. Más gotas de líquido pre-seminal fluyeron de su interior dejándome un sabor salado entre los labios. Succioné de nuevo y él contuvo la respiración bruscamente. Estaba al límite, pero yo continué con mi labor subiendo y bajando, recreándome con la lengua en la parte baja de su glande, chupando sus testículos con avidez y haciéndolo enloquecer. Empecé a sentir que su cuerpo se tensaba cuando me afanaba en una nueva acometida dentro de mi boca. Su mano me agarró la cabeza por el pelo impidiendo que lo dejara a medias en ese momento y cuando los primeros chorros de semen aparecieron, colgó el teléfono, lo tiró a un lado y gritó con todas sus fuerzas, dando rienda suelta al deseo contenido durante mi actuación. Siguió corriéndose violentamente durante eternos segundos en los que yo no dejé de masajearle, chuparle y presionar para exprimir hasta la última gota de su simiente que ya caía por la comisura de mis labios y por mi pecho. ―Ven aquí ―dijo con voz ronca y autoritaria haciéndome estremecer. Me subió en su regazo y pronto su miembro recobró su posición firme descansando contra mi pubis―El tipo que estaba al otro lado del teléfono era mi superior ―me explicó quitándome los tirantes del sujetador y bajando las copas hasta que mi pecho rebosó sobre sus manos. Pellizcó levemente los pezones, arqueé la espalda y cerré los ojos conteniendo un gemido―. Cuando vuelva a llamar, que lo hará, estoy seguro, tendré que explicarle que la llamada se ha cortado gracias a las habilidades que mi futura mujer ha desarrollado haciéndome mamadas de improvisto, vestida con lencería fina ―Sus dedos ya rozaban mi clítoris trazando círculos alrededor de él. Abrí más las piernas para darle mejor acceso y él sonrió complacido―. También tendré que explicarle a mi mando superior que tengo una mujercita demasiado impaciente para aguardar a que finalice una llamada que ya duraba demasiado ―Metió dos dedos dentro de mi vagina y los movió rítmicamente llevándome a la más pura cima de la locura. Se metió un pezón en la boca y lo succionó arrancándome un grito desde lo más profundo. Luego, sin más palabras, sacó sus dedos, se los llevó a la boca y los chupó como si fuera el dulce más delicioso. Al mismo tiempo me hacía levantar las caderas para penetrarme de una sola estocada y provocarme un maravilloso orgasmo que se alargó gracias a sus expertas caricias. Nos volvimos locos el uno al otro mientras yo llevaba las riendas desde mi posición. Sentirlo dentro, tan inflamado, tan caliente y tan placentero fue el detonante para explotar en otro maravilloso clímax arrastrándolo a él conmigo definitivamente. El teléfono sonó cuando todavía nos estremecíamos abrazados en el sillón. Ni siquiera se movió para ver quién era. Estaba segura de que el esfuerzo realizado lo había dejado tan extenuado como a mí. ―No más llamadas en vacaciones ¿de acuerdo? ―dije mordiéndole el lóbulo de la oreja. ―No más llamadas, entendido. *** La cena con sus amigos fue de lo más aburrida. Las dos mujeres eran dos esnobs, adornadas con caras joyas y peinadas de peluquería. Mi francés no era tan bueno como mi italiano, pero me defendía bien y logré participar en alguna conversación. Jack disfrutó como un niño hablando con sus amigos, que resultaron ser compañeros de la universidad de Georgetown donde todos estudiaron Empresariales. Me encantaba verlo así de distendido y animado, pero a mí la velada me resultó tan tediosa que no pude evitar pensar en otras cosas y desconectar de sus tertulias. Cuando regresamos al hotel, Jack había bebido de más y se quedó dormido en cuanto su cabeza tocó la almohada.

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Algo Contigo
RomanceA Cristina Sommers y a Jackson Heartstone no los une el destino aquella primera noche, sino el don sobrenatural de ella: algunos extractos de sus sueños tienden a convertirse en la más cruda realidad. El mundo de la publicidad es su bien común, sin...