Salí de la habitación con paso tembloroso y me encaminé hacia él, que miraba embelesado las luces de la piscina. Se giró justo cuando estaba a escasos metros, pudiendo admirar así el conjunto entero que formaba el extraordinario vestido de Dior combinado con la gargantilla de su familia. La pulsera y los pendientes de Cartier habían sido un regalo de Jesús Sánchez y María que enviaron para excusarse por no poder asistir aquella noche. Me sentí una auténtica princesa cuando me besó dulcemente y volvió a mirarme con devoción. Una limusina blanca nos llevó al lugar de la celebración. La seguridad en la zona era exagerada, digna de la mismísima entrega de los Óscar de la Academia. Fotógrafos, prensa y curiosos se agolpaban mientras un hombre vestido de riguroso negro nos abría la puerta para salir. Los flashes me deslumbraron pero me encantó aquella sensación. ―Démosles algo que publicar ¿quieres? ―Sonreí maléficamente y asentí. Jack me cogió de la cintura y de la nuca y me acercó a su boca para darme el beso más romántico de la historia de Nueva York. La gente aplaudió y vitoreó, y las cámaras grabaron y captaron las instantáneas que pudieron antes de que nos separáramos con la respiración entrecortada. ―¿Vamos? ―preguntó guiñándome un ojo travieso. No me sorprendió ver que la fiesta se desarrollaría en un jardín, pero sí lo hice cuando vi la decoración y supe que había sido Lina la que se había encargado de todo aquello. Todo, desde los árboles hasta las mesas, parecía del más fino cristal. Grandes lámparas con miles de lágrimas iluminaban apenas el recinto, pero aquella penumbra era parte de una decoración que recordaba a épocas pasadas, de miriñaques y pelucas empolvadas. Un camarero se acercó a nosotros y nos ofreció dos copas de champagne burbujeante. ―Es zumo de uva, sin alcohol, princesa ―susurró Jack dándome un beso en la mejilla. Le acepté la copa encantada y la levanté para brindar con los trescientos invitados de la fiesta. ―Esto es precioso, es mágico ―dije en voz baja, sin salir del asombro. ―No, tú eres preciosa. Esto solo es una decoración. ¿Sabes por qué no hay apenas iluminación? ―preguntó acercando sus labios a los míos. Negué lentamente―. Quería que fueras lo único que brillara esta noche en este lugar. Quería que todos pudieran ver que eres la única luz que logrará llevarme siempre por el buen camino. Ya no me hace falta nada más que tú para vivir. Te amo, mi vida. Siempre. ―Es usted todo un galán, señor Heartstone, me siento muy halagada ―dije emocionada mirando sus intensos ojos azules. Coloqué mis manos en sus mejillas y olvidé que gran parte de la sociedad de Nueva York observaba indiscretamente―. No sé qué hubiera sido de mí si no te llego a encontrar en aquel bar, aquella noche. O si no hubiera encontrado el trabajo que tengo, porque allí volvimos a tropezar. Eres mi héroe, mi apoyo, mi seguridad y mi más ferviente deseo, y te amo, desde el primer momento y hasta mi último día ―pronuncié dándome cuenta que aquellas palabras, dichas de aquella forma tan íntima, no eran otra cosa que nuestros votos matrimoniales. Nos besamos apasionadamente transmitiéndonos todas las promesas que quedaban por decir entre nosotros. Nuestros lazos se afianzaban cada día más, nuestras vidas estaban más unidas a cada minuto que pasaba, y nuestros corazones habían latido al mismo compás desde la noche que nos vimos por primera vez. Ellos se habían buscado y nos habían unido, y esa unión no se rompería nunca. Continué saludando a gente y aceptando felicitaciones hasta la hora de sentarnos para la cena. Una música muy animada empezó a sonar dando paso a una horda de camareros, perfectamente uniformados de blanco impoluto. Como si de una coreografía se tratase, llegaron hasta nuestra mesa y, sin detenerse, se fueron abriendo en abanico distribuyéndose por el resto de las mesas para dar comienzo a la cena. Cuando ya comenzaban a sacar los primeros platos, en medio de un alegre bullicio, apareció Madeleine enfundada en un escandaloso vestido que dejaba muy poco a la imaginación. El silencio se fue apoderando del recinto gradualmente hasta que no se escuchó más que el roce de algún cubierto sobre los platos. Su mirada, fija en mi cuello desde el mismo momento en que me vio, era glaciar, amenazante y terriblemente grosera. ―Qué preciosa joya luces al cuello, Cristina. Mi familia tenía una pieza de una similitud abrumadora. Lástima que aquella gargantilla se perdiera hace años, si no diría que es la misma que ha pasado de generación a generación en las mujeres Curtis. Me llevé la mano al cuello y me sentí violenta. ―Siéntate, Madeleine ―le ordenó Jack enfurecido, apretando las mandíbulas―. Ya es bastante descortesía llegar tarde. El semblante de piedra de la mujer enrojeció. Sus ojos echaron chispas en mi dirección y con un altivo gesto de su cabeza, fue a sentarse donde le correspondía. Lina me acompañó al cuarto de baño antes de que comenzara el baile. Estuvimos bromeando sobre algunos invitados hasta que ella recordó que había quedado en atender a unos amigos de Jack que querían una fiesta de este estilo para sus bodas de plata. Terminé de refrescarme y retocar mi maquillaje unos minutos más tarde y cuando salí Madeleine me esperaba en evidente actitud hostil. ―Así que has conocido a mi querida hermana. Veo que te sabes ganar los favores de los miembros de mi familia muy fácilmente.
Decidí no entrar en su juego. La miré sin mucho interés e intenté pasar por su lado para regresar a la fiesta, pero ella no estaba por la labor de dejar las cosas tal cual estaban y me cogió del brazo, clavándome sus dedos en la carne. ―¡Suéltame! ―le espeté entre dientes. Intenté zafarme de su garra pero fue inútil. Con la otra mano probé a defenderme, pero mis intentos fueron en vano. ―Podría aplastarte como a un gusano con un solo dedo. Estoy harta de verte siempre cerca de él, de escuchar lo buena que eres, lo maravillosa que eres, y lo buena esposa que serás para él. ¡Harta! ―dijo con rabia, apretando un poco más mi brazo con cada palabra. ―Madeleine, me haces daño ¡Suéltame! ―¡Suéltala! ―se oyó la voz de Jack, firme y atronadora―. Pero, ¿es que te has vuelto loca? No te reconozco, Madeleine. No sé quién eres en realidad. ―¿No sabes quién soy, querido? Yo creo que sí lo sabes. Se me hace extraño pensar que hayas estado en tan buenos términos con tu madre y no te haya dicho nada ―dijo misteriosa. Jack se tensó. ―No creo que éste sea el mejor momento… ―Oh, yo creo que sí. Ya es hora de que la señorita Sommers sepa la verdad ¿no? ¿Por qué no se lo cuentas? Seguro que le encantará conocer una pequeña parte de la historia de la familia. ―¡Madeleine, ya basta! ―rugió Jack―. ¡Márchate de aquí! ―No tenemos por qué quedarnos escuchándola ―dije intentando que no se estropeara la noche. Tiré de Jack hacia el jardín mientras éste mantenía la mirada en un pulso con su tía. Cuando al fin logré que caminara a mi lado, Madeleine profirió una escalofriante carcajada. ―Dile que te lo cuente, Cristina. Dile que te cuente que mi querida hermana no es su verdadera madre. No es su hijo. ¡Su madre… soy yo! Me detuve en seco. “No has oído bien, Cristina. No has podido oír bien. No puede ser, no es cierto”. Giré la cara hacia él y su expresión me dijo más que las palabras. ―¿Es eso cierto? ―pregunté en un susurro. ―Claro que es cierto, tonta− dijo Madeleine− ¿Crees que yo me aventuraría a decir algo semejante? ―¿Jack? ―Es cierto ―reconoció por fin. ―Pero ¿cómo… ―¿Cómo es posible? ―acabó Madeleine―. Oh, cielo, el milagro de la vida. Déjame que te ilustre. Escuché con estupor el terrible relato de su vida. Cómo entró en HP y cómo fue acosada y violada por su propio cuñado. Quedó embarazada y ambas hermanas fueron a Europa, obligadas a la fuerza por Douglas, para que Jack naciera allí. Regresaron con la canción aprendida: el hijo sería a todas luces de Alexandra y así debía ser si no querían quedar completamente desahuciadas. Las infidelidades de la señora Heartstone habían desatado al monstruo que vivía dentro del magnate de la publicidad y, convencido de que así mantendría las apariencias delante de la sociedad, jugó con las hermanas Curtis a su antojo. Más tarde, el intento de recuperar su matrimonio trajo consigo una nueva alegría en la familia, Samuel, pero la felicidad de Alexandra estaba fuera de esa relación y tomó la decisión más importante y más difícil de su vida: renunciaría a todo por el amor de Preston. Sin embargo, Madeleine se mantuvo al lado de Jack, como su tía, soportando vejaciones a cambio de ver crecer a su hijo. ―Él te enseñó a odiarme y tú le seguiste como un perro fiel. ―Eso no es cierto. Yo confiaba en ti, me apoyé en ti durante muchos años. Y tú me engañaste y no dejaste que ella me lo contara. ¿Por qué? ―Porque entonces habría perdido el poco afecto que sentías por mí ―contestó en voz baja, avergonzada. ―Y porque era más cómodo que odiara a mi madre para tenerme más cerca, ¿no? Ella quería hacerlo discretamente y tú la amenazaste con ir a la prensa y desvelar sus trapos sucios si lo hacía. ¿Ese era el afecto que me tenías? ¿Qué ganabas tú con su silencio? ―¿Qué ganaba yo? Lo que he deseado desde que tu padre me puso las manos encima la primera vez. Destruir todo cuando ese hombre hizo. ¡Todo! ―exclamó excitada y con la mirada perdida en recuerdos pasados. ―¿Incluido yo? ―preguntó Jack. No me esperaba esa pregunta y me sorprendí. ―Al principio sí. Si no podías ser mi hijo, caerías como él. Pero luego me demostraste que eras un buen hombre y me ablandé, hasta que apareciste tú, zorra ambiciosa ―me dijo acercándose peligrosamente. Su respiración era trabajosa. ―Tú vendiste las ideas a Faradai Byte, ¿verdad? ―preguntó Jack atando cabos de pronto. En aquel punto de la historia yo ya había sacado la conclusión de que Madeleine no estaba en su sano juicio. Scott y Lina aparecieron por un lateral, sonrientes y acaramelados, hasta que se fijaron en la escena que representábamos y se detuvieron alarmados. Madeleine no podía verlos desde su posición. ―Pensaste que si me echaban a mí la culpa del robo de ideas, él me dejaría, ¿no es eso? ―pregunté de improvisto. Jack me miró como si me viera por primera vez. ―¿Sabes qué, pequeña zorra? Fue una pena que la bala que acabó con tu hija no terminara contigo también ―soltó con una tranquilidad escalofriante. Luego, lentamente, introdujo la mano por el corte del vestido, sacó una pequeña pistola y me apuntó―. Pero eso lo vamos a solucionar esta noche. ―Madeleine, ¿qué haces? ―preguntó Jack horrorizado―. Dame el arma, por favor. Cristina no tiene la culpa de lo que ha pasado en nuestras vidas. Suelta el arma. ―Tiene toda la culpa, ¿no te das cuentas, Jackson? Nosotros estábamos bien sin ella, y luego llegó y trajo consigo a su ex marido, a Ronald, a Alexandra, todos ellos mala gente como esa puta amiga suya. Nosotros estábamos bien sin ella, ¿verdad? Jack no contestó. Su mirada estaba clavada en el pequeño cañón de la pistola que temblaba en las manos de la mujer. Vi que Scott hacía un gesto y emitía un leve sonido que puso en alerta a Jack. ―Madeleine, dame el arma y hablemos tranquilamente, por favor. Tú y yo, solos. Cristina aquí ya no pinta nada ―intentó convencerla Jack, sin mucho éxito. ―No pinta nada pero se queda. Ella es la culpable de todo ―repitió―, y debe pagar por lo que ha hecho. ―Levantó un poco más el arma y, sin esperarlo, apretó el gatillo. No supe que había pasado hasta que abrí los ojos y me encontré en el suelo tirada entre las capas del vestido. Jack estaba a mi lado con el rostro blanco como el papel, los ojos cerrados y no respiraba. ―¡Oh, Dios, no! ¡Jack! ¡Jack, no! ―grité cuando vi la sangre esparcirse por el suelo― ¡No! ¡No! ¡Scott! ―grité más fuerte― ¡Scott, rápido!

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Algo Contigo
RomantikA Cristina Sommers y a Jackson Heartstone no los une el destino aquella primera noche, sino el don sobrenatural de ella: algunos extractos de sus sueños tienden a convertirse en la más cruda realidad. El mundo de la publicidad es su bien común, sin...