En invierno New Haven era un pueblo pequeño de unos mil setecientos habitantes, completamente blanco debido al color de las fachadas de sus casas y de la nieve, que no daba tregua en los meses de más frío. Era perfecto para el spot que había diseñado. Un poco de hielo, linimento y maquillaje habían hecho que mi aspecto volviera a la normalidad. Aunque la hinchazón de la cara no había desaparecido, no parecía que hubiera sufrido el ataque de un cerdo violador. Me había puesto un grueso jersey de cuello de cisne para tapar los cardenales que ya eran visibles y un parche contra los herpes para disimular la herida en el labio. Me dolía la cabeza y sentía como si el ojo me fuera a estallar. Llevaba unas enormes gafas de sol que había comprado Lina en el supermercado a principios de invierno y que tapaban gran parte de la hinchazón. Pero la herida dentro de mí, la que nadie veía, sangraba profusamente amenazando con llevarse los restos de mi cordura. ―Señorita Sommers, tiene una llamada. Se la pasaré a su habitación ―dijo el recepcionista del hotel nada más registrarme. ―Está bien. Gracias. El lugar era una planta baja rural, donde todo parecía ser de madera y las flores secas eran la decoración principal en cada puerta y en cada rincón. Una chica jovencita que no tendría más de diecisiete años, me acompañó con la llave hasta mi habitación. Dentro, olía a chimenea y a naftalina, pero era una habitación acogedora en un ambiente campechano y me sentí reconfortada. Dejé mi mochila en el suelo justo cuando el teléfono de la mesilla de noche comenzaba a sonar. ―¿Qué coño ha pasado en BMD? ―preguntó Madeleine enfurecida. Me eché a temblar―. El señor García ha llamado al señor Heartstone para cancelar la cuenta de publicidad. Repito, Cristina, ¿qué ha pasado en BMD? ―El hijo del señor García me agredió e intento abusar de mí ―murmuré avergonzada. ―Eso fue exactamente lo que Ronald le dijo a su padre que dirías… Cristina ―dijo relajando un poco el tono de voz―, cuéntame qué ha sucedido. El señor García dice que su hijo tiene magulladuras en la cara y un labio partido de un puñetazo. Que le agrediste, que te pusiste como una loca cuando te dijo que no le gustaba tu idea. Créeme, Cristina, quiero creerte, pero si no me cuentas la verdad no podré hacer nada para que sigas en esta empresa. El señor Heartstone está esperando una explicación porque no va a tolerar que uno de sus amigos se marche de la empresa por una empleada en prácticas, así que, por favor, cuéntame la verdad. ―¿La verdad? ―pregunté hinchada de rabia y sin dar crédito a lo que me decía. Estaba harta de tener que justificarme ante las palizas, los abusos, y los hombres en general. Debía sacar a la Cristina que mantenía escondida porque yo estaba antes que todos los trabajos del mundo, por buenos que fueran―. La verdad es que ese cerdo se tiró encima de mí, me manoseó todo el cuerpo, me clavó sus asquerosos dedos en el brazo, me mordió el labio después de babearme la boca, me pegó un puñetazo en la cara y me rompió las medias y las bragas para meterme mano mientras me sujetaba del cuello sin dejarme respirar. La verdad es que le arañé la cara, le mordí su asquerosa boca para que me dejara en paz y le propiné un rodillazo en las pelotas para quitármelo de encima y poder salir de su asqueroso despacho. ¡Esa es la verdad! ―le espeté sin aliento y con las lágrimas deslizándose sin parar por mis mejillas―. Y ahora, si me quieren despedir, ¡que lo hagan! Pienso denunciar a ese hijo de puta por agresor, maltratador y violador. ―Señorita Sommers, vuelva aquí y recoja sus cosas. Está usted despedida ―dijo una profunda y heladora voz de hombre. Seguidamente se cortó la llamada. Cuatro horas más tarde estaba de regreso en HP. Al entrar en el ascensor no me molesté en quitarme las gafas de sol. No quería que nadie viera la hinchazón de mi mejilla. Después de lo que había llorado, el maquillaje ya no escondía nada. El parche del labio estaba prácticamente despegado y las rojeces del cuello ya eran cardenales oscuros que asomaban por encima de la tela de mi jersey. Me dolía el cuerpo y la cabeza, y lo último que me apetecía era encontrarme con Madeleine, o peor, a Heartstone. Cuando las puertas del ascensor se abrieron, Reinaldo estaba hablando con una de las rubias de la recepción. Al verme, aquella rubia cambió su expresión y Reinaldo se giró. ―Pero Cristina, ¿qué has hecho? Has revolucionado la empresa en cinco días que llevas aquí. Has hecho regresar al mismísimo Corazón de Piedra. Ni siquiera me digné en contestarle. Pasé por su lado como si no nos conociéramos y enfilé hacia mi despacho sin mirar a nadie, aunque desde detrás de mis gafas negras podía ver las miradas que me echaban al pasar. Recé para que Gillian estuviera ocupada y no pudiera avisar a Madeleine de mi llegada pero no tuve suerte. Nada más verme aparecer, cogió el teléfono. No la vi mover los labios, pero sabía que había dado la voz de alarma. No les iba a dar el gusto de tenerme allí rogando por el puesto. “Se pueden meter el puesto donde más les duela”, pensé furiosa. Cogí la única cosa que era mía, una bonita orquídea regalo de Lina, que, por su color, hacia juego con la alfombra del despacho. Cuando ya estaba llegando a la zona de recepción, oí una puerta abrirse y a Madeleine decir mi nombre. No me moví, me quedé de espaldas a ella hasta que la sentí acercarse. Entonces me giré y me encontré cara a cara con él. ―¿Jack? ―. Él levantó una ceja sorprendido ante aquella familiaridad pero pronto su expresión se volvió dubitativa. Mi cara le era familiar, estaba segura. ―¿La conozco? ―preguntó levantando una ceja en actitud arrogante. Estaba segura de que sus ojos me habían reconocido. “Sabes quién soy, lo sé” ―Señor Heartstone, ―intervino Madeleine― esta es la señorita Sommers, señor. La sangre abandonó mi rostro. “¡Joder, joder, joder! ¿Él es Heartstone? No puede ser. No puedo tener tan mala suerte”. Ya bajaba la cabeza, sumisa, cuando un pensamiento me golpeó de pleno: “Nada de ser cobarde, Cristina”. Levanté la mirada y la fijé en sus preciosos ojos azules. Más me hubiera valido no haberlo hecho. La transformación que sufrió su cara cuando escuchó mi nombre convirtió el momento incómodo en uno de alta tensión. Su cuerpo se envaró, la mirada se le hizo dura y acusadora, y su ceño fruncido mostró una evidente actitud hostil. ―Con que la señorita Sommers ―comentó en el tono más hosco que había escuchado jamás. Parecía que no me había reconocido como yo creía―. Creo que tiene algo que explicarme, ¿no le parece? Suspiré derrotada. El Jack de mi sueño había desaparecido. El Jack de aquel precioso encuentro, de aquella noche salvaje, de mis fantasías eróticas, de mis anhelos de cada noche. Aquel no era mi Jack. Este era el Señor Director de una empresa de publicidad que acababa de perder a uno de sus mejores clientes por culpa de una fulana caprichosa que no sabía aceptar las críticas de los demás. O visto de otro modo, aquel era el cabrón gilipollas que me había echado a patadas sin ni siquiera confirmar que mi historia era verdadera y la de su cliente era una mierda. ―Yo ya no trabajo aquí, no tengo por qué explicar nada. Usted y su empresa ya me han juzgado y he sido declarada culpable. Solo he venido a recoger lo que es mío. Adiós. Me giré dignamente y eché a andar. No iba a consentir que me vieran llorar. Pero, de pronto, una mano me agarró por el brazo que tenía magullado y me hizo dar la vuelta para quedar de nuevo frente a él. Solté un alarido de dolor que se escuchó en toda la planta y me retorcí dejando caer la orquídea al suelo, rompiéndose la maceta de cristal en mil pedazos. Cuando vi la bonita flor con sus raíces verdes desparramadas, los diques que contenían todo el peso de mis lágrimas se rompieron y comencé a llorar. Caí de rodillas intentando coger los restos y clavándome algún que otro cristal. Las manos me temblaban tanto que era incapaz de sujetar nada. Las gafas de sol que aún llevaba puestas cayeron también y dejaron a la vista un pómulo hinchado y enrojecido en proceso de convertirse en un moretón en toda regla. Madeleine contuvo la respiración y se llevó las manos a la boca. Él se arrodilló delante de mí y bajó cuidadosamente el cuello del jersey descubriendo los cardenales morados y rojos que había debajo. ―Madeleine, llama a mis abogados. Diles que quiero una reunión urgente con ellos en una hora ―dijo sin apartar su mirada de las horribles marcas con forma de dedos. Luego cogió la orquídea con una de sus grandes manos y se la pasó a alguien que miraba el espectáculo―. Baja a Flowers&Co y diles que te mando yo. Que pongan la flor en una nueva maceta de cristal ―ordenó. No me moví. No podía. Continuaba llorando de rodillas, delante de él, con las manos suspendidas en el aire como si aún sostuviera la orquídea entre mis dedos. Mi cuerpo se estremecía con cada sollozo y ni siquiera noté que él tiraba de mi mano para ponerme en pie. Andamos hasta su despacho y una vez dentro, y con excesivo cuidado, me sentó en un sillón. Curó cuidadosamente las heridas que los cristales me habían hecho en las rodillas y las manos y me ofreció un poco de hielo para mi mejilla hinchada. Pocos minutos después ya estaba más calmada. El aroma de su masaje de afeitar, la fresca fragancia a ropa limpia y su dulce esencia corporal se mezclaron en mi cabeza, embriagándome. Dos años atrás tuvo el mismo efecto en mí mientras tomábamos un café. Aquella noche me dejé llevar por sus palabras, por su sonrisa y por su olor, y ese camino me dejó, a la mañana siguiente, en la habitación de un hotel, sola, sin saber por qué había desaparecido, o si nos volveríamos a ver. Inspiré, ya más calmada, y saqué mi mano de entre las suyas. Ni siquiera me había dado cuenta de que la sostenía. ―No es nada, no se preocupe ―dije esquivando su mirada, avergonzada. Me recoloqué el cuello del jersey que él había apartado. Sentí un leve cosquilleo allí donde sus dedos habían rozado mi piel magullada. Aún no sabía exactamente si me había reconocido. No sabía si hablaba con Jack o con el señor Heartstone. ―Oí lo que le decías a Madeleine por teléfono desde New Haven ―dijo visiblemente afectado por mi estado―. Estaba aquí, en mi despacho, y la obligué a poner el altavoz. Cuando te he cogido y te has retorcido de dolor, por un momento he pensado que te había hecho daño yo. Pero luego se te han caído las gafas y he recordado tus palabras. ―Sentía la rabia en su voz. Vi sus puños apretados con los nudillos blancos. ―Dije la verdad. ―Ahora lo sé. Discúlpame, por favor ―dijo abatido, y añadió―: Y no creas que esto va a quedar así. Llevo mucho tiempo queriendo acabar con Ronald García y ésta ha sido la gota que ha colmado el vaso. ―Da igual, no le pasará nada. Una reprimenda de papá, un tirón de orejas de los socios y de vuelta a la normalidad. No se preocupe, señor Heartstone ―dije levantándome ya recuperada y deseando salir de allí lo antes posible―No presentaré cargos contra él, ni contra HP. Puede decirles a sus abogados que no habrá problemas por mi parte. Solo quiero volver a mi casa y que me dejen en paz. ―No voy a consentir que ese impresentable intente aprovecharse de una de mis empleadas y se vaya con una sencilla reprimenda, por muy amigo mío que sea su padre. Los abogados no son por ti, son para ir contra él por acosar y maltratar a alguien de mi personal ―dijo indignado ante mi pasividad. ―Ya, pero es que hay un detalle que no ha tenido en cuenta, señor Heartstone. ―¿Cuál? ¡Y deja de llamarme así, por Dios, Cristina! ―Que yo ya no trabajo en esta empresa ―dije, y salí de aquel despacho en el que me estaba asfixiando.
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Algo Contigo
RomantizmA Cristina Sommers y a Jackson Heartstone no los une el destino aquella primera noche, sino el don sobrenatural de ella: algunos extractos de sus sueños tienden a convertirse en la más cruda realidad. El mundo de la publicidad es su bien común, sin...