Faltaba apenas una semana para Navidad y Nueva York estaba preciosa con sus luces y sus adornos. Algunas calles mostraban un aspecto empalagoso con tanto bastón de caramelo colgado y tanto árbol decorado. La ciudad era más impresionante aún en aquellas fechas, pero había que tener espíritu muy navideño para soportarla. Yo lo solía tener. Desde que había llegado de Cuba no había parado de trabajar. Madeleine me agobiaba constantemente con nimiedades que me retrasaban en lo que yo consideraba realmente importante. Jack había desaparecido. Aquella nota fue lo último que supe de él y, aunque me moría de ganas de preguntarle a Maddy qué era aquello que lo tenía tan ocupado como para desaparecer durante tanto tiempo, no quise ceder a la tentación para no desvelar mis sentimientos. Si Jack no se había puesto en contacto conmigo, no sería yo la que fuera tras él. Una tarde de ventisca en la que todos en la oficina celebraban su particular llegada de las vacaciones, yo me encontraba en mi despacho acabando unos dibujos cuando entró Reinaldo como un huracán. ―¡Pon la tele, corre! Canal 4. Cogí el mando a distancia y la encendí. Enseguida vi que en las noticias hablaban de una detención. Alguien relacionado con el tráfico de armas y drogas en Oriente Próximo y Sudamérica. Miré a Reinaldo y levanté una ceja interrogante. ―¿Y bien? ―pregunté impaciente. ―Mira quien sale, querida. Observé el televisor de nuevo y mis ojos se abrieron como platos. ―¡Ay, mi madre! ¡Si es Ronald! ¿Han detenido a Ronald? ―pregunté estupefacta, sin acabar de creer lo que estaba viendo. Reinaldo subió el volumen. ―”… llevaban detrás de él varios años. Por fin han conseguido las pruebas que necesitaban para poder juzgarlo por tráfico de armas. Ronald García, cuyo padre es uno de los socios mayoritarios de BMD Tecnología, ha sido detenido por la policía esta mañana en su domicilio cuando se disponía a salir del país” ―informaba la reportera. ―Hijo de puta ―musité llena de ira y, en parte, satisfacción. Aquel desgraciado tenía lo que se merecía, aunque no fuera por el motivo que me hubiera gustado escuchar. ―¿Qué harás para Navidad y Año Nuevo? ―me preguntó Reinaldo sacándome de mis pensamientos. ―Mañana, si no hay novedad, me voy a Seattle a ver a mi madre ―dije. Era la primera vez que hablaba de mi madre en el trabajo. ―Wow, Seattle en diciembre. Llévate paraguas, querida, allí solo hay lluvias. ―Su forma de expresarse siempre me hacía sonreír. De hecho, me animó bastante hablar con él. ―No solo hay lluvias, no seas malo. Hay buenos restaurantes y muchos lugares entretenidos que visitar. ―Sí, bajo la lluvia ―dijo riendo―. ¿Y para Fin de Año? Mis amigos y yo, ya sabes, Martín y demás, vamos a organizar una pequeña fiesta con mucha comida de la buena y mucho alcohol. Lina ha dicho que vendría. ¿Por qué no te apuntas? ―No sé. No me apetece mucho. Lo pensaré ¿vale? Si decido ir, se lo diré a Lina. Gracias por ser tan considerado conmigo. Y, efectivamente, en Seattle llovía. No era nada nuevo pero no pude evitar deprimirme nada más bajar del avión. Mi madre estaba ingresada en una residencia especial para personas con Alzheimer y en fechas tan señaladas como éstas los familiares eran bienvenidos en la residencia. Durante la mañana de Navidad, celebraban una pequeña fiesta y repartían regalos. A mi madre le encantaba aquella ciudad. Pasó su infancia en un pueblo cercano deseando poder vivir algún día en una gran urbe como aquella, y cuando mis abuelos la llevaban a ver los grandes edificios y los enormes parques, ella se volvía loca de contenta. A los pocos meses de que le diagnosticaran la enfermedad de Alzheimer retrocedió en el tiempo hasta una época ya pasada de vestidos con encajes, coletas con lazos y zapatitos de loneta. Así era como la vestía mi abuela cuando iban a pasear y así se veía ella sesenta años después. Cuando cuidar de ella se hizo imposible en casa, los médicos aconsejaron una de las residencias estatales para enfermos mentales, pero yo había indagado en Internet y sabía que mi madre no tardaría en morirse de pena en un lugar como aquel. No tardé en oír hablar de este sitio. Un remanso de paz a las afueras de Seattle desde donde se podía contemplar todo el perfil de la ciudad. Había animales de granja, talleres de cerámica, un cine, y hasta un lago. Era un lugar caro, pero para mi madre el dinero nunca había sido un problema, pues mis abuelos la dejaron bien acomodada antes de morir. Al principio pensé en establecer mi residencia cerca de ella. Mi sentencia de divorcio se había hecho firme hacía menos de un mes y yo aún estaba temerosa de lo que aquel hombre pudiera hacerme pese a estar en la cárcel. Seattle estaba lejos de Nueva York y mantenerme alejada de los recuerdos de mi ex marido por un tiempo hubiera sido una idea muy buena. Pero al recordar el atropello de Lina, me di cuenta de que ella me necesitaba más aún que mi madre. El hecho de pensar en que mi mejor amiga casi se muere por mi culpa, me llevó de vuelta a la realidad. En Seattle no había nada para mí. La residencia de mi madre venía provista con toda la ayuda que ella necesitaba y las visitas estaban bastante restringidas para mantener el bienestar de los enfermos. Los médicos me pasaban partes trimestrales sobre su estado y, en caso de producirse algún cambio significativo, para mejor o para peor, me llamaban de inmediato. Yo amaba Nueva York y Lina necesitaría mi ayuda durante muchos meses, por lo que la decisión que tomé fue firme. La noche antes de viajar a Seattle soñé con ella. En realidad era un recuerdo de mi infancia, de los pocos felices que me quedaban. Había pasado un mal día en el colegio y llegué a casa sucia, triste y malhumorada. Solo tenía siete años, pero aquella manía de observar a la gente, que ahora consideraba una virtud, me había metido en más de un lio. Había visto a Matt Cunnis, un niño dos años mayor que yo, pegarle a otro chico en el recreo. Él también me vio a mí y le dije que me chivaría, pero antes de que yo se lo contara a mi profesora él le contó a su hermana que yo me comía los mocos en el patio y, en pocos minutos, Antonella Cunnis, que iba a mi clase, se lo había contado a todo el mundo. Era mentira, pero los niños y niñas de siete años eran muy crueles y yo muy impulsiva, así que Antonella y yo acabamos revolcándonos por la arena del patio en una pelea de niñas. Creí que al llegar a casa mamá me reñiría y me castigaría por mi comportamiento, pero cuando me vio, sonrió. No dijo nada. Me limpió una mancha de tierra que tenía en la mejilla y luego se puso la chaqueta. Salimos de casa sin decir ni una palabra y llegamos hasta el parque donde solíamos pasear los domingos. Se acercó al puesto de helados y compró dos iguales, nuestros favoritos, de chocolate y vainilla con doble ración de sirope de caramelo. Nos sentamos en un banco y disfrutamos de los deliciosos helados en silencio, como si fuera un día cualquiera en el que, como siempre, no teníamos nada en especial que decirnos. Después ella me preguntó con mucha dulzura qué había sucedido. Al borde del llanto le expliqué lo que Matt y Antonella andaban diciendo sobre mí en el colegio. Le conté que todos los niños y niñas de mi clase se habían reído de mí y que Antonella y yo nos habíamos peleado. ―Sabes que eso está muy mal, ¿verdad? ―me preguntó con cariño limpiando una mancha de chocolate cerca de mi boca. Yo asentí y bajé la mirada pues me esperaba una buena reprimenda, pero lo que hizo me dejó sin palabras. Me dio un beso en la coronilla y me abrazó fuerte―. Eres una niña muy buena, Cristina. No debes darle importancia a las cosas que no la tienen ―añadió poniendo el punto final a sus palabras. Luego me cogió de la mano y tiró de mí hasta llegar al precioso tiovivo del parque. Montamos una y otra vez en los caballitos, riendo y disfrutando como nunca lo habíamos hecho, hasta que anocheció. Cuando me fui a dormir aquella noche era la niña más feliz del mundo por tener una madre tan comprensiva, al menos por una vez en su vida. *** Toqué ligeramente con los nudillos en la puerta de la habitación y entré. Mi madre estaba sentada en una mecedora de madera que parecía bastante cómoda, y se mecía tranquilamente mirando por la ventana. Estaba más delgada, casi en los huesos; había envejecido tanto que parecía una anciana de cien años. Sus ojos tenían una mirada vacía y vidriosa, desenfocada. Aquellas bonitas manos que se empeñaban en enseñarme a tocar el piano cuando era pequeña se habían convertido en esqueletos nudosos con gruesas venas azules y flácidas. Tragué el nudo que se me formó en la garganta y me senté en una silla, a su lado, esperando a que se diera cuenta de que tenía compañía. Pero su mirada seguía puesta en algún punto lejano de la ciudad de Seattle. ―Háblele ―dijo suavemente una de las enfermeras―. Está muy débil, pero ahora más que nunca necesita compañía. ―Mamá ―dije susurrando―. Mamá, soy yo, Cristina. ―Nada, ni pestañeó al oír mi voz. La enfermera me animó a seguir intentándolo antes de marcharse, y continué hablando―. Mamá, ¿me oyes? Tengo tantas cosas que contarte. ―Hice una pausa poniendo en orden todo lo que se me amontonaba en la cabeza, pero solo una de ellas me hacía sentir lo suficientemente desdichada como para hablarle de ella a mi madre―. He conocido a un hombre ―dije. Durante mi matrimonio no había podido contar con su consuelo o sus sabias palabras. Su enfermedad estaba ya algo avanzada y sus consejos muchas veces carecían de sentido. Pero yo sabía que ella sufría en silencio mi situación, sufría porque no podía hacer nada. ―No es como Trevor―le aclaré―Ese dejó de ser un hombre el día que me puso la mano encima. Jack es diferente. Es atento, servicial, cariñoso. Es muy guapo ¿sabes? Tiene un estilo a lo James Dean que te encantaría. Pero esconde algo que no me quiere contar y eso me preocupa. ―Pensé durante un rato en la situación que estaba viviendo con Jack, en parte cómica, en parte dramática, y tentada estuve de echarme a llorar como una niña. Traté de cambiar de tema aunque no lo conseguí―. Estoy trabajando mucho, mamá. Estarías orgullosa de mí porque lo hago muy bien, como tú me enseñaste. Siempre adelante, restándole importancia a las cosas que no la tienen. Valiente y decidida, como tú. Ay, mamá, que difícil es la vida ―me lamenté pensando de nuevo en el hombre que ocupaba hasta el último recoveco de mi corazón. Toqué la mano de mi madre y noté que reaccionaba al contacto―. Me encantaría que lo conocieras porque sé que sería dulce y amable contigo ―sollocé―. Pero es tan extraño, todo es tan extraño últimamente. Y entre nosotros hay una gran atracción y yo lo amo, mamá, pero él... no sé nada de él. No sé qué hacer, mamá, no lo sé ―dije echándome definitivamente a llorar. Apoyé la cabeza en el brazo de la mecedora donde tenía ella posada su mano y lloré desgarradoramente como hacía días que quería haber hecho. Una caricia, como una pluma, me recorrió el pelo lentamente. Alcé los ojos empañados en lágrimas y vi a mi madre mirándome con atención, con la pena reflejada en su arrugado rostro. Solo había girado la cara para verme y había movido la mano para acariciarme y, sin embargo, para mí eso era más que un fuerte abrazo de consuelo. Y cuando ya creía que no podía sorprenderme más, bajó la mano y dijo: ―Quien bien te quiere te hará llorar, pequeña. Me quedé esperando alguna palabra más pero, como si aquella frase le hubiera costado un esfuerzo colosal, mi madre cerró los ojos justo después. Por un segundo creí que había cerrado los ojos para siempre, que ya nunca más podría hablar con ella. Me asusté y sentí pánico, hasta que ella se movió en la mecedora y susurró alguna palabra. Solo estaba dormida. Aliviada, acaricié su envejecida mano y la besé varias veces antes de marcharme. Volvería a la mañana siguiente para darle sus regalos y luego me marcharía a mi apartamento donde pensaba encerrarme y dormir el resto de las fiestas. Conduje el coche de alquiler bajo la lluvia, enfrascada en mis pensamientos, tal y como solía hacer cuando estaba triste. Necesitaba saber dónde estaba Jack. Era la víspera de Navidad y me preguntaba constantemente si estaría solo o con alguna otra mujer. Si pensaría en mí o si ya me consideraba agua pasada. “Llamaré a Madeleine y le preguntaré dónde está”, pensé engañada. Sabía que no tendría agallas para hacerlo. Ya había llegado a la ciudad, estaba parada en un semáforo cuando mi teléfono móvil sonó. La cara se me iluminó pensando que, a lo mejor, era Jack que se había acordado de mí. ―¿Diga? ―pregunté con una naturalidad fingida. Los nervios me producían angustia y ganas de vomitar. ―Hola, Cristina ―dijo una voz masculina al otro lado. No era Jack. ―¿Quién es? ―Tu querida madre me ha dado un mensaje para ti, Cristina ¿quieres oírlo? ―dijo la voz ignorando mis preguntas. ―¿Mi madre? ¿Quién eres? ―Los coches empezaron a pitar al ver que no me movía cuando el semáforo se puso en verde. Respiré hondo e intenté tranquilizarme. La voz siguió hablando. ―Tu madre dice que las niñas malas necesitan un castigo que las haga aprender. Es una lástima que la mujer haya decidido dejarnos para siempre, era una mujer muy sabia. ¿No te parece? ―¿Qué? ―exclamé asustada― ¿Qué ha dicho? Mi madre está perfectamente… ―Ya no, zorra ―me interrumpió cambiando de repente el tono de voz. Sonaba agresivo, terrorífico―. Tu madre está muerta, como lo estarás tú muy pronto ―y se cortó la comunicación. Miré el móvil con manos temblorosas, y las lágrimas se deslizaron por mi cara. Estaba aterrada, paralizada, no sabía qué hacer, no podía apartar los ojos de la pantalla del teléfono. Sonó de nuevo y grité sobresaltada. En la pantalla había un número, “antes no lo había”, recordé. Descolgué. ―¿Señorita Sommers? ¿Cristina Sommers? ―preguntó una mujer con una seriedad que me estremeció. ―Sí, soy yo. ¿Quién es? ―Señorita Sommers, soy Angelika Traub, de la Residencia Sol Naciente. ―Sí, sí, dígame ¿Ha pasado algo? ¿Está bien mi madre? ―pregunté desesperada por saber si lo que me había dicho aquel hombre era cierto. ―Señorita, siento comunicarle que su madre ha fallecido mientras dormía la siesta, justo después de que usted se marchara de aquí. No pude escuchar nada más. Me puse a gritar como una loca, de rabia, de dolor, de miedo, de pena. Algo me estaba estrangulando por dentro, como un puño que se hubiera aferrado a mis entrañas y apretara más y más, sin compasión alguna. Una patrulla de policía se paró a mi lado y uno de los agentes me dijo algo que no pude escuchar. Lloraba y gritaba sin consuelo, rota por dentro y por fuera. No recuerdo cómo salí del coche, ni cómo llegue hasta la comisaría. Allí, entre llantos, logré contarle a un agente lo que había sucedido, la llamada del desconocido y la confirmación de la muerte de mi madre. Ellos llamaron a la residencia para asegurarse de que mi historia era cierta. Luego me preguntaron si quería hablar con algún familiar o amigo para que viniera a hacerme compañía. “A Jack”, pensé, “que llamen a Jack”, pero no pronuncié su nombre. Llamé a Lina cuando iba en el coche patrulla de regreso a la residencia. Insistió en coger un avión y llegar hasta Seattle cuanto antes, pero le dije que no era necesario, que al terminar con el papeleo de la residencia y del funeral, volvería a casa. Así pues, a la mañana siguiente, cuando todo el papeleo con el seguro estuvo resuelto y la cuenta de la residencia saldada, el párroco que oficiaba las misas hizo lo propio con el ataúd de mi madre y nos fuimos al crematorio. Era su voluntad ser incinerada; así lo habíamos acordado en alguno de sus momentos de lucidez. Me llevaría las cenizas de mi madre a Nueva York y viviríamos juntas, como antes. ―Feliz Navidad, mamá ―dije mirando al cielo al recordar qué día era. Ya nunca volvería a ser lo mismo. Estaba sola en el mundo.

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Algo Contigo
RomansA Cristina Sommers y a Jackson Heartstone no los une el destino aquella primera noche, sino el don sobrenatural de ella: algunos extractos de sus sueños tienden a convertirse en la más cruda realidad. El mundo de la publicidad es su bien común, sin...