Capítulo 10

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El día fue extraordinario. La reunión que teníamos con Sánchez duró menos de media hora. Los creativos de Legendario ya habían analizado mi propuesta de campaña y les había encantado, así que solo quedaba que Jack llamara a Madeleine para que se pusieran a trabajar. Una vez solucionados los aspectos laborales, el resto de la mañana fue un sueño. Además de disfrutar de lugares encantadores, Jack convirtió cada rincón de la ciudad en el escenario clandestino de nuestras pasiones más eróticas. Excitantes besos, miradas que prometían horas y horas de placer, caricias que me hacían estremecer, sonrisas sensuales, guiños y susurros se fueron sucediendo, llevándonos al límite de nuestra resistencia. Era capaz de provocarme un orgasmo con una intensa mirada de aquellos profundos ojos. A Sánchez y a su esposa no les pasó desapercibido nuestro comportamiento adolescente y contribuían a dejarnos solos sin que los demás miembros de la expedición se percataran de nuestras repetidas ausencias. ―Estás muy pensativa ―me susurró por detrás cuando visitábamos una de las exposiciones del Museo de la Revolución. ―Shhhh. Estoy prestando atención ―dije. ―He visto un cuarto oscuro en uno de los pasillos que quizás… ―Ya basta ―le regañé de broma―. Al final nos van a pillar, Jack. ¿Qué imagen voy a dar si todos saben que me acuesto con mi jefe? ―La imagen de una Venus que tiene a su jefe cogido por las… ―¡Jack! Por favor ―dije riendo. ―La imagen de una hechicera que me ha robado la voluntad ―insistió metiendo la nariz entre mi pelo y oliendo el perfume del champú―. Eres una droga, y quiero más. ―Cállate. La guía nos va a llamar la atención ―susurré. ―Mejor, así nos pedirá que abandonemos el grupo y yo podré llevarte por fin al hotel para follarte una y otra vez, sin descanso ―susurró excitado. Yo también empecé a notar aquella excitación y pensé que no era un mal plan lo que me proponía ―Necesito sentirte pegada a mí, oírte jadear y gritar. Quiero tener mi dura polla dentro de ti y llevarte a la locura tantas veces como puedas aguantar. Ahora te tumbaría aquí mismo y te comería ese precioso coñito tuyo mientras la guía les explica a los demás la Revolución Cubana. Nunca esta revolución me pareció tan caliente. ―Jack, por favor… ―gemí tan mojada que temí manchar el vestido blanco. Notaba la erección dura pegada a mis nalgas. Dispuesta a ser mala yo también, me separé ligeramente de él y eché mi mano hacia atrás. Con mis nudillos rocé su miembro. Jack, que no se esperaba ese movimiento, dio un respingo y exhaló bruscamente. Pronto comenzó a mover las caderas, rozándose con más presión sobre mis dedos. ―Eres una bruja. Vámonos de aquí ―dijo siseando. Despistados como estábamos intentando ponernos a cien el uno al otro, no nos dimos cuenta de que el señor Sánchez nos hacía señas. ―Jack ―llamó. Retiré la mano de su miembro abochornada―. El subdirector del hotel ha llamado. Ha habido un problema en la habitación de la señorita Sommers y debéis ir allí de inmediato. Jack se puso tenso de repente. ―¿Un problema? ¿Qué problema? ―pregunté alarmada. ―No me lo han podido decir exactamente, pero debéis ir cuanto antes ―dijo con cara de preocupación. Jack no esperó oír más. Me cogió de la mano y me arrastró por todo el museo, corriendo. No había nada de valor en mis pertenencias salvo los rubíes que me había regalado el señor Sánchez. Sería una grave pérdida si no estaban donde los dejé. Pese a que estaba un poco temerosa, no podía entender la actitud fría de Jack. Estaba tenso, su expresión era feroz, aterradora, y no me había hablado desde que Sánchez nos diera el recado. ―No pasa nada, seguro que no es nada, Jack ―dije para quitarle tensión al momento y para intentar tranquilizarnos a ambos. Pero Jack siguió sin mirarme y su única reacción fue sacar el móvil y llamar. ―¿Dónde está? ¿Lo tenéis? ―preguntó enfurecido. No le debió de satisfacer mucho la respuesta porque cerró el puño y lo estrelló contra la tapicería del asiento delantero―. ¿Cómo es posible? Os lo dije ―rugió. ―Jack, ¿qué pasa? ―pregunté asustada. Él percibió el miedo en mi voz y apartó los ojos de la ventanilla para fijarlos en los míos. Luego me cogió la mano y la apretó infundiéndome confianza, pero no me respondió. Seguía escuchando lo que la persona del otro lado del teléfono le estaba explicando. ―Si no hay cambios te llamaré mañana. Más vale que lo hayáis localizado, ¿me oyes? ―Colgó y lanzó el móvil con furia contra el asiento―. ¡Maldita sea! ―siseó. ―¿Se puede saber qué coño pasa? Me estoy asustando, Jack. ―No te preocupes, no pasa nada ―dijo sin convicción. ―¡Y una mierda! ―¡Ya basta! ―gritó encolerizado―. Bastantes problemas tengo ya como para que tú me compliques más la vida ―me espetó de golpe, y soltó mi mano con brusquedad. Abrí los ojos y la boca, sorprendida por sus crueles palabras, pero no salió ni un solo sonido de mí. La mirada se me empañó de inmediato y sentí que mi maravilloso enamoramiento reventaba en miles de trizas. Me separé un poco de él en el asiento y fijé mis ojos en el cristal de la ventanilla. Las lágrimas se acumulaban queriendo salir silenciosas, las manos me temblaban y, si hubiera estado de pie, probablemente me hubiera caído al suelo, pero me negué a llorar. “No más lágrimas, Cristina. Ya lloraste bastante. No lo vuelvas a permitir”. No pude evitar acordarme de la primera vez que Trevor me había dado una bofetada. Habíamos salido a cenar con un compañero suyo de la facultad. Trevor había estudiado Derecho Internacional pero nunca llegó a acabar la carrera. Su padre le retiró los fondos que pagaban la cara Universidad cuando las finanzas familiares se fueron a pique tras una mala gestión en los negocios. También contribuyó el hecho de que lo pillaran trapicheando con drogas que pagaba con el dinero para sus estudios. Aquello convirtió a Trevor en una persona rencorosa y violenta, pues se vio abocado a ganarse la vida con cualquier cosa que le reportara algún beneficio. Cuando lo conocí era el encargado de mantenimiento de la piscina donde yo iba a nadar. Era atento y amable, me esperaba y me acompañaba a casa siempre que podía. Sonreía frecuentemente y alegraba los días que no habían sido muy buenos. Pronto comenzamos a vernos fuera de la piscina y a salir formalmente. Tuvimos un corto noviazgo y una boda exprés. Aquella noche llegó algo más temprano de lo normal. Las cosas entre nosotros ya estaban tensas, habíamos tenido alguna pelea más subida de tono de lo normal, algún empujón sin mala intención, o relaciones sexuales algo más duras de lo que yo esperaba de un hombre cariñoso como él. Pero me resignaba a pensar que era una mala racha, que pasaría pronto y volveríamos a ser una pareja feliz. Me buscó por toda la casa, contento, y me dio un beso algo más baboso de lo normal. Dijo que había coincidido con un antiguo compañero de la facultad y que él y su esposa nos invitaban a cenar en su hotel. Estaba demasiado contento, demasiado ansioso, pero no me dijo por qué. Me arreglé para la ocasión. Llevaba un recatado vestido marrón, por encima de la rodilla y con cuello de pico cruzado. Él se puso el único traje que tenía y una fea corbata que le había regalado alguien hacía mil años. En el coche no dejó de alabar las virtudes de su amigo. El trabajo de su antiguo compañero era el mejor, el lugar donde vivía era lo más de lo más, sus ingresos anuales eran desorbitantes, y un sin fin de proezas más que cantaba como si le hubiera tocado a él mismo la lotería. Cenamos en compañía de la pareja, en un ambiente cordial aunque algo tenso. Durante la cena, Trevor y su amigo hablaron de los tiempos de la universidad, mientras su esposa y yo mirábamos a uno y a otro cohibidas y aburridas como ostras. Tras el plato principal fuimos al servicio de señoras a refrescarnos un poco. Cuando regresamos a la mesa el ambiente había cambiado por completo. Era un ambiente hostil y raro que se podía cortar con un cuchillo. La mirada de Trevor estaba ensombrecida y la de su amigo era de incredulidad. En cuanto nos sentamos, Trevor anunció que nos marchábamos y yo, obediente, me levanté, me despedí con cordialidad y seguí a mi marido, que ya iba camino del coche. Por aquel entonces aún no conocía bien el temperamento de la persona con la que me había casado e, ingenua de mí, creí poder calmarlo con palabras dulces y comprensivas. ―¿Qué ha sucedido? ¿Por qué te has enfadado tanto? ―le pregunté sin levantar la voz, con la dulzura característica de la antigua Cristina Sommers. Trevor ni siquiera me miró. Arrancó el coche y salió como alma que lleva el diablo, derrapando ruedas como si le persiguiera la mismísima parca. Pregunté de nuevo y le puse una mano en la pierna para reconfortarlo. Pero entonces, él paró en medio de la carretera y me dio una bofetada que me hizo girar la cara y estrellarme contra el cristal de la ventanilla. ―¡Eres una puta! ―me gritó―. Si no fueras enseñando las piernas como una ramera yo tendría un trabajo de categoría en estos momentos ―Levantó la mano para volver a pegarme pero el claxon de un coche lo impidió. Bajó la mano y arrancó de nuevo. Justo antes de llegar a casa me cogió del pelo fuertemente y me dijo―: Todos mis problemas son por tu culpa, zorra. No vuelvas a ponerte ese vestido nunca más ¿me oyes? ―Y me soltó de un empellón, provocando que me diera en la frente con el salpicadero del coche. ―Lo siento. No quería decir eso ―dijo Jack arrepentido después de unos minutos. Intentó tocarme pero le rehuí con brusquedad. Llegamos al hotel y bajé antes de que él o el chofer me abrieran la puerta. Entré en la recepción y me dirigí al mostrador sin esperar su compañía. ―Señorita Sommers, ya ha llegado. La policía quiere hablar con usted, señorita. Si es tan amable de acompañarme ―dijo nervioso el subdirector del hotel. ―Pero, ¿qué ha pasado? No entiendo… ―Han entrado a robar en su habitación, señorita. Han causado muchos destrozos y creemos que se han llevado algunas de sus cosas. Pero, por favor, pase por aquí y la Policía se lo explicará detenidamente. *** ―¿Sabe usted por qué motivo alguien querría rebuscar y destrozar las cosas de su habitación, señorita Sommers? ―me preguntó un policía de paisano una vez tomé asiento en el despacho del subdirector. Negué con la cabeza. Fuera, Jack hablaba con otros dos agentes. Ellos le explicaban la situación mientras él asentía como si la Policía tuviera que rendirle cuentas. ¿Por qué le daban explicaciones a Jack? Nuestras miradas se cruzaron unos segundos. Vi en sus ojos algo que me pareció nuevo, algo profesional y férreo que no había estado ahí en todo el tiempo que le conocía. Estaba muy enfadada, decepcionada y rota por sus crueles palabras, pero él seguía allí, a mi lado en todo momento. ―¿Ha tenido últimamente algún altercado con alguien que nos dé alguna pista de quién querría hacerle esto? ―me preguntaron de nuevo. Pensé inmediatamente en Ronald. Levanté la cabeza dispuesta a contarle a la Policía mi episodio violento con aquel mamarracho cuando vi a Jack en el vano de la puerta, serio, con la mirada fija en mí. Movió la cabeza negativamente para que no contara nada. Fue una especie de advertencia silenciosa que me heló la sangre. “¿Qué está pasando?”, quise preguntarle. ―No, señor. Nadie que yo sepa. ―Jack soltó el aire que había estado reteniendo y se giró para seguir la conversación de los otros policías.
―¿Cuándo tiene previsto regresar a los Estados Unidos, señorita? ―Iba a contestar cuando su voz intervino. ―Si fuera posible, esta noche. Si no, mañana ―respondió tenso y cansado. ―Está bien. Les dejaré mi tarjeta por si recuerdan algo fuera de lo normal que nos pueda ayudar en la investigación. Ahora, si les parece, vayamos a la habitación de la señorita Sommers para que eche un vistazo a sus pertenencias por si faltase algo. La preciosa suite del hotel había quedado destrozada por completo. Mesas y butacas estaban por los suelos, astilladas. La ropa había sido sacada de los cajones y la habían desgarrado. El colchón y la tapicería de los sillones estaban rajados. En el baño, mis cosméticos estaban desperdigados por el suelo, creando una composición de colores y texturas como si de un cuadro abstracto se tratase. Busqué en el cajón de la mesilla. Allí había dejado las joyas que Sánchez me había regalado el primer día, pero solo encontré el estuche vacío. ―Falta la pulsera, el collar y los pendientes que me regaló el señor Sánchez ―dije para quien me quisiera oír. ―¿Eran de valor? ―preguntó el agente detrás de mí. ―Eran rubíes ―dijo Jack con aquel tono de voz intimidatorio. El agente anotó algo en su libreta y continuó husmeando por la habitación. *** Después de lo que a mí me parecieron horas, bajamos a la recepción. No me habían dejado llevarme nada, ni ropa, ni artículos de aseo. Me avisarían cuando pudiera pasar a recoger mi equipaje. Evidentemente, no me podía quedar allí a dormir y eso me puso en tensión. El señor y la señora Sánchez permanecían en la entrada, preocupados. En cuanto me vio, ella se acercó rápidamente y me abrazó como si fuera mi pobre madre. ―Cielo, lamento mucho que tu estancia en Cuba vaya a terminar de forma tan desagradable. Esta noche vendrás a dormir a Villa María y mañana nuestro chófer personal te llevará al aeropuerto sana y salva ¿de acuerdo, querida? ―dijo María Sánchez con un tono de voz maternal y sensible, pero firme y decidida. Asentí un par de veces, controlando que no se me escaparan las lágrimas que pujaban deseosas por salir a raudales. ―No hace falta, María ―dijo Jack―. Ya he llamado a otro hotel y pasaremos… ―¡Ni hablar! Vendréis a Villa María y os quedaréis allí. Y no se hable más. ―insistió el señor Sánchez dejando cerrada la conversación. Jack suspiró y asintió como un buen chico después de una reprimenda. Nos encaminamos a la puerta todos en grupo. Cuando ya estábamos a punto de subir a los coches, la jovencita que había visto detrás del mostrador de recepción salió corriendo detrás de mí. ―¡Señorita, señorita, espere, disculpe! ―dijo recuperando el aliento―. Esta tarde un mensajero trajo algo para usted. Con todo el problema de la habitación lo había olvidado, discúlpeme. Me dio un sobre y una cajita blanca con un lazo azul. Abrí la caja despacio y grité asqueada cuando vi lo que había dentro. Una enorme cucaracha roja, muerta, pinchada en el fondo de la caja con un alfiler de cabeza blanca. Jack sujetó el asqueroso regalo y, con manos temblorosas, abrí el sobre. “¿Te escondes como una cucaracha, Cristina? Mira lo que les pasa a las que son como tú”, rezaba la nota. Cogí aire rápidamente, una vez, dos, tres y después me desmayé. *** Corría por el interior del parque como cada mañana. Hacía frío y ya casi no sentía los dedos de las manos a pesar de los guantes. La respiración se me hizo más trabajosa cuando me di cuenta de que no corría por placer. Alguien me perseguía. Era temprano pero estaba oscuro. Los ramajes de los árboles impedían que pasaran los pocos rayos del sol de invierno que se despertaba perezoso. Cada vez más oscuro y más frío. Tropecé y caí al suelo. Noté a alguien encima de mí. Grité fuerte, muy fuerte, con los ojos cerrados, deseando que todo acabara de una vez y el peso se aligeró. Miré desesperada al hombre que me retenía y el terror me dejó sin aliento. ―Siempre te encontraré, cariño, siempre ―dijo blandiendo sobre mí un enorme alfiler de cabeza blanca. ―¡Cristina! ¡Despierta, despierta! Salí de aquella horrible pesadilla para encontrar los ojos de Jack cargados de preocupación. Me abrazó fuertemente y lloré hasta que los espasmos cesaron y la sensación de alivio me invadió. Solo había sido un mal sueño. ―Tranquila, ya está, era una pesadilla. Ya acabó ―susurraba mientras pasaba la mano por mi pelo en un movimiento hipnótico y relajante. La puerta de la habitación en la que me encontraba estaba abierta. En el vano estaban María y el señor Sánchez expectantes y asustados por los gritos. Jack les dio las gracias antes de marcharse y estos cerraron la puerta suavemente. ―No recuerdo haber llegado hasta aquí ―dije desorientada, mirando detenidamente alrededor. ―Hiperventilaste, y el susto hizo el resto. Has dormido mucho pero debes descansar más. ―¿Qué hora es? ―Las tres de la madrugada ―contestó afectado―. ¿Te encuentras bien? Estaba… preocupado. ―¿Por qué? Soy un estorbo molesto para ti ―dije recordando y recuperando mi mal humor. ―Cristina, por favor. No es momento. Duérmete, ya hablaremos mañana. ―No quiero dormir contigo. ¡Lárgate! ―dije señalándole la puerta. Luego me giré y me acosté de espaldas a él. ―Ni lo sueñes ―sentenció―. No me voy a mover de aquí. O me dejas un hueco o… o te vas tú ―cogió una almohada y se tumbó a mi lado en la cama. Se movía mucho, imaginé que para fastidiarme, pero yo estaba envalentonada e hice lo único que se me ocurrió. Me levanté, cogí la almohada y la sábana, y me encaminé hacia la puerta de la habitación. No llegué a dar ni cinco pasos cuando ya lo tenía pegado a la espalda, sujetándome los brazos, abrazándome fuerte. Su fragancia me envolvió. Ese olor a masculinidad y loción de afeitar me hacía olvidar todo lo que estaba pasando para centrarme solo en el hombre que me tenía cogida y al que tanto amaba. ―No te vayas ―me susurró―. Duerme conmigo, por favor. Necesito saber que estás bien. ―Sonaba triste y desesperado. Era miedo lo que percibí en su voz. El final de nuestro corto romance estaba cerca. Lo sabía. Aún no me había separado de él y ya lo echaba de menos, tanto, que me dolía el pecho de pensarlo. Decidí dejar de ser una cría y dar rienda suelta a lo que verdaderamente quería. Lo deseaba a él, deseaba meterme dentro de la piel de aquel extraño hombre, hacerme tan indispensable en su vida que le fuera doloroso abandonarme cuando finalmente llegara el momento. Quería aquel corazón de piedra en mis manos. Me giré despacio y le acaricié el pecho desnudo. Pasé las manos por su cuello y me puse de puntillas para darle un sensual beso en la boca. Luego pasé el camisón que llevaba puesto por mi cabeza y me quedé desnuda ante él. Sus manos recorrieron con suavidad mis brazos, la cintura, el vientre, los pechos. Eran caricias muy leves, como un soplido cálido y embriagador. Mis labios se abrieron y exhalaron una serie de jadeos sensuales. Aquello era maravilloso y mi cuerpo ya pedía más. Hicimos el amor con lentitud, saboreando cada momento, cada estremecimiento de nuestras almas. Sus movimientos lentos y rítmicos, sus besos cálidos y su mirada de adoración me hicieron sentir que aquello era algo más que crudo deseo. Era lo más parecido a una despedida. “Su imagen se deshizo dejando únicamente un rastro de humo. Me froté los ojos esperando verlo allí, sonriendo, pero el humo se llevó todo vestigio de la esencia de Jack. La cama estaba fría y ninguna de sus pertenencias, antes tiradas por el suelo, estaban donde habían estado la noche anterior. ―¿Dónde estás? ―pregunté un tanto desesperada, pero nadie contestó. Si aquello era el final, al menos había pasado la noche en sus brazos. Me quedaría un recuerdo y un presente para el resto de mi vida”. Desperté con los rayos de sol en la cara. Me estiré y sonreí antes de abrir los ojos. La noche, al final, había sido maravillosa, y seguía recordando las palabras y las caricias de Jack hasta justo antes de dormirme. Toqué su lado de la cama pero lo encontré vacío y frío. Me incorporé para buscarlo por la habitación pero allí no había nadie. El sueño que acababa de tener volvió a mí y me golpeó violentamente. ―¡No! Bajé las escaleras sin importarme mi atuendo. Iba con una camiseta y unos boxers de Jack. En la cocina, María preparaba algo con carne picada que olía divinamente. Mis tripas me recordaron que llevaba desde la mañana del día anterior sin probar bocado y necesitaba comer algo antes de marcharnos al aeropuerto. ―¿Has descansado? ―dijo la mujer mirándome con lástima. ―¿Dónde está Jack? ―pregunté sin demora. La cara de mi anfitriona me confirmó lo que en mi fuero interno ya sabía. Y mi expresión le dijo que ya sabía lo que sucedía. Se secó las manos en un paño de cocina colgado en la pared y cogió un papel bien doblado que había encima de la mesa. ―Ha dejado esto para ti. Se marchó esta mañana temprano. Cogí la nota y volví a mi habitación. Me senté al borde de la cama mirando intensamente la nota. Después de lo que parecieron horas, la desplegué. “La Habana ya nunca será lo mismo sin ti. Yo ya nunca seré el mismo sin ti. Jack”. Eso era todo. Dos míseras líneas. Estrujé el papel hasta hacerme daño en la palma de la mano. Luego lo tiré a la papelera que había en la habitación, recogí mis cosas y me despedí de La Habana para siempre. Era tiempo de curar las nuevas heridas.

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