Salió de la habitación tan confundido como alterado. No había sido consciente de lo que suponía aquel juego de sometimiento para una persona como yo, y yo no fui capaz de detectar las señales antes de llegar a aquel extremo. ―Que se quede en la casa, prefiero que esté allí. No quiero que vuelva a su apartamento ―le dijo Jack a Lina por teléfono. Su voz estaba afectada pero sonaba dura e implacable. Lina me miró con cara interrogante intentando entender qué había sucedido. Cerré los ojos y dejé escapar las lágrimas mientras la conversación entre ellos continuaba a través del manos libres del aparato. ―No tengo intención de largarme. Si necesita espacio y tiempo lo entiendo, pero dile que si piensa que esto ha acabado está muy equivocada. ―Entonces ¿por qué no hablas con ella y dejas de soltarme todo este sermón a mí? ―preguntó Lina con la mirada fija en mis vidriosos ojos. ―Tú se lo contarás, estoy seguro. Cuida de ella. *** Volver al edificio donde había ocurrido todo un mes y medio después no estaba siendo tan fácil. Respiré hondo antes de que las puertas del ascensor se abrieran, pues sabía que las sensaciones de lo que pasó me golpearían sin compasión. Sin embargo, el coro de rubias me dio la bienvenida y una tras otra se abalanzaron a preguntarme cómo me encontraba. ―No la esperábamos por aquí tan pronto, señorita Sommers ―dijo una de ellas mirando entre los montones de recados y tendiéndome los míos con su delicada mano de manicura perfecta. ―Algún día había que volver al trabajo, ¿no? ―Sí, claro, pero como su prometido, el señor Heartstone ―dijo intencionadamente. A nadie le había pasado por alto mi nueva situación de “novia” del jefe―, dijo que usted tardaría en incorporarse, pensamos que pasaría el verano descansando en su nueva casa. “Las noticias corren rápido”, pensé. No me quedé a dar explicaciones. Solo quería llegar a mi despacho y centrarme en algo que me hiciera olvidar los sucesos del último mes y medio de mi vida. Gillian sonrió al verme, colgó su teléfono y se lanzó a abrazarme como si fuera mi propia madre después de estar años sin vernos. Me sentí reconfortada por lo entrañable de aquel momento y me emocioné, logrando con esfuerzo controlar las lágrimas. Después de unos minutos hablando me informó que Heartstone había establecido la norma de pasar a ver a Madeleine antes de comenzar a trabajar. Ella era la Directora de Cuentas y era su trabajo asignarme el mío. Por lo tanto, no me quedaba más remedio que darle el gusto de regodearse un poco. ―Vaya, vaya, la hija pródiga ha vuelto. ¿Qué tal te encuentras, Cristina? ―Perfectamente, gracias por preguntar. Necesito una cuenta para empezar a trabajar ―dije sin dilación. ―Oh, querida, siéntate ―dijo con fingida amabilidad. Sus ojos estaban brillantes y su ceja se levantaba en actitud desafiante con cada palabra que salía de su boca―. Por aquí todos sienten tanto la pérdida de tu bebé..., algo que, claramente, ha afectado a vuestra relación de pareja ¿verdad? Pobre Jackson, lleva dos noches durmiendo en el despacho. No tiene bastante el pobrecito con arriesgar su vida por su país que, encima, cuando llega a su casa, su futura mujercita no lo quiere a su lado. Respiré profundo antes de abrir la boca. Analicé la provocación de Madeleine y llegué a la conclusión de que lo único que deseaba de mí era que explotara. Así podría ir a Jack a venderle el cuento. “Madura, Cristina. No vale la pena un enfrentamiento así”. ―Gracias por preocuparte, Madeleine, es un detalle. Y ahora, si eres tan amable, me gustaría volver al trabajo. ¿Puedes pasarme una cuenta tú, o debo ir a hablar primero con Heartstone? Su reacción me complació enormemente. La actitud condescendiente de Madeleine cambió y su habitual expresión de víbora malvada regresó a su rostro. Ya no me daba miedo. ―Debo hablar con Jackson antes de que te incorpores. Es la norma que ha establecido él mismo con todos los empleados. Y tú, señorita Sommers, prometida o no, eres una vulgar empleada más de esta agencia. Te comunicaré la decisión del Director en cuanto la tenga. Buenos días. Regresé a mi despacho y ocupé el tiempo revisando las pocas carpetas que quedaban en el cajón de mi mesa. La investigación de la policía por el supuesto topo de la empresa estaba a punto de finalizar, pero todo el material continuaba en manos de los agentes que se habían hecho cargo del caso. No había mucho con lo que entretenerse. Gillian interrumpió mis pensamientos asomando la cabeza por la puerta. Me traía un café con leche como a mí me gustaba y unas galletas de canela que había hecho ella misma. Le indiqué que pasara y se sentara a hacerme un rato de compañía. ―Dime, ¿falta alguien por incorporarse al trabajo o soy la última en volver? ―Creo que solo falta Reinaldo. Sus compañeros dicen que salió de aquí conmocionado y nadie sabe nada de él ―me explicó con un aire de misterio que me hizo sonreír por primera vez aquel día. Unas horas después, cuando ya me debatía entre irme a comer o marcharme a casa y volver al día siguiente, sonaron unos golpes en mi puerta. ―Adelante ―dije intentando disimular el abominable aburrimiento que me rodeaba y que me hacía bostezar una y otra vez. La puerta se abrió lentamente y la figura de Jack se personó en la entrada. Pasó al interior con cierto aire de superioridad, pero en sus movimientos podía ver duda e incertidumbre. Llevaba puesta su máscara de piedra y estaba tenso como la cuerda de un arpa. En las manos llevaba dos carpetas que dejó encima de la mesa. ―Hola ―saludé deseando ser un poco más locuaz en aquellas situaciones. ―No tenías que volver tan pronto ―dijo, siempre pensando en el bienestar de los demás. ―Lo sé, pero me aburría en casa ―”En casa”, me repetí sabiendo que esas palabras no tenían sentido si él no estaba conmigo―. Espero que no te importe, pero he ido a ver a Madeleine para que me asigne alguna cuenta. ―Sí, me ha dicho que estabas aquí. Se quedó parado delante de mi mesa mirándome a los ojos sin pestañear. Era una situación extraña, pues hacía dos días que no nos veíamos y me sentí francamente incómoda, y triste, todo sea dicho. Cuando el tiempo se alargó lo suficiente como para que empezara a resultar violento, instintivamente levanté una ceja y él reaccionó. ―Dos cuentas ―dijo empujando las carpetas que llevaba en la mano hacia mí―. Una de cereales y otra de café. No son gran cosa pero quizás tengas que viajar. ―Gracias ―dije mirando sus cansados ojos azules. Había pasado mucho tiempo y muchas cosas desde la primera vez que me fijé en ellos, pero nunca dejarían de maravillarme. ―¿Qué va a pasar con nosotros? ―soltó de repente, sorprendiéndome―. Me refiero a la boda, la casa, nuestros planes… ―No lo sé…, no creo que sea el momento… ―respondí cerrando los ojos e intentando controlar mis emociones. Cuando estaba cerca de él no podía pensar con claridad. ―Sí, tienes razón, no es el momento ―susurró desviando su mirada. Sonó triste y abatido y, por un momento, me sentí una mala persona―. Voy a esperar, Cristina. No me importa si es un día, una semana, o un año, pero cuando el momento de poner las cartas sobre la mesa llegue, quiero que sepas que deberás ser tú la que me busque. ―Lo sé. ―Bien, ponte a trabajar. Si necesitas cualquier cosa ya sabes donde puedes encontrarme ¿de acuerdo? ―dijo recuperando su entereza de jefe. ―De acuerdo ―respondí. Pero, antes de que se marchara, pregunté―: Jack, ¿estás durmiendo en el despacho? ―Eso es algo que, en estos momentos, no te incumbe, Cristina. Ponte a trabajar. *** Me centré plenamente en el trabajo que me habían asignado. Ambas cuentas, muy parecidas, requerían de algún elemento innovador que las posicionase en el mercado como productos estrella. Intentaba pasar la mayor parte de mi tiempo libre ocupada para no pensar en lo que estaba dejando enfriar unas puertas más allá de mi despacho, pero era casi imposible no hacerlo. Cada día, al llegar, al salir a comer, o en alguna reunión, me encontraba con él, y aquellas simples acciones, una sonrisa, algunas palabras cordiales, o un suave roce de nuestras manos que se sucedían en momentos determinados, se repetían en mi mente el resto del día. Pocas veces nos veíamos a solas. Creo que intentaba evitar esa situación. Jack era un hombre de fuertes impulsos y noté que se contenía para no perder el control conmigo. A veces, en reuniones con el personal, discutíamos por motivos de trabajo y siempre acababa sus argumentos con una mirada que me encendía la sangre. Cuando salía enfurecida de la sala, podía ver cómo se controlaba para no seguirme hasta el despacho y encerrarse conmigo hasta que no pudiera pensar más que en él. Otras veces, si había tenido que ser muy duro conmigo y mis opiniones, me enviaba notas o mensajes de disculpa. Él seguía siendo el jefe, al menos dentro de los muros de aquella empresa. *** ―El cliente del “Café Apestoso” ―dijo Gillian llamando a la cuenta por el nombre que secretamente le habíamos puesto después del asco que me producía el olor― quiere una reunión en su terreno. ¿Te miro los vuelos? Habrá que hacer combinaciones para que llegues con tiempo de quitarte el jet lag. ―¿Dónde quieren la reunión? ¿En Australia? ―pregunté sorprendida. ―En Roma. Tienen las oficinas centrales en Roma, Italia. ―¡Joder! ¿Y para cuando quieren la reunión? ―Para la semana que viene ―dijo Gillian con pena, al ver mi cara de agotamiento. Suspiré resignada y con un ademán le indiqué que continuara con su trabajo. ―Bien, mira a ver qué puedes hacer con los vuelos y el hotel, ¿ok? A la mañana siguiente me quedé durmiendo. El despertador sonó, pero había pasado una mala noche de pesadillas y cuando lo apagué, me di media vuelta y continué descansando plácidamente. Por la tarde, cuando llegué a la oficina, lo primero que hice fue prepararme un gran vaso de té helado para afrontar la ola de calor sofocante que sufría Nueva York. En el office me encontré con Jack que, sorprendentemente, iba en mangas de camisa y sin corbata. ―Hola ―dije al entrar dándole un pequeño susto. ―Hola, no te había oído. ¿Qué tal estás? ―preguntó cortésmente. ―Oh, bien, con mucho calor pero bien. Gracias. ¿Y tú? Me recorrió con la mirada haciéndome sentir algo incómoda. Luego soltó el aire bruscamente y continuó preparándose un café sin responder a mi cortés pregunta. Cuando ya creí que no lo haría, apoyó el peso de su cuerpo en la encimera de mármol e hizo un gesto de exasperación. ―¡No estoy bien, maldita sea! No puedo estar bien cuando te echo de menos a cada instante. ¿Contesta eso a tu pregunta? Levanté la mirada sorprendida y vi su cara de cansancio y sus ojeras. Sentí ganas de echarme en sus brazos y besarlo, pero justo en ese instante escuché risas femeninas y una sensual voz que lo llamaba con urgencia. Cerró los ojos y suspiró sabiendo que el momento había pasado y se había perdido la oportunidad. Furiosa, recorrí los escasos metros que me separaban de mi despacho, pasando por delante del suyo. Al mirar, no pude evitar detenerme y observar a la rubia de piernas largas que descansaba como al descuido en el sillón de Jack. ―¿Desea algo, señorita? ―dijo ésta deteniendo el balanceo de su pie. Madeleine me miró en ese momento y sonrió despiadadamente. ―No te preocupes, es la concubina del rey ―dijo como al descuido, riendo malévolamente y haciendo que a la mujer se le quedara la boca abierta. Bullía por dentro, rabiosa. Aquella tarde mi creatividad había quedado reducida a cero y la única buena idea que me venía a la cabeza, una y otra vez, era la cabeza de Madeleine en una bandeja dentro del horno. Durante un buen rato tuve que contener las ganas de irrumpir violentamente en el despacho y besar a Jack pasionalmente. Así, a las dos zorras aquellas no les quedaría ninguna duda de cuáles eran nuestros sentimientos. Pero con cada segundo que pasaba me iba sintiendo más y más patética hasta que abandoné la idea y me marché a casa derrotada. Hacer algo de deporte por la mañana temprano se había convertido de nuevo en una prioridad. También lo era centrarme en el trabajo y olvidar, en la medida de lo posible, el recuerdo de aquellos ojos azules. Debía dejar preparada la cuenta del café para mi presentación en Roma, y ya que corría menos riesgos trabajando desde casa, hice que me pasaran la información a mi portátil y desaparecí de HP por unos días. Pero, tal y como dictaban las normas de la empresa en el caso de que se solicitara desde las altas esferas, todo nuestro trabajo debía pasar por las manos de la Directora de Cuentas antes de ser expuesto al cliente. Y, por supuesto, tal y como esperaba, Madeleine no tardó en recordarme su superioridad sobre mí y convocó una reunión justo el día antes de marcharme a Europa. ―Jueves por la tarde, a las siete ―me dijo Gillian. Eso me dejaba el tiempo necesario para contrastar algunos datos con los chicos de Marketing el jueves por la mañana. O eso creí, hasta que un mensaje de Gillian me indicó que la Bruja del Norte había pasado la reunión a las diez de la mañana. “¡Hija de… A la mierda mis planes!”, bufé, asumiendo que tendría que hacer yo el trabajo correspondiente a Marketing si la presentación tenía que estar lista para esa hora. Una vez leí en un libro de autoestima que la mejor forma de crear emociones positivas es teniendo emociones positivas. La mañana del jueves, pese a tener un terrible dolor de cabeza, una indigestión en toda regla y la ligera sensación de que quedarme trabajando sobre la toalla, después de un refrescante baño, me había causado una infección de orina, decidí ser positiva como recurso preventivo al día que me esperaba. También me tomé un par de analgésicos después de vomitar parte de la cena y me bebí un zumo de naranja para reducir un poco los calambres de la cistitis. Cada vez que pasaba por un espejo sonreía y me decía a mí misma que ese día iba a ser un buen día. Pero los astros se habían alineado para que estuviera equivocada. ―Cristina, espera ―me llamó Gillian cuando ya iba camino a la sala de juntas. Me giré y la vi llegar corriendo con un papel en la mano―. Madeleine ha vuelto a cambiar la hora de la reunión. Será a las siete de nuevo ―me tendió el papel con el recado. ―Hija de puta ―susurré apretando los dientes. “Emociones positivas, Cristina, emociones positivas”, me recordé como un mantra. Cuando llegué a la reunión, un par de minutos antes de la hora acordada, Madeleine y dos tipos de Marketing de la empresa ya estaban esperando con caras de pocos amigos. “¿Qué coño hacen aquí estos dos idiotas?”, me pregunté observando las caras de los dos reconocidos lameculos de HP. ―Buenas tardes, Sommers. Llegas tarde ―dijo uno de los tipos del que no recordaba el nombre. ―¿Perdona? La reunión era a las siete ―contesté sacando las uñas ya desde el primer momento. “Menudo baboso gilipollas” ―Bien, veamos lo que nos traes, Cristina ―intervino Madeleine con su delicada ceja levantada. “Como me gustaría tener un pedazo de cera ardiendo para depilarte esa insolente ceja, zorra”, dijo mi yo más salvaje. Sonreí. Hice mi exposición como si ellos fueran mis clientes. No les dejé replicar, añadir o quitar nada de cuanto salió de mi boca. Me sentía como si fuera mi examen de final de carrera. Tres rostros sin expresión alguna susurraban entre ellos y anotaban cosas que me traían sin cuidado. Lo que ellos no sabían era que no pensaba cambiar ni una sola coma del trabajo que había hecho. Cuando finalicé, recogí los papeles que había ido dejando sobre la mesa y sin prestar atención a los que me observaban sin disimulo, me encaminé a la puerta. ―¿Adónde vas? ―preguntó Madeleine sorprendida. ―A preparar las maletas, mañana debo salir de viaje ―contesté falsamente relajada. Sabía que no me dejaría irme así como así. ―Hay algunas cosas, señorita Sommers, que deberíamos discutir antes de que se marche, ¿no cree? ―dijo uno de los lameculos revisando las anotaciones que había hecho durante mi exposición. ―Pues no veo qué cosas quieren discutir. Disculpe, no recuerdo su nombre ―”Chúpate esa, gilipollas” ―Blirt, Howard Blirt, de Marketing ―dijo sonriendo, el muy tonto. ―Pues bien, señor Blirt, a estas alturas no tengo intención de cambiar nada de la campaña porque, como ustedes comprenderán, desde hoy a las… ―Miré el reloj― ocho y media de la tarde, a mañana a las doce, en que sale mi avión, no me queda mucho margen de maniobra para los cambios o indicaciones que ustedes quieran hacer. Y ahora, si me disculpan… ―Esta cuenta no puede presentarse al cliente porque no tiene la aprobación del departamento ―dijo el otro idiota mirando a Madeleine de reojo. ―¿No? ¿Usted cree? Pues va a tener que ir a decírselo al señor Heartstone usted mismo. Y recuérdele, de paso, que quien la ha elaborado ha sido su prometida. Cuando regrese de Roma ya me cuenta qué le dijo el señor Heartstone ―dije jugando sucio. No quería utilizar la carta de la prometida pero me sentí poderosa haciéndolo. Juego sucio. Vi la indignación crecer en los ojos de los dos hombres. También me fijé en que ambos buscaban con la mirada a Madeleine, que se había mantenido en silencio sin quitarme los ojos de encima. ―¿Quién ha hecho el trabajo que corresponde a su departamento? ―preguntó ella, al fin, señalando a los dos hombres con un leve gesto de la cabeza.
―¿Quién crees que lo ha hecho? Tenía la cita cerrada con Marketing para esta mañana, pero al cambiar la hora de esta reunión y pasarla a las diez, tuve que hacer yo el trabajo. Luego resulta que la reunión ha vuelto a su hora original, pero ya no había nadie disponible en el departamento para que revisaran mi estrategia antes de las siete. Yo ya he hecho este trabajo en otras cuentas y a nadie pareció importarle que les quitara faena. La estrategia es perfecta y no he oído aún de vuestras bocas nada que me indique lo contrario, por lo tanto, no veo qué sentido tiene si cuenta o no con su aprobación. Y lo que es más importante, no veo qué sentido tiene que me hagáis perder el tiempo de esta forma.

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Algo Contigo
RomantikA Cristina Sommers y a Jackson Heartstone no los une el destino aquella primera noche, sino el don sobrenatural de ella: algunos extractos de sus sueños tienden a convertirse en la más cruda realidad. El mundo de la publicidad es su bien común, sin...