Capítulo 12

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En cuanto puse un pie en el apartamento, Lina y mi vecina, la señora Malcom, se hicieron cargo de mí. Les agradecí repetidas veces sus atenciones, pero insistí en que lo único que necesitaba era descansar y estar sola. Había apagado el móvil y descolgado el teléfono de casa. Solo deseaba estar sola. Necesitaba un poco de paz a mí alrededor porque mi mente se encontraba al borde del colapso y una depresión en aquellos momentos de mi vida no sería nada bueno. Resurgiría como el ave fénix, pero eso sería otro día. El olor de la sopa de pollo que me prepararon me produjo arcadas. Intentaban, por mi bien, que comiera algo. Querían que me viera un médico, que fuera al hospital. ―No pienso ir a ningún sitio, Lina. Solo en lo que va de mes me han intentado violar, me han agredido, abandonado, amenazado, y mi madre ha muerto. Creo que me merezco estar deprimida por unos días, llorar cuanto desee y sentirme una mierda, sin que ningún matasanos me dé pastillas o me diga qué debo hacer con mi vida. ―Está bien, de acuerdo. Pero si sigues sin comer te pondrás enferma y entonces te recordaré que yo era la que quería llevarte al médico, ¿está claro? *** La última mañana del año amaneció soleada pero con tres grados bajo cero. Había nevado toda la noche y en algunos lugares la nieve se alzaba un metro y medio por encima del suelo. Las máquinas quita nieves trabajaban sin descanso para devolver a la ciudad la funcionalidad necesaria antes de que las calles se llenaran de su habitual bullicio. Salí a correr, como cada día, y después me preparé para ir a la oficina. Debía dejar resueltas algunas cuestiones necesarias para primeros de año. No me sorprendió encontrar a Madeleine allí, pero ella sí lo hizo cuando me vio. Durante los pocos segundos en los que estuvimos hablando, no salió de sus labios ni una sola palabra de condolencia por la muerte de mi madre. No las necesitaba, pero sentí una rabia irracional creciendo dentro de mi pecho. ―Tengo una reunión el día tres de enero con unos clientes y he venido a preparar algunas cosas ―le expliqué―. Estaré en mi despacho. Tragó saliva y sonrió, pero no había sinceridad en sus gestos, ni en sus palabras. “No me interesa saber qué sucede”, me dije. ―¡Madeleine! ―llamó una voz desde uno de los despachos. Me giré justo a tiempo de ver su mirada apurada. “¡Oh, mierda! Sí me interesa”. ―¿Es Heartstone? ―pregunté con el corazón acelerado. Madeleine me miró sopesando mi reacción y no respondió a mi pregunta. No hacía falta. Su silencio era toda la respuesta que necesitaba. Me debatí entre irrumpir como una amante despechada y decirle a aquel mal nacido lo que pensaba de sus notas de despedida, o mantenerme al margen e ignorar que él estaba allí. Ni siquiera se había dignado a preguntar cómo me encontraba. Mientras mi corazón machacado clamaba venganza y sangre, mi mente, reflexiva y más madura, me condujo hacia el pasillo, alejándome de aquella tentación. *** Había comprado dos tarrinas gigantes de Haagen Dazs para pasar la noche de Fin de Año. Me había puesto mi pijama de felpa y las zapatillas de conejitos que la señora Malcom me había regalado por Navidad, y allí estaba yo, haciendo un recorrido por los canales de la tele hasta que llegué a uno donde los ricos y famosos paseaban sus trajes y joyas en las fiestas de aquella noche. “Ni una puñetera famosa gorda”, pensé metiéndome una cucharada de helado en la boca. No debía quejarme, yo no había sido gorda en mi vida, pero odiaba el esfuerzo que suponía perder los kilos de más cuando me excedía, como aquella noche. Otra enorme cucharada de helado. Las imágenes de la fiesta eran preciosas. Un gran árbol de Navidad decorado de forma exquisita en un precioso ático de Manhattan. Camareros de esmoquin con grandes bandejas cargadas de copas repletas de burbujas doradas. Todo parecía teñido con una pátina de oro y escarcha. Una rubia espectacular se paró delante de la cámara a saludar al periodista. Era una famosa mujer de negocios de alguna empresa, aunque bien podría haber sido la modelo de lencería del último número de Victoria Secret. ―Cuerpo perfecto, sonrisa perfecta, la perfecta acompañante ―dije con otra fría cucharada dentro de la boca. Seguro que colgaba del brazo de algún gordo ricachón o de algún adonis con perspectivas gays. Pero la cámara amplió la imagen para dar la bienvenida a un hombre con traje negro y pajarita que cogía posesivamente a la chica de la cintura. Se acercaba a la cara y le daba un suave beso en la mejilla, con una mirada que prometía sexo del bueno. Una mirada como la que me había lanzado a mí en tantas ocasiones. Cerré los ojos y recé para que me hubiera confundido. Quizás el exceso de azúcar y de frío en el cerebro, junto con mi subconsciente, me estaban gastando una mala pasada. Pero no. Abrí los ojos y ahí estaba Jack, con su brazo abarcando aquella pequeña cintura, con sus ojos clavados en los perfectos labios de la mujer, y su preciosa sonrisa dedicada a otra. ―Aquí tenemos a uno de los empresarios solteros más codiciados del momento ―dijo el periodista―. Díganos, Heartstone, ¿sonarán campanas de boda el próximo año? ―La mujer sonrió cómplice, con un brillo de triunfo en los ojos que decía más que cualquier palabra. ―¡Zorra! ―grité sin pensar. Jack miró a la chica con ojos brillantes y se acercó a su oído para susurrarle algo que nadie más pudo oír. Luego miró a la cámara fijamente y sonrió. ―Tendrás que esperar al año próximo para saberlo ¿no crees? ―respondió con simpatía, dejando al periodista sin palabras. ―¡Hijo de puta! ―volví a gritar lanzando a la tele el mega vaso de cartón ya vacío. Me levanté con rabia, limpié las gotas que habían salpicado el mueble y recogí el vaso para tirarlo con brusquedad a la basura. Cuando iba camino de mi habitación tuve que hacer un alto en el cuarto de baño para vomitar. Tanto helado no podía ser bueno. “¡Genial! Acabar el año echando el resto y sin beber ni una gota de alcohol. Esto sí es un planazo, Cristina”. Ya había conseguido coger el sueño que tanto me hacía falta, después de algunas lágrimas derramadas y otra visita al cuarto de baño, cuando sonó el teléfono. ―Feliz año nuevo ―susurró una voz. ―¿Quién es? ―pregunté adormilada. Encendí la luz de la mesilla y miré el reloj. Las cuatro de la mañana. Me asusté de inmediato. La última llamada de un desconocido no había resultado nada agradable. ―Soy yo, Cristina. ―¿Jack? ―dije suspirando aliviada―. Estaba dormida. ―Lo siento. Necesitaba escucharte. ―Había bebido. Su voz sonaba pastosa. ―¿Qué pasa? ¿Estás bien? ―pregunté pasándome la mano por la cara para despejarme. ―No, no estoy bien. Te echo de menos. ―Sí, eso mismo he pensado yo al verte por la tele esta noche con aquella rubia. Se notaba cuánto me echabas de menos ―ironicé empezando a cabrearme. ―Es cierto. No he podido pensar en nada desde que te dejé en La Habana. Te lo juro. ―Vete a la mierda, Jack. No insultes mi inteligencia. ―dije furiosa. Y colgué. Me hubiera gustado decirle mil cosas, insultarlo, gritarle, enfadarme, y que él se defendiera diciendo esas cosas tan bonitas que decía cuando sabía que estaba irritada, pero le colgué, apagué la luz e, inexplicablemente, me volví a dormir. Cuando el día 4 de enero entré por la puerta de HP, el ambiente continuaba siendo festivo. “Vomitivo”, me dije. Los tres primeros días del año me había dedicado a trabajar desde casa hasta caer rendida para no encontrarme con él. Pero era necesario que pasara por HP en algún momento, por lo que me arreglé con esmero, me calcé unos tacones de ocho centímetros para sentirme más a la altura y, mentalizada, me adentré en la boca del lobo. Con suerte, ni siquiera nos veríamos. “¿Con suerte? ¿Cuándo he tenido yo suerte?”. Saludé a mis compañeros en general e indiqué con un dedo a Gillian que me siguiera al despacho. ―Necesito que convoques una reunión con la gente de Mellers, de Comercial, y con Creatividad. Es para hoy y es urgente ―dije fríamente, sin apenas mirar a la mujer. Gillian salió y yo aproveché para hacer una llamada al Departamento de Personal. Habían cometido un error en mi primera nómina. Pero Toni, el Jefe de la Sección, me explicó amablemente que no había error alguno. ―Me dieron órdenes expresas de considerar tu nómina como la de cualquier otro publicista ―dijo con su característico tono risueño―. De hecho, necesito que te pases por aquí para firmar el nuevo contrato. Todavía faltan por ingresarte las comisiones. En un par de días más deberían estar en tu cuenta. ―Vaya, esto es… ¡uff! ¿A cuánto ascienden las comisiones? ―pregunté abrumada. Un silbido y una carcajada precedieron una cifra tan elevada que casi caigo del sillón al escucharla. “¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! ¡No me lo puedo creer! Renovaré todo mi vestuario. Me compraré un coche, rojo, descapotable…”. ―Cristina, la reunión confirmada para las tres de hoy ―informó Gillian asomando la cabeza por una rendija de la puerta y sacándome de mis enriquecidos y divertidos pensamientos. De pronto, la puerta se abrió de golpe chocando contra la pared y un enfurecido señor Heartstone entró apartando a Gillian de malas formas. ―Cancele esa reunión, señora McGowan, ¡ya! ―¡No! ―grite más alto que de costumbre, plantándole cara―Esa reunión es urgente. Seguramente en diez minutos la oficina entera sabría que yo, la última en llegar, le había hecho un desplante al Jefe Supremo, cosa que me importaba bien poco. Respiré hondo, controlé mi impulsividad y le hablé a Gillian con calma: ―Mantén la reunión, Gillian, estoy segura de que al señor Heartstone le sobra con tres horas para decir lo que haya venido a decir. Me gané una dura mirada que decía algo así como “no olvides que, ante todo, soy tu jefe”. La pobre secretaria, más alucinada que asustada, salió del despacho y cerró discretamente la puerta. Jack daba vueltas como un león enjaulado ―¿Por qué no me dijiste que te habían amenazado cuando murió tu madre? ¿Por qué no me llamaste? ―gritó fuera de sí. ―Ah, vaya, pero si yo pensaba que no te habías enterado de la muerte de mi madre. Tal vez podrías haber llamado tú, ¿no crees? ―le dije usando aquel tonillo irónico que le sacaba de quicio―. Es gracioso que me llamaras en Fin de Año para decirme que me echabas de menos, pero que no te acordaras de que mi madre había muerto en Navidad. Eso está muy mal por su parte, señor Heartstone ―dije intentando mantener a raya las ganas de lanzarle el pisapapeles de piedra. Continué sentada en mi mesa, sin hacer caso a las feroces miradas, mientras revisaba algunos papeles con fingida tranquilidad. ―¡Maldita sea, deja eso! ―rugió el león, dando un manotazo sobre la mesa. Y barrió la carpeta que tenía abierta delante de mí. Las hojas se esparcieron por el suelo formando un revuelo―. ¿Dónde te habías metido? Llevas tres días sin aparecer por la oficina. ―Estaba trabajando, en mi casa. ¿Algo más? ―le pregunté sin apenas levantar la vista. Sentí que se encendía. Plantó sus manos amenazadoramente sobre la mesa y me gritó enfurecido: ― ¡Mírame! ¡Te estoy hablando! ― ¡Déjame en paz! ―grité yo también, levantándome―. Estoy harta de ti, de tus secretos, de tus apariciones para poner mi vida patas arriba. No tengo por qué contarte nada. Tú solo eres mi jefe, nada más. No quiero volver a tener nada contigo que no sea estrictamente profesional. Si quieres despedirme, ¡adelante! Pero si no, dé-ja-me-en-paz, Jack Heartstone.
A continuación me volví a sentar, más tranquila en apariencia, y continué preparando los dossiers de la reunión de las tres. Solo yo sabía la tormenta que se desataba en mi interior. *** La policía de Seattle me dijo que habían pasado el caso a los federales. “¿Los federales? ¿Qué pintan los federales en esto?”, me pregunté extrañada y con la sensación de que no iban a encontrar a ese tipo jamás. Me llevé una grata sorpresa cuando a finales de enero un agente llamado Scott Ridley se presentó en mi casa. Me enseñó el informe que había enviado la policía cubana sobre el asalto a mi habitación y el robo de las joyas. Tenían un par de huellas a las que les estaban siguiendo la pista. En cuanto a la amenaza de Seattle, los médicos confirmaron que mi madre murió de forma natural. Una enfermera estaba con ella cuando ocurrió. Era posible que el tipo que llamó rondara cerca, aprovechara la ocasión y usara aquella trágica noticia para asustarme. La policía de Seattle no veía relación entre lo ocurrido en Cuba y la amenaza, pero el agente Ridley no lo veía tan claro, no estaba convencido. Mientras todo aquel lío se esclarecía yo seguía adelante con mi vida. Me apunté a las clases de salsa de Lina. Era increíble cómo se movía cuando bailaba. No podía creer la fuerza de voluntad que había tenido para recuperarse de aquel atropello donde casi pierde una pierna. Siempre que la veía mover las caderas me acordaba y no podía evitar sentirme culpable en parte. Yo llevaba un año y medio soportando los malos tratos de Trevor cuando Lina se dio cuenta de la situación. Ella era una latina temperamental que había sido mi secretaria hasta que decidió abandonar su trabajo para hacer lo que más deseaba en el mundo: bailar. Con sus ahorros montó una academia de ritmos latinos e invitó a toda la oficina a probar. Muchos de ellos siguieron apuntados después de la primera experiencia. Yo, sin embargo, y pese a que deseaba ir, sentía miedo de la reacción de mi marido si se enteraba, y siempre tenía una excusa que ofrecerle a Lina. La primera vez que decidí desobedecer a Trevor y lanzarme a la aventura en una de aquellas maravillosas clases, estuve más de una semana sin poder ir a trabajar. Después de aquello, las palizas fueron más frecuentes y más bruscas. Tenía un miedo atroz de que Trevor perdiera el control y pasara a algo más grave. Mi marido dijo que, si era capaz de vestirme como una puta y salir a la calle a mover el culo, él tendría que tratarme como a una de ellas, y a partir de entonces comenzaron las violaciones, el control de mi propio dinero y la vida denigrante que ninguna mujer debería vivir nunca. En un año y medio estuve embarazada dos veces, aunque, por suerte, también tuve dos abortos naturales. Sí, por suerte, porque yo jamás hubiera querido traer al mundo a un hijo con semejante padre. Una inocente criatura sin culpa de haber nacido en una familia así. Alguien del trabajo que frecuentaba las clases de baile le contó a Lina lo que todos veían pero nadie era capaz de denunciar. Ya no era tan creativa como antes, me pasaba el día mirando al vacío, y me vestía de manera que pudiera esconder las señales que él me dejaba en el cuerpo. Con su conocido carácter explosivo, Lina se presentó una noche en mi casa para comprobar si era cierto lo que se rumoreaba sobre mi situación. Trevor la recibió y se comportó como el perfecto marido, atento, amable, cariñoso, hasta que ella se fijó mejor en mis ojeras, en algunas marcas amarillentas en mis brazos y en la mueca que hacía cuando él me apretaba la cintura. Me excusé una vez más, contándole lo típico en esas situaciones: que me había caído, que era muy torpe, etcétera. Pero ella supo la verdad en cuanto me miró a los ojos y no tuvo que pensárselo mucho. Arremetió contra él, lo insultó, le dijo que iba a ir a la cárcel, y aquello fue el detonante para que la verdadera personalidad de mi marido saliera a la luz. Intentó agredirla, cogerla del pelo, pero Lina era muy rápida y pudo marcharse, apremiándome, desesperada, a irme con ella. Ella escapó pero yo no, y antes de darme cuenta estaba recibiendo tantos golpes que deseé estar muerta. Lina cumplió su amenaza y fue a poner una denuncia. La policía se llevó a Trevor a comisaría y cuarenta y ocho horas después mi amiga aparecía agonizante en la cuneta de una carretera. Le habían dado una paliza de muerte y la habían atropellado. Un pómulo, la clavícula y la cadera rotas, un corte profundo en la cintura por el que perdió mucha sangre, una contusión craneal de gravedad y, lo peor, una pierna hecha añicos por varios sitios, prácticamente irrecuperable. No recuerdo quien fue el que me avisó de lo ocurrido. Estaba aterrada, apenas me podía mover, ni ver, ni hablar, pero conseguí recoger algunas ropas, documentación, dinero, y llegar al coche antes de que regresara Trevor. Me largué de aquella casa deseando no volver a entrar nunca. Y jamás volví a pisarla. Lina tardó casi un día entero en despertar tras la operación, y cuando lo hizo allí estaba yo, deshecha en lágrimas, cogiéndole la mano, acompañándola sin descanso, pese a las advertencias de los médicos por mi delicado estado de salud. No me importaba si yo vivía o moría, porque no iba a permitir que mi amiga perdiera su vida por mí. En pocos días mejoró visiblemente. Le dolía la cara, el cuello, el cuerpo entero, y debía tomar calmantes que la dejaban adormecida. Pero era fuerte y cabezota, y se negaba a que me ocupara de ella cuando mis heridas eran mucho más graves, no por fuera, sino por dentro. Le conté a la policía que llevaba más de un año recibiendo malos tratos de mi marido y lo denuncié formalmente. También les conté el episodio de la visita de Lina y mis sospechas sobre el autor del atropello. Lo detuvieron y encontraron pruebas suficientes como para meterlo en la cárcel. Además, descubrieron que Trevor andaba metido en sucios negocios de drogas y armas, y parte de la organización para la que trabajaba fue desmantelada tras el registro de nuestro piso, agravando así su condena. Pedí el divorcio en cuanto me vi con fuerzas de soportar el proceso. Lina regresó recuperada a su apartamento y yo volví a mi piso de soltera, acompañada de una madre que empezaba a necesitar cuidados a todas horas. Cuando aquella situación se hizo insostenible y la enfermedad de mi madre se agravó, ingresó en aquella bonita residencia en Seattle.
Poco después conocí a Jack en aquel bar, y yo, que pensaba que una parte de mi vida comenzaba a recuperar el color, me desperté una mañana con el mundo patas arriba. *** “Arden,… también arden. Me cuesta respirar, no puedo respirar. ¿Qué demonios pasa? No puedo respirar, no puedo respirar. ¡Por favor! Me estoy ahogando.”

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