Charlamos amigablemente mientras paseábamos de camino al hotel. Osmel comenzó contándome algunas curiosidades de La Habana y acabó hablando de su trabajo en la empresa. Era sobrino de los Sánchez y, desde bien pequeño, había vivido bajo su ala. Ellos costearon sus estudios y le abrieron un mar de posibilidades laborales, pero, pese a estar muy agradecido, tenía claro que no se quedaría en La Habana. Deseaba ir a Europa. ―Es usted una princesa, señorita Sommers. Atenta, educada e inteligente. Estoy seguro de que mi tío se sentirá plenamente satisfecho con su trabajo ―comentó en la puerta del hotel. Me despedí de él agradecida, ya que con su constante charla había conseguido que me quitara a Jack de la cabeza. De camino a los ascensores, al pasar por aquellas balconadas llenas de plantas que decoraban el interior del hotel, me fijé en un cartel que anunciaba una deslumbrante piscina. ―La piscina se encuentra en el ático y permanece abierta las veinticuatro horas, señora ―me dijeron cuando pregunté en la recepción. ―No he traído traje de baño. Es una pena ―lamenté en voz alta. ―Hay una tienda en el hotel en la que podrá conseguir uno. Sigue abierta todavía. ―El recepcionista debió leerme el pensamiento cuando recordé que no llevaba dinero en aquel momento―. Lo cargaremos a la cuenta de la habitación. Usted vaya y relájese ―dijo el chico atentamente. “¡Que vivan los hoteles de lujo!”, grité para mí misma. Me compré un minúsculo bikini en color azul turquesa, con unas cuentas de cristales de Swarovski que valían más de lo que me podía permitir. Pero no me importó; me sentía poderosa con ese trozo de tela pegado a mi cuerpo y me lo llevé sin remordimientos. Tras pasar por la habitación para cambiarme y coger el mullido albornoz de baño, me metí en el ascensor y subí a lo alto del edificio. Una preciosa piscina iluminada con luces bajo el agua destacaba contra el cielo negro y estrellado de aquella calurosa noche de invierno en La Habana. No había nadie en todo el recinto y me alegré por ello. Ya había tenido suficiente compañía por ese día. Me zambullí de cabeza y agradecí el frescor del agua. Últimamente parecía una olla a presión a punto de explotar. En algunos momentos pensaba que tenía fiebre por lo acalorada que me sentía. Nadé unos largos tranquilamente, sin prisas, disfrutando de la soledad, de la frescura del agua y del silencio. Silencio que quedó roto por el oportuno sonido de mi teléfono. ―¿Dónde coño estás? ―preguntó Jack, claramente enfadado. ―Buenas noches, señor Heartstone. Sí, yo también me alegro de hablar con usted, pero, lo siento, ahora mismo estoy ocupada y… ―¿Estás con él? ―me espetó con rabia cortando mi irónica respuesta. Abrí los ojos ante su pregunta. ―¿Con quién? ―¿Con quién va a ser? No te hagas la tonta, Cristina. Sé que te has marchado con Osmel ―dijo enfurecido. ―¿Con Osmel? ―Solté una carcajada y casi se me cae el móvil al agua―. ¿Pero quién te has creído que soy? ―grité. “¡¿Y a él que le importa?!”―. ¿Y quién te has creído que eres tú para preguntarme algo así? ―Entonces ¿dónde coño estás? ―Ignoró mis preguntas y volvió a insistir. ―Estoy en el hotel ―respondí suspirando, cansada. ―¡No se te ocurra mentirme tan descaradamente! Acabo de llamar a tu habitación y no hay nadie. En el vestíbulo no estás, ni en la cafetería. He estado miran… ―Deberías subir a esta terraza, hay unas vistas espectaculares ―Le corté con un tono soñador y melancólico. Colgó de inmediato. Dejé el móvil y me volví a sumergir. Dos minutos más tarde escuché pasos alrededor de la piscina. ―Si te ven así por el hotel te van a detener por exhibicionista ―dijo con ese tono despreocupado, como si no hubiera estado a punto de tirarse de los pelos cinco minutos antes. ―Pues me lo recomendaron en la tienda de abajo, así que tal vez deben de gustarles las mujeres que se exhiben como yo, ¿no? Arrugó el ceño pero no dijo nada. Se quedó pensativo un momento y después preguntó: ―¿Por qué te has marchado del restaurante? ―Me miraba desde el borde, con las manos metidas en los bolsillos de su precioso traje de corte italiano. La corbata deshecha, la camisa abierta, la mirada azul encendida y el rostro pétreo. Parecía un dios salido del mismísimo Olimpo. ―Tú te fuiste primero, y sin despedirte. Eso está muy feo, señor Heartstone ―Me impulsé hacía atrás en el agua, salpicándole a cosa hecha. No se movió ni un milímetro. ―Tuve que atender una llamada ―dijo. ―Una llamada ¿eh? ―susurré para mí―. También está muy feo que se presente usted en una de mis cenas de trabajo sin previo aviso. ―No sabía si podría asistir. Tenía cosas pendientes y se solucionaron más rápido de lo que pensaba. Además, es mi empresa y trabajas para mí. Tengo derecho a saber qué hacen mis publicistas en su tiempo de trabajo. Y ahora, sal del agua. ―No ―dije decidida. ―Cristina… ―Éste ya no es mi tiempo de trabajo, es mi tiempo de relax. Si quiere bañarse no se lo impediré. La piscina es de todos y no tengo intención de salir. Ya he tenido bastante del señor Heartstone por esta noche. ―¿Sabes? ―dijo poniéndose en cuclillas de forma amenazante―. Me he pasado la jodida noche queriendo arrancarte ese vestido, que, dicho sea de paso, ha sido regalo mío, no de Sánchez. ―“¿Qué?”―. Llevo toda la jodida velada viendo cómo te contoneabas con unos y con otros. ―“¿Cómo?”―. Has tenido la desfachatez de bailar pegada a Osmel, insinuándote y magreándote como una perra en celo. ―“¡Jódete!”―. Me has puesto a cien con tu movimiento de pelo, tus caricias y tu lengua, sabiendo que te estaba mirando y el efecto que tienes en mí. Y después vas y te largas con ese… ese… niñato, sin previo aviso, y sin saber si te estabas metiendo otra vez en la boca del lobo. No me extraña que Ronald quisiera aprovecharse de… ―¡Hijo de puta! ¿Qué coño insinúas? ―grité sacando la rabia contenida que aún me quedaba―. ¡Lárgate de aquí! No quiero volver a verte en mi vida. Lárgate, cabrón. ¡Lárgate! ―repetí echándome a llorar dentro del agua. Después de que se marchara lloré durante quince largos minutos. No me podía creer lo crueles que habían sido sus palabras. ¿De verdad creía que me había insinuado a Ronald? Ese hombre había estado a punto de hacerme el amor en mi apartamento dos días atrás, ¡lo habíamos hecho dos años atrás! y ahora me acusaba de buscona. ―Hijo de puta ―dije de nuevo con rabia, secándome con la mano las lágrimas que se mezclaban con el agua. Me puse el albornoz y bajé a mi habitación. Eran las tres y media de la madrugada y estaba segura de que me hacía falta descanso para afrontar la jornada del día siguiente. Pero no podía dormir. Di vueltas a un lado y a otro de la cama hasta sacar las sábanas del sitio. Puse la tele para ver si con alguna película aburrida me quedaba dormida pero fue imposible; no paraba de pensar en lo que había sucedido. Leí una revista tras otra, de viajes, de ciencia, de belleza, el catálogo de servicios del hotel. Hasta ojeé la Biblia que había en el cajón de la mesilla, pero nada. Las cuatro y media. Había pasado una hora interminable. Intenté dormir de nuevo y cuando creí estar cogiendo el sueño sonó un mensaje en el móvil: “He sido un idiota, perdóname. J”. Empecé a llorar de nuevo y me dormí con el móvil en la mano. Cuando el despertador sonó a las siete de la mañana del día siguiente, mi cabeza pidió a gritos un analgésico que calmara el dolor, y cafeína en grandes dosis. Las lágrimas derramadas durante la noche, lejos de borrar las crueles palabras de Jack habían conseguido aquel constante martilleo en mis sienes. Sánchez había convocado una reunión para las diez. En la agenda también incluían un almuerzo y un recorrido por la ciudad. “Que me maten si me apetece algo de esto”, pensé bebiendo un espeso café negro y preparando algunos documentos para la reunión. *** ―Bien, veamos lo que tiene para nosotros, señorita Sommers ―dijo Merrier sonriente. Después de los saludos y los comentarios sobre lo divertido de la velada de la noche anterior, pasamos a la sala de reuniones y me preparé para hacer mi presentación. Jack se mantenía serio y alejado de mí, aunque nuestras miradas se buscaban y se encontraban constantemente haciendo saltar chispas. ―Antes de empezar, caballeros, debo recordarles que la señorita Sommers está en proceso de prueba en la empresa y sus ideas pueden no resultarles adecuadas ―explicó Jack a todos los presentes con intención de ponerme en evidencia. “Será… ¡cabrón!” Luego habló mirando directamente a Sánchez―. Sabes que en HP somos muy flexibles con nuestros clientes, así que si hay algo que no te convence… ―Ya basta, Jackson ―le reprendió Sánchez, que había observado con la ceja levantada nuestro intercambio de miradas furiosas― Deja que al menos escuche su propuesta ¿quieres? Si hay algo que no convence, mi equipo os lo hará saber ―dijo molesto por aquella falta de respeto. A continuación sonrió e hizo un ademán señalándome―. Bien, puedes comenzar. Tras la reunión me quedé hablando con el equipo comercial mientras los jefes se marchaban a comer. Estaban francamente sorprendidos y complacidos con mis ideas. La visita guiada por la ciudad se había suspendido debido a un imprevisto en la agenda de Sánchez y, agotada como estaba, decliné la oferta de ir a comer donde lo hacía el resto. El coche enfilaba ya la calle del hotel cuando otra calle me llamó la atención. El conductor me informó que era el Bulevard San Rafael y recordé que Osmel me había contado algunas cosas interesantes sobre el lugar. Sin dudarlo, bajé allí mismo. Ya volvería al hotel andando. Me senté en una terraza a tomar un tentempié y desde allí pude hacer lo que más me gustaba: observar a la gente que pasaba, intentar adivinar sus historias o inventarlas para ellos. Pero, después de un buen rato intentando distraerme, no pude evitar pensar en Jack. Su mensaje de disculpa todavía resonaba en mi cabeza y fruncí el ceño. ―¿Que lo perdone? Vaya manera de querer mi perdón. ¡Capullo engreído! Volví dando un paseo, cabreada conmigo misma por pensar en él, por construir castillos en el aire que con tanta facilidad acababan desmoronándose. Jack solo era el dueño de la empresa para la que yo trabajaba. No era mi príncipe azul, ni el hombre de mis sueños, ni mi futuro, ni mi presente. Jack solo era un hombre más. ―Pensé que estabas descansando ―dijo el aludido a las puertas del hotel. Me agarró con tal fuerza del brazo que me dio un susto de muerte. Mi corazón se saltó un par de latidos y comenzó a bombear rápido y sin tregua. La respiración se me hizo trabajosa, me solté bruscamente y me llevé las manos al pecho. ―¡No vuelvas a hacer eso jamás! ―le grité con los dientes y los puños apretados. Estuve tentada de darle un puñetazo, pero me contuve. Resoplé con fuerza y retomé mi camino hacia el interior. ―Lo siento, pensé que me habías visto llegar. ―Que te jodan, Heartstone ―le dije adentrándome en el recibidor del hotel. ―¿Esas son formas de tratar a tu jefe? ―preguntó falsamente ofendido. No le contesté. Continué con paso firme hasta los ascensores. Él iba a mi lado esquivando los obstáculos que le iba poniendo al paso. ―No has venido a comer y Osmel dijo que te ibas al hotel porque estabas cansada. Te llamé, pero tienes el teléfono apagado y en el hotel dijeron que no habías llegado. Sánchez le preguntó al chófer y éste le dijo que te había dejado en el Boulevard de San Rafael, ¡en el Boulevard San Rafael! ¿Tú sabes lo peligroso que es eso? ¿Es que te has vuelto loca? ―se exaltó. Yo seguí mi camino deteniéndome de vez en cuando en alguna tienda. Lo oía murmurar palabras inconexas y cada vez me ponía más furiosa. ―Vamos, Cristina, no puedes dejar de hablarme. Lo siento. Siento lo que hice en la reunión, estaba cabreado y cansado. No he dormido mucho esta noche ¿sabes? Levanté una ceja como hacía Maddy y a punto estuve de echarme a reír. Quizá pensaba que mi aspecto era debido a un dulce sueño reparador. Llegamos a los ascensores y me entretuve pulsando los botones de bajada. ―Por favor, soy un cretino, un gilipollas, un idiota y no merezco tu perdón. Pero, por favor, háblame, dime algo. ―Deje de rogar, señor Heartstone. Los dos sabemos que se le da fatal. Usted es mi jefe y merece mi respeto siempre que usted me respete a mí como empleada, cosa que esta mañana no ha hecho. No somos amigos, no somos nada más que jefe y subordinada. Por lo tanto, no es necesario que se justifique. No tiene que preocuparse por mí, ni cuidarme, ni nada por el estilo. Soy mayorcita y sé cuidarme bien. Si quiere mi perdón para poder descansar en paz, está perdonado. Ya puede quedarse tranquilo. ―¡No me hables así! ―gritó enfadado. Acto seguido apretó los dientes y bajó el tono de voz ―. Entre nosotros hay algo sin terminar y no voy a parar hasta conseguirlo. En ese momento llegó el ascensor. ―¿Algo sin terminar? ―repetí indignada. ¿Quién coño se había creído este tío que era yo? ¿Su juguete?― Si así vas a dejarme tranquila, de acuerdo; subimos, me follas, y terminamos lo que se quedó a medias. Porque te refieres a eso, ¿no? Así ya no podrás decir que tenemos algo a medias. Tus asuntos estarán finiquitados y tu conciencia al fin tranquila ―le espeté furiosa. ―Cristina, por favor… ―¿Quiere sexo, señor Heartstone? ―Él negó con pesar―. Pues entonces asunto concluido. No va a conseguir usted nada más de mí que no sea estrictamente profesional ―. Entré en el ascensor y apreté el botón de mi planta. ―¿No? ¿Qué te apuestas? ―le oí murmurar mientras las puertas se cerraban.

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Algo Contigo
RomanceA Cristina Sommers y a Jackson Heartstone no los une el destino aquella primera noche, sino el don sobrenatural de ella: algunos extractos de sus sueños tienden a convertirse en la más cruda realidad. El mundo de la publicidad es su bien común, sin...