Capítulo 34

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Jack se había negado en un primer momento a aceptar la invitación para cenar con Jesús Sánchez. Algo había pasado entre ellos dos, algo grave, pero ninguno de los dos estaba dispuesto a contar nada. Y yo, dadas las circunstancias, prefería no insistir. Saludamos a nuestros anfitriones cuando llegamos al restaurante. María estaba rejuvenecida, con un brillo en la mirada que transmitía felicidad. Por el contrario, su marido se mostraba sombrío y distante. ―¿A quién esperamos? ―dije cogiendo la mano de Jack cuando tomamos asiento. La mesa estaba servida para seis personas. Los Sánchez se miraron entre ellos pero no dijeron nada. Levanté las cejas interrogante y María sonrió tímidamente. ―Llegarán enseguida ―contestó sin dejar de sonreír. Una sensación de alarma se apoderó de mi pecho y, sin querer, apreté los dedos de Jack llamando su atención. ―¿Qué sucede? ―me susurró. Su mano acarició mi mejilla y cerré los ojos disfrutando de su tacto. Era embriagadora aquella forma suya de acariciarme―. ¿Estás bien? ―preguntó a escasos milímetros de mis labios. Asentí y sonreí levemente―. Te amo ―murmuró pasando su dedo pulgar por mis labios. Luego me besó tan pausadamente, con tanta dedicación, que deseé estar de vuelta en la habitación de casa de los Sánchez. ―¡Por Dios Santo, Jackson! Si la sigues besando así la vas a consumir ―dijo la poderosa voz de Robert Preston a la vez que le daba una fuerte palmada en la espalda. La mirada sonriente de Alexandra se cruzó con la mía, avergonzada, y me guiñó un ojo. ―¡Mamá! ¡Preston! ¿Qué hacéis vosotros aquí? ―dijo Jack realmente sorprendido. No se mostró muy alegre con el reencuentro. De hecho, la mirada que le dirigió a Jesús Sánchez fue asesina. ―Jesús nos sugirió que viniéramos a pasar unos días a La Habana mientras estáis aquí y, bueno, aquí estamos. Además, estábamos preocupados ―dijo Alexa. ―Estamos bien. Todo ha pasado ya ―intervine agradecida. Cenamos en un ambiente distendido pero algo tenso por la relación entre Jack y Sánchez. A nadie le pasó inadvertida la creciente animadversión que había entre ellos, aunque todos decidimos ignorar los motivos. Cuando terminamos de cenar y la conversación perdió fuelle, Jesús miró a Jack fijamente y se dirigió a los Preston. ―Alexa, Robert, creo que Jack debería contaros algunas cosas ―dijo enfureciendo a Jack. ―No es el momento ―musitó éste apretando los dientes. ―Es tan bueno como cualquier otro. ―¡Pues díselo tú! ―exclamó Jack incapaz de aguantar más y llamando la atención de algunos comensales del restaurante―. ¡Hazlo! ¡Al menos así limpiarás tu conciencia! ―¡Jack! ―exclamé. Un pesado silencio se extendió por el restaurante. Alexandra y Preston, con los ojos muy abiertos, miraban a unos y a otros buscando una explicación sensata a toda aquella tensión. De pronto recordé fragmentos de conversaciones. María sabía quién era Sael. Había oído a su marido hablar sobre el tema hacía meses. ¿Cómo era posible? Yo viví el encuentro entre Jack y Samuel, vi la reacción de Jack y escuché la pulla que su hermano le lanzó. “Oh, vamos, Jackson, pensé que Sánchez ya te lo habría contado”. Un fuerte dolor de cabeza empezó a fraguarse encima de mis ojos. Aquello no podía acabar bien. ―¿Qué sucede? ―preguntó Preston alarmado. El rostro blanco como la nieve de Alexandra perdió la felicidad que había traído consigo desde Londres. ―El tipo al que detuvimos… ―Jack hizo una pausa, cogiendo aire―, es Samuel. Miradas de sorpresa precedieron a otras más incrédulas. La información tardó en ser asimilada, pero cuando lo hizo, golpeó tan fuerte que causó estragos. ―¡Samuel murió! ―exclamó Alexandra. ―No, madre, no murió. Eso fue lo que quiso que creyéramos ―dijo cogiendo la mano de Alexa, que mantenía la vista fija en algún punto perdido en su regazo―. Te estoy diciendo la verdad. ―¿Desde cuándo lo sabes? ―preguntó fríamente, levantando la cabeza y mirándolo con algo muy parecido al odio. Jack retó a Sánchez con su intensa mirada y lo obligó a desviar la suya, arrepentido de su equivocada decisión de ocultar algo tan valioso como aquella información. ―Eso es mejor que se lo preguntéis a él ―dijo haciendo un gesto con la cabeza en dirección a Sánchez. Todos quedamos de nuevo en silencio, esperando que el aludido dijera alguna cosa, pero él negó con la cabeza. Después de unos minutos Alexandra se puso en pie y se colocó la chaqueta. ―¿Dónde está? ―preguntó mirando a Jesús Sánchez. Preston se levantó como para ayudarla pero ella no dejó que la tocara. ―En La Villa2, hasta que lo juzguen ―respondió Sánchez. ―Estoy segura de que mañana podrás arreglarlo para que pueda verlo a primera hora. Si es mi hijo, es justo que le diga algunas cosas. ―No sé si será posible… ―contestó el aludido. ―Haz que lo sea. *** Los gritos llegaban hasta nuestra habitación y se colaron en mis sueños interrumpiéndolos de manera estrepitosa. Levanté la cabeza intentando escuchar con más claridad de dónde salían y vi que Jack no estaba en la cama a mi lado.
Reconocí su voz al instante y, temiéndome lo peor, me puse una bata por encima y salí al pasillo. ―Por favor, querida, ve y detenlos. Yo no soy capaz ―dijo María desde la puerta de su habitación. Temblaba y estaba muy asustada y nerviosa. ―¿Pero qué sucede? ―pregunté. ―Están discutiendo. Ya sabes por qué. No dejes que continúen ―suplicó llorando―. Mi Jesús no está bien del corazón. Se pondrá enfermo y lo perderé. Haz algo, hija, por Dios. Bajé las escaleras de la casa corriendo. Escuchaba a Jack gritar como un energúmeno y a Sánchez defenderse en el mismo tono. El escándalo era grotesco. ―¡Basta ya! ¿Os habéis vuelto locos? ―grité cuando abrí la puerta del despacho sin previo aviso. Ambos se sobresaltaron y me miraron con sus respiraciones alteradas y sudoración en la piel. Era la primera vez que veía a Jack fuera de control. Había perdido los estribos por completo―. ¡Dejad de pelearos, maldita sea! Sois dos completos idiotas ¡los dos! Acabad con esto… ¡Ahora mismo! ―grité nerviosa al ver las miradas de odio que se profesaban. Jesús Sánchez apartó su mirada de la de Jack para fijarla en la mía, dura e implacable, tal y como había aprendido de mi futuro marido. ―María está muy inquieta, debería subir a tranquilizarla para que deje de preocuparse. El hombre salió del despacho con la cabeza gacha y una expresión de desolación tan grande que me dieron ganas de abrazarlo y decirle que todo pasaría. Luego me fijé en Jack, tan grande, tan enfurecido, abría y cerraba los puños como si se preparara para estrellarlos contra la superficie de la mesa. ―No sé qué coño pretendes con esto, Jack, y no espero que me lo cuentes, pero lo que sí espero, desde ya, es que cambies esa actitud en esta casa. Fuera cual fuera el motivo por el que Sánchez hizo lo que hizo, ésta no es forma de solucionarlo. Tú mejor que nadie sabes que de haber conocido esa información habrías estado jodido. Estoy segura de que no te lo dijo para protegerte y para que pudieras acabar el trabajo que tanto tiempo te ha llevado. Estás dolido, lo sé, pero es hora de que lo superes porque Sánchez está enfermo y no va a vivir siempre... ―¿Quién te ha dicho eso? ―preguntó atónito. En su cara se veía la incredulidad y la sorpresa. ―María ―respondí. ―¡Maldita sea! ―dijo saliendo por la puerta a paso firme. Y se marchó de la casa. A la mañana siguiente coincidí en la cocina con mi anfitrión. Su rostro, lustroso y siempre sonriente, en esos momentos era un conjunto de facciones demacradas, carentes del esplendor que tanto me llamó la atención cuando lo conocí. ―Lamento el espectáculo de ayer, Cristina. No debió pasar y no volverá a suceder ―dijo Jesús en tono fatigoso. ―¿María se encuentra bien? ―Está cansada y el médico tendrá que venir luego, pero se pondrá bien. ―Está enferma ¿verdad? Ambos lo están. ―Tiene cáncer. De páncreas. La operaron hace algunos años y desde entonces todo ha ido muy bien. Pero la última revisión no ha sido positiva. ―Oh, Dios mío, no ―murmuré abatida. Los ojos del anciano se humedecieron y un nudo me cerró la garganta impidiéndome continuar. Cuando me sentí con fuerzas para seguir hablando, le cogí de la mano y se la apreté. ―Espero que el médico también venga a verle a usted. No tiene buen aspecto ―dije mirándole a los ojos. Se apartó un poco molesto por recordarle sus dolencias y suspiró. ―No me gusta perder el tiempo con matasanos. Al final uno se muere y ya está… ―¿Y qué pasa con los que nos quedamos? Él negó con la cabeza y bajó la mirada, desarmado, incapaz de ocultar la tristeza que había en su maltrecho corazón. ―¿Qué pasó anoche? Cuéntemelo. Se lo preguntaría a Jack, pero él todavía no se ha levantado de la cama. Se quedó en silencio durante tanto tiempo que pensé que no me contestaría. Tenía la mirada perdida en algún punto al otro lado de la ventana de la cocina. La lluvia continuaba cayendo con fuerza y su sonido sedante me dejó también a mí algo pensativa. ―Piensa que le tendí una trampa al ocultarle información, pero no es cierto. Lo hice por su bien. ―Lo sé. Y él también lo sabe. Pero entienda que fue muy duro enterarse de quién era el tipo al que andaba persiguiendo desde hacía tanto tiempo. Samuel se lo escupió a la cara, le dijo que usted lo sabía, que pensaba que se lo habría contado. Fue terrible ―intenté explicarle. ―Todos hemos vivido engañados por Samuel desde siempre ―dijo abatido―. Cuando teóricamente murió, Alexa culpó al resto del mundo de no haber protegido tanto a su hijo pequeño como al mayor, un hijo mayor que ni siquiera era suyo. Pero Samuel no era como Jack. Era ruin y se movía por intereses. Sus actividades a este lado del país llegaron a mis oídos e intenté hacer todo lo posible por protegerlo, por llevarlo por el buen camino. Pero no hubo forma. ―Jack me lo contó. Él también hizo todo lo posible, pero no lo consiguió. ―Yo solo quería proteger lo único bueno que quedaba en esa familia. No quería que el odio cegara a Jackson en sus decisiones y, sin embargo ¿de qué me ha servido? Lo he perdido a él también ―murmuró con lágrimas resbalando por sus pálidas y hundidas mejillas. ―Jack es muy temperamental, ya lo sabe, pero acabará entendiendo que obraste como lo habría hecho un buen padre. Tras la conversación con Sánchez subí a la habitación y descorrí las cortinas para que la fría luz de aquella lluviosa mañana entrara e iluminara la cueva en la que estaba hundido Jack. Lo convencí para que, al menos, se levantara de la cama y se diera una ducha. Poco a poco fui haciéndole ver que su actitud, aunque justificada, no le llevaría a ningún sitio. Le hablé del arrepentimiento de Sánchez, de sus intenciones al ocultar aquella valiosa información, de su preocupación por haber perdido al que era como su hijo, y lo acicateé para que cambiara el semblante y pasara página de una vez. Finalmente, después de describirle su actitud como infantil, egoísta y desdeñosa durante una larga hora, logré que reaccionara con furia y dejara salir lo que le atormentaba tanto. Se sentía engañado por alguien que había sido como su padre y eso le dolía como si le estrujaran las entrañas. Era comprensible y se lo dije, pero no era el fin del mundo. Accedió a acompañar a su madre y a Sánchez a la cárcel, en la que se encontraba recluido Samuel. Era algo que debía hacer por ella, pues enfrentarse sola a una visita de esas características podría dejarla marcada de por vida. Su hijo, el que había muerto hacía casi tres años, era un traficante de drogas y armas, cabeza de un conocido cártel, que intentaba, a toda cosa, destruir a su hermanastro y a toda su familia. Era un argumento de peso para que una madre se volviera completamente loca, y, dado los antecedentes depresivos que supe había tenido Alexandra, era mi obligación hostigar a Jack para que la protegiera y le prestara el apoyo debido. A la salida de la cárcel, un par de horas más tarde, Jack me llamó por teléfono para que me reuniera con él a la salida de la finca de los Sánchez. Su voz sonaba extraña, pero había perdido el matiz hostil que lo había acompañado desde la noche anterior. ―¿Qué sucede? ―pregunté intrigada cuando subí al coche de cristales ahumados. Jack hizo una seña al conductor para que emprendiera la marcha justo cuando el coche de Jesús llegaba a la casa. Lo miré esperando una respuesta, pero sus ojos estaban clavados en el cristal. ―¡Eh! ¿Se puede saber qué pasa? Me estás asustando. ―No pasa nada. Solo quería salir a pasear antes de la comida ―dijo cogiéndome la mano y mirando mis ojos con intensidad. ―¿Ha ido bien? ―pregunté. Me moría de curiosidad por conocer los detalles de la visita, la reacción de Alexandra y la de Samuel, por supuesto. ―Ha ido bien, tranquila. Mi madre es una señora, por encima de todo. Aunque a punto ha estado de perder los papeles y abofetearlo como si fuera un adolescente maleducado ―me explicó con una media sonrisa en los labios. Cuando hacía ese gesto me volvía loca. ―¿Y tú? ¿Estás bien? ―Estoy bien, pequeña. No podría estar mejor ―respondió llevándose mis dedos a los labios. Contuve el aliento cuando su lengua rozó la yema de mi dedo índice. Un fuego interior ardió espontáneamente contra mi pecho y entre mis piernas y, sin quererlo, un gemido escapó entre mis labios. Su mirada se hizo más profunda, su mano recorrió mi brazo hasta el cuello y ejerció una deliciosa presión que me hizo cerrar los ojos. Cuando volví a abrirlos estaba más cerca de mí, casi encima y me sorprendí cuando la mampara negra que nos separaba del conductor comenzó a subir, aislándonos en el coche. ―¿Hace falta… ―Hizo una pausa y me desabrochó los botones de la chaqueta― …que te diga… ―Otra pausa para sentarme sobre sus piernas― …que me muero… ―Su mano subía lentamente por el interior de mi pierna, perdiéndose bajo la falda― …por tener… ―Lentamente llegó hasta mi tanga y me acarició por encima de la tela, algo húmeda ya― …algo contigo? ―Con la yema de sus dedos rozó mi clítoris palpitante haciéndome jadear. De un tirón, arrancó el fino encaje y lo tiró a un lado. Luego, con un movimiento rápido y desconcertante, me colocó a horcajadas sobre sus piernas dejándome expuesta bajo la falda de tela negra. ―Jack, ¿te ha vuelto loco? Nos van a ver ―dije sofocada. ―No nos ve nadie. Ven aquí ―. Me atrajo hasta que nuestras bocas se unieron en un hambriento beso. La tela de su pantalón rozaba la tierna carne de mi sexo húmedo volviéndome loca con sus caricias. ―Estás loco ―jadeé incrédula ante el orgasmo que se anunciaba sin que me hubiera tocado aún. ―Sí, Cuba tiene este efecto en mí. Me vuelvo loco por besarte, por saborearte, por devorar cada centímetro de tu cuerpo ―dijo al tiempo que rozaba mis labios vaginales con sus dedos. ―Nada de preliminares hoy, por favor. Te necesito ya ―le ordené excitada, al borde de la desesperación. Le desabroché el cinturón del pantalón como pude y tanteé el botón y la cremallera con manos torpes hasta que logré sacar su duro miembro. Estaba caliente y palpitante. La fina piel estaba tensa y algo húmeda. ―Eres único para encontrar el momento menos adecuado ―dije acomodando la cabeza de su verga en la entrada de mi sexo. ―Soy único para ti, para todo. Ahora y siempre. Dímelo. ―Ahora y siempre ―dije complacida al notar como su grueso pene entraba en mí, centímetro a centímetro, llenándome por completo. Con una rápida embestida de sus caderas completó la penetración, que me supo a gloria bendita. Un emido escapó de sus labios cuando dejé caer del todo mi cuerpo sobre él, introduciéndolo más. ―Oh, Dios ―jadeó comenzando a bombear dentro de mí tan frenéticamente que no pude evitar gritar, mientras el movimiento de mis caderas llevaba sus acometidas más y más dentro. Arqueé la espalda ofreciéndome a su boca. Sus manos calientes se posaron alrededor de mis turgentes pechos y los masajearon con dedicación. Estaban hinchados y sensibles, y el simple roce de sus dedos sobre mis pezones me provocó un latigazo de placer. Su lengua lamió con intensidad la rosada aureola y sus dientes rozaron un pezón, castigándolo, para luego repetir la operación con el otro. Cuando comenzó a succionar ávidamente, me dejé ir embriagada por aquella erótica imagen. El orgasmo fue sensacional, nuestras bocas se buscaron y se amaron con intensidad cuando las oleadas del éxtasis fueron reduciéndose poco a poco. Y cuando, por fin, nuestras respiraciones se hicieron pausadas y acompasadas, Jack indicó al conductor que nos llevara de vuelta a la casa. *** ―¡Por fin! ―exclamó Preston cuando nos vio entrar de la mano por la puerta del restaurante―. Alexa se ha negado a contar nada hasta que no estuvierais aquí. ―No hacía falta que esperarais ―dijo Jack acercándose a ella y dándole un cariñoso beso en la mejilla. Según relató la mujer, Samuel se había quedado de piedra al verla. Tanto Alexandra como Jack le habían hecho preguntas que éste se negó a responder, pero cuando ella le preguntó por qué había hecho todo aquello, por qué había fingido su propia muerte y les había hecho creer que había desaparecido, con todo el sufrimiento que eso les había traído a todos, Samuel se rió a carcajadas. ―Dijo palabras muy crueles. Algunas merecidas, nunca fui una buena madre, pero otras… ―Tragó saliva, intentando continuar con el tono despreocupado con el que estaba contando la historia, pero no tuvo mucho éxito y Preston le cogió la mano para conferirle fuerza―. No me dejó explicarle nada. No entendía cuáles habían sido los motivos que me habían llevado a marcharme. Dijo que yo había sido la culpable de todo, y quizás tenga razón… ―No te tortures, madre ―intervino Jack pasándole un brazo por los hombros cariñosamente―. A mí me acusó de lo mismo. Yo también intenté ayudarle y tampoco pude. Me tomó el pelo como a todos, me engañó. Samuel no quería que lo ayudásemos; si hubiera buscado ayuda, la habría encontrado y ahora no estaría donde está. Todos asentimos dando la razón a Jack, incluso Jesús Sánchez que había escuchado sin decir ni una palabra. Había orgullo en la mirada del anciano cuando él hablaba, pero también tristeza. Olvidar la traición y el engaño del pequeño de la familia sería algo bastante improbable, al menos, por el momento. El dolor perduraría, pues no hay nada peor que haber llorado la muerte de un hijo. Pero cuando ese hijo te ha engañado y se ha convertido en un asesino… estoy segura de que muchas madres desearían que estuviera muerto, tal y como lo había creído Alexandra durante tanto tiempo. A la mañana siguiente, con algunas molestias en la espalda y un dolor de cabeza horrendo, volvimos a Nueva York. Alexandra y Preston se quedaron unos días más en La Habana, poniéndose al día con los Sánchez y planificando el próximo encuentro con motivo de nuestra boda. En casa nos esperaba una desesperada e impaciente Lina, que me abrazó y me besó tanto, que tentada estuve de mandarla de vuelta a su casa sin piedad. Nos quedaban algunos detalles importantes por resolver para que todo estuviera preparado para la boda, y me imbuí de lleno en ellos antes de que se hiciera demasiado tarde y algo fallase. Jack, por su parte, pasaba los días en el despacho de la empresa. Había perdido algunos clientes importantes que se habían marchado a la competencia y se había creado un vacío de poder que muchos de los empleados más antiguos querían ostentar. La marcha de Madeleine, la renuncia de Bill Baster y la falta de Reinaldo y de Noa habían hecho mella en la gestión de la empresa. Todo eso sumado a la puesta en funcionamiento de la sucursal en Londres para la que no tenía gerente, traía a Jack de cabeza y lo llenaba de constantes preocupaciones. Sabiendo lo necesitado que estaba de ayuda, unos días después de haber regresado decidí pasar por HP y echar un cable a mi futuro marido para que no llegara al día de nuestra boda estresado y consumido. El coro de rubias me dio la bienvenida alabando mi perfecto estado de salud, mi sensacional peinado y mi traje blanco, que disimulaba el embarazo gracias al maravilloso corte de la chaqueta. ―Puedes avisar al señor Heartstone, por favor ―dije a la rubia que le pasaba los recados a Jack al despacho. Ella me miró con cara de culpabilidad e hizo un mohín―¿Está ocupado? ―pregunté. ―Sí, señorita Sommers. Está reunido en estos momentos y ha pedido que no se le moleste. ―¿Puedo saber con quién está reunido? ―pregunté extrañada. Había consultado su agenda del ordenador, como me había pedido que hiciera un millón de veces cuando le preguntaba que había hecho durante el día, y no había ninguna cita apuntada. La rubia dudó unos instantes y luego consultó, sin necesidad, la agenda de Jack. ―Está con la señorita Faradai, de Faradai Byte. ―Sí, sé de dónde es la señorita Faradai ―dije un poco más brusca de lo necesario―. Bien, estaré en mi despacho. Cuando termine la reunión, por favor, avisad a Gillian para que me lo diga. ―Pero es que su despacho ahora está ocupado y la señora McGowan ya no trabaja aquí, señorita Sommers. ―¿Cómo? ―exclamé incrédula. No podía dar crédito a lo que estaba escuchando.
Una irracional ira acabó con el poco raciocinio que me quedaba después de saber con quién estaba Jack reunido, y sin esperar a una explicación por parte de la rubia en cuestión, salí disparada hacia el despacho ignorando las protestas que sonaban tras de mí―. Al cuerno con los dictados del señor Heartstone. Recorrí el pasillo que llevaba al despacho de Jack y abrí la puerta justo cuando la refinada ejecutiva, con el cutis perfecto y su pulcro recogido italiano, se sentaba en la mesa delante de mi futuro marido, el cual la observaba repantingado en su sillón. Solo le faltaba relamerse y frotarse las manos antes de comerse el trozo de pastel. ―¿Se puede saber dónde coño está Gillian? ¿Y qué demonios has hecho con mi despacho? ―grité como una vulgar dependienta de mercadillo ante la estupefacción de la perfectísima señorita Faradai. ―Cristina, te presento a Jaimmie Faradai, abogada de Faradai Byte. ―La miré un segundo y volví a fijar mis furiosos ojos en el rostro divertido de Jack, que sonreía como un niñato malcriado. ―No me has contestado. Dime por qué Gillian ya no trabaja para nosotros y por qué has convertido mi despacho en… ¡en lo que sea! Yo aún trabajo aquí y tú no tienes… ―Cristina, por favor. Si te sientas y te comportas como las personas civilizadas contestaré a tus preguntas y te lo explicaré todo. Si no eres capaz de comportarte como una persona, te sugiero que te esperes en el pasillo hasta que se te pase el berrinche. ―Yo me marcho ya, Jack. Ha sido un placer volver a verte. Es una pena todo lo que ha sucedido con Madeleine, pero si es para mejor, me alegro. Si te parece bien, te confirmo si puedo o no puedo ir a lo que hemos hablado antes ¿vale? Gracias por todo, cielo ―dijo levantándose de la mesa de forma insinuante y dándole un cariñoso, demasiado cariñoso, beso en la mejilla antes de coger sus cosas y salir por la puerta sin mirar en mi dirección. ―¿Qué es lo que te tiene que confirmar, cielo? ―pregunté enfurecida, poniendo el énfasis en la última palabra, la que ella había pronunciado con cierto aire de superioridad. ―No soporto que hagas eso, Cristina ―dijo volviéndose en su silla para mirar por el enorme ventanal del despacho. ―¿El qué? ¿Que te espante a las mosconas que revolotean a tu alrededor? ¿Que te pregunte a qué coño se refería la señorita Faradai cuando ha dicho que te confirmaría algo otro día? ¿O que te llame ‘cielo’, cielo? No te ha importado cuando lo ha hecho ella. ―Estás haciendo el ridículo más grande de tu vida. Haz el favor de parar ya, o lárgate de mi despacho. Tengo un montón de cosas por resolver y lo último que necesito es una novia celosa ―dijo volviendo a sus asuntos entre el montón de carpetas que le inundaban la mesa. ―Respóndeme a lo que te he preguntado y me largaré para dejarte en paz tanto tiempo como te dé la gana, así podrás dedicarte a las conversaciones cariñosas con la competencia ―le espeté. ―Cristina, ven aquí ―me ordenó con el semblante serio. Yo negué con la cabeza y me crucé de brazos en medio del despacho ―. Ven aquí, te he dicho. ―Contéstame a lo que te he preguntado. Jack pasó las manos por su cabeza, desesperado, y soltó el aire visiblemente cansado. ―¿Qué quieres que te conteste? ―¿Dónde está Gillian y por qué ha desaparecido mi despacho? ―le recalqué de nuevo, hablando lentamente de forma intencionada. Sabía que eso lo sacaba de sus casillas. ―Tu despacho ahora es el archivo del Departamento de Cuentas. Necesitaban un lugar donde almacenar todo el material. En cuanto a Gillian, le ofrecí un puesto mejor y lo aceptó. ¿Contenta? ―¿Un puesto mejor? Entonces ¿no ha abandonado la empresa? ―pregunté algo confundida con los cambios. ―No, no ha abandonado la empresa. Gillian es la nueva gerente de HP en Londres. Necesitábamos una persona responsable que supiera cómo funcionamos aquí y que tuviera la confianza de mi Directora de Cuentas, y no se me ocurrió nadie mejor que ella. ―No me lo habías dicho ―dije avergonzada. ―He estado algo ocupado, por si no te habías dado cuenta. ―Sí, con rubias de piernas largas ―le espeté. ―¿Quieres hacer el favor de dejar ya esa actitud celosa y tonta y venir a sentarte aquí conmigo? ―dijo dándose unas cuantas palmadas sobre las rodillas. Me acerqué y me senté encima de sus piernas sintiendo, al instante, como sus manos rodeaban mi cintura con suavidad y me acercaban a él hasta quedar pegados por completo. ―Dime qué hacía Jaimme Faradai aquí ―dije entrecerrando los ojos. ―Es mi amiga desde hace mucho tiempo. ―”¡Y una mierda!”, pensé, transmitiéndole mi incredulidad con la mirada. Suspiró cansado y cerró los ojos cediendo a mis insistencias―. ¡Está bien! Hubo algo entre nosotros pero de eso hace más de quince años. Ya no hay nada entre Jaimme y yo, Cristina, ni lo habrá jamás. ―¿Y qué demonios hacía aquí? ―Se enteró de lo de Madeleine y vino a conocer la historia de primera mano, solo estaba aquí por eso. Fin de la historia. ―No, fin de la historia no. Ella sigue pillada por ti, se nota a la legua, y esas visitas que te hace no me gustan nada. Tengo un sexto sentido para estas cosas, créeme ―insistí. ―Pues, perdona que te diga, querida, pero tu sexto sentido está atrofiado del todo. ―Y una mier… ―No le gustan los hombres ―me interrumpió antes de que acabara―. Jaimmie es gay, cielo. Le gustan las mujeres y tiene una pareja con la que vive desde hace algunos años. Las he invitado a la boda, así que, si acceden a venir, quizás puedas mostrarte un poco más amable.

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