Una más y nos vamos, que mañana hay que trabajar, chicos ―dijo una de las ayudantes de la academia de baile señalando la puerta de un bar. Dispuesta a olvidar aquella odiosa reunión, me uní a la salida de los jueves de Lina y sus amigos. Al menos ocuparía mi cabeza en otros menesteres. ―¡Eh! Mira ―dijo Lina levantando un dedo hacia el cartel del bar. Dirigí mis ojos hacia el punto donde señalaba y la miré interrogante. Pero al volver la vista, me fijé en la cafetería de la esquina y, de repente, un millón de recuerdos se me agolparon en la mente. La puerta de aquel bar, el frío que hacía, Jack sonriendo, una invitación, un cappuccino, roces, caricias, besos, sexo, mucho sexo. ―¡Joder! ¡Qué casualidad! El lugar estaba igual que aquella vez. Había mucha gente en la pista bailando y unas pocas mesas libres. En la barra no cabía ni un alfiler. Di un rápido repaso al local y pedí una cerveza cuando la camarera se acercó sonriente al reconocer a algunos de los rostros del grupo. Sin duda, gente asidua. Bailamos un par de canciones y cuando las bebidas llegaron a nuestra mesa fuimos a sentarnos. ―Su cerveza, señorita. Y esta caipiriña, cortesía del guapo de la barra ―dijo señalando vagamente un punto detrás de ella. Cogí la copa y miré al hombre sentado a unos metros. Unos preciosos ojos azules me recorrieron de arriba abajo. Era él. El vello del cuerpo se me erizó y le mantuve la mirada mientras me bebía el amargo contenido de golpe. Luego cogí la cerveza y me encaminé hacia él. ―Hola ―saludé distendida―. Gracias por la copa. ―De nada ―contestó él con su mirada fija en mis ojos. ―¿Vienes mucho por aquí? ―pregunté insinuante. ―No tanto como quisiera. ¿Y tú? ―No ―contesté dejando caer mi peso en el taburete que quedó libre a su lado―. La verdad es que es la segunda vez que vengo. ―¿Y qué tal? ―. Bebió de su copa, parecía whisky. ―La primera vez que vine cambió mi vida. A lo mejor esta vez vuelve a pasar. ¿Quién sabe? ―Sonreí tentadora a un rostro que no mostraba ningún signo de estar pasándolo bien. Luego bebí un largo trago de mi cerveza y me puse de pie decidida a dar por terminada aquella aburrida conversación. ―Me voy a bailar ¿vienes? ―No ―respondió seco y malhumorado. ―Pues tú te lo pierdes. ―Y me giré rápidamente antes de que pudiera ver la desilusión en mis ojos. Odiaba el efecto devastador que tenía su mirada en mi cuerpo, el cosquilleo que me producía su voz cuando hablaba y lo que sentía mi corazón cuando no había espacio para nada más entre nosotros. Odiaba lo que me hacía sentir su sola presencia, porque hasta la última fibra de mi ser deseaba ser tocada, besada, y amaba por aquel hombre. Aquella tarde tras la reunión había tomado una decisión cuando escuchar de mis propios labios aquello de “su prometida” sin estar con él había sonado hueco. Después de volver de Roma, retomaría la relación, pediría disculpas y admitiría, de una vez por todas, que era suya y solo suya. No había esperado encontrarlo en aquel bar. ―¿Qué hace aquí Jack? ―preguntó Lina cuando vio de dónde venía. ―No lo sé. ―Pero, has hablado con él, ¿no? ―Sí, pero como si no lo hubiera hecho. Da igual, bailemos. ¡Vamos! ―dije fingidamente animada. ―Ve tú. Yo iba a pedirme algo de beber. ―Pídeme otra cerveza ¿quieres? ―¿No has bebido ya bastante? ―me preguntó algo enfadada―. Mañana te vas de viaje y… ―Vamos, Lina, estamos de juerga, por favor. Sé buena y pídeme otra. Y no tardes ―añadí cuando ya iba hacia la pista. ―¡Cristina! ―me llamó enfadada―. Creo que deberías salir y hablar con él. Vi a Jack entrar en la cafetería donde estuvimos aquella vez. Suspiré resignada y lo seguí, haciendo sonar la campanilla de la puerta cuando entré. No había nadie a esas horas, tan solo una pareja conversado en un reservado. Fui hasta el rincón, donde aguardaba con un café en las manos. El mismo sitio en el que comenzó todo. Me senté delante de él y le indiqué a la camarera que me preparase un cappuccino con extra de crema y un bollo relleno de chocolate. ―Tengo hambre ―dije ante la mirada interrogante de Jack. ―Es muy poco propio de ti ―dijo con sus ojos azules clavados en los míos. ―¿Qué? ¿Comer a estas horas? ―No, salir a estas horas. ―También es muy extraño verte a ti por aquí. ―Vengo aquí cada vez que necesito aclarar o decidir algo ―dijo como al descuido. ―¿Y qué tienes que aclarar o decidir hoy? ―pregunté recibiendo con una sonrisa mi pedido de manos de la camarera. ―Tengo que decidir si quiero continuar esperándote, o no. Dejé de remover el cappuccino en la taza. La sonrisa se me esfumó de los labios y, por dentro, algo estalló en mil pedazos. Bajé la cabeza para que no pudiera ver cuánto me habían afectado sus palabras y concentré todas mis fuerzas en no echarme a llorar. Reanudé el remover de la cucharilla y respiré hondo. ―¿Y bien? ¿Has decidido ya? ―pregunté sin levantar los ojos de la espuma de la taza. ―No. Todavía no ―dijo agotado, pasándose las manos por el pelo―. Vengo aquí porque fue aquí donde nos conocimos. Cuando tenemos problemas vengo a este lugar porque me recuerda cómo me sentí cuando te perdí. No quiero volver a sentirme así nunca, Cristina. Pero hemos llegado un punto en el que no sé qué hacer. Te quiero, y me muero por estar contigo. Pero tú pareces tener muy claro para qué me necesitas en la vida. Hoy eres la prometida del jefe y mañana no quieres ni cruzarte conmigo en el pasillo. Hoy utilizas tu estatus conmigo para quitarte los problemas de encima y mañana no quieres saber nada de mí. Así no funcionan las cosas. ―Veo que las noticias vuelan. Tienes una buena fuente de información ―dije refiriéndome a Madeleine―. Ha sido algo excepcional, nunca había ocurrido antes y no volverá a pasar jamás, te lo prometo. Me disculpo si te ha podido causar algún problema con el personal ―dije formalmente intentando controlar el nudo que se me estaba formando en el estómago. ―Por supuesto que tengo mis fuentes. ¡Es mi empresa! Si no supiera lo que sucede en ella sería un jefe pésimo. Y ya sé que ha sido algo excepcional, pero no me ha gustado oírlo de labios de Maddy. Me has hecho quedar como un pelele delante de dos de mis empleados por no decir la opinión que se ha formado mi tía de ti. ―La opinión que Madeleine tiene de mí no es algo que me preocupe. Tengo otros problemas ―le espeté disgustada por su alusión a su querida tía. ―Sí, los tienes. Pero no entiendes que estás en peligro. Crees que puedes continuar con tu vida como si tal cosa, pero no es así. Intento protegerte, pero tú me desafías constantemente, y no puedo hacerlo si te saltas las normas. Cuando debo marcharme lo hago pensando que eres vulnerable a todos los peligros del mundo porque no haces caso nunca de mis palabras. Vivo esperando que alguien me llame para decirme que te han hecho daño o algo peor. Y eso me hace débil porque no estoy centrado, no razono como debería, no me siento capaz de pensar en nada que no seas tú ―dijo desesperado. Luego bajó el tono de voz y me pareció como si envejeciera veinte años de golpe―. Pongo en peligro mi trabajo y a mis hombres, y si algo les llegara a pasar por mi culpa no me lo perdonaría nunca. Ni a ti tampoco te lo perdonaría. Intenté apartar a manotazos las lágrimas que me caían, pero fue imposible. Jack me cogió una mano con suavidad, deteniendo mis frenéticos movimientos, y la acunó entre las suyas, reconfortándome. ―Dios mío, eres tan preciosa ―dijo embelesado―. Siento lo que sucedió la otra noche en nuestra habitación, no volverá a pasar nunca. Eres lo más importante en mi vida y por nada del mundo querría hacerte daño. Sé muy poco de tu vida pasada, pero lo suficiente para jurarte que yo jamás te haré daño deliberadamente. Créeme. ―Te creo ―susurré. ―Entonces, dime, ¿qué hacemos, Cristina? Dímelo. Cerré los ojos unos segundos para escapar de su brillante y dolida mirada azul. No era capaz de imaginar, de ninguna manera, una vida sin él. Yo le necesitaba, y él también me necesitaba a mí, más de lo que creía. ―¿Qué hacemos? ―preguntó de nuevo con un hilo de voz. Ya tenía una decisión tomada antes de aquello. No había motivo para postergarlo más. ―Vámonos a casa. *** ―Es como empezar de cero ¿no crees? Pero sin los innecesarios preliminares ―dijo mientras avanzábamos en su coche en dirección a casa. ―A mí me gustan los preliminares, son románticos. ―¿Quieres preliminares? ―preguntó sorprendido―. Mañana mismo tendremos nuestra primera cita en condiciones. ―Mañana me marcho a Roma, tengo una reunión el lunes con un cliente ―dije recordándolo en ese momento. ―Oh, vaya. Bueno, cuando vuelvas quizás… ―Sí, cuando vuelva. El silencio reinó de nuevo en el interior del coche. El ambiente era tenso, la situación era forzada, como si no nos conociéramos, como si no tuviéramos nada que decirnos. Y sentí miedo, sentí que habíamos perdido algo fundamental en nuestra relación, la confianza. Aquella rigidez se mantuvo incluso cuando llegamos a casa. Él anunció que tenía que revisar algunas cosas en el estudio y yo debía hacer la maleta para el día siguiente. Cuando acabé, Jack continuaba encerrado con sus cosas. ―Me voy a dormir ―le anuncié temerosa. Me moría de ganas de tenerlo a mi lado. ―Enseguida voy. ―Fue toda la respuesta que recibí. *** Alguien me cogió por detrás y me sujetó con fuerza. Estaba llorando cuando me di cuenta de que Jack estaba tumbado a mi espalda y me tenía cogida por la cintura. Una oleada de náuseas me invadió el estómago y, como pude, me deshice de su abrazo y salí corriendo hasta el cuarto de baño, justo a tiempo de echar la primera papilla dignamente sin mancharlo todo. ―¿Otra pesadilla? ―dijo Jack, que se había personado a mi lado al instante. Con cara de preocupación me tendía una toalla húmeda y fría mientras seguía sentada en el oscuro suelo de plaqueta. Asentí asustada por la magnitud de mi sueño y sollocé maldiciendo a todos aquellos que provocaban las reacciones de mi subconsciente. ―¿Quieres contármela? ―preguntó ayudándome a levantarme del suelo. Lo seguí de la mano hasta la cama. Una vez allí me arropó con la suave y fresca sábana blanca de algodón y se tumbó a mi lado paciente. Le relaté brevemente qué sucedía mientras su mano, como un bálsamo, acariciaba mi espalda. Cuando acabé, al borde del llanto, él besó mi frente y me atrajo hacia su fuerte cuerpo para que descansara sobre él. ―Bueno, ya está. Fue solo un sueño ―me consoló. A pesar de la tranquilidad con la que me quedé dormida entre sus brazos, mi mente continuó soñando retazos del futuro. “Es su madre. Es su hermano.”.
Desperté a la mañana siguiente y, para variar, Jack ya no estaba en la cama. Me puse una bata encima del camisón de verano y seguí el sonido de la televisión hasta la cocina donde lo encontré desayunando y leyendo el periódico. ―Buenos días ―dijo nada más verme. Se puso de pie y se acercó a mí. Estaba mojado, llevaba una toalla alrededor de la cintura y olía a cloro. ―Has estado nadando ―afirmé cuando mis manos se enredaron en su pelo húmedo. Lo atraje hacia mi boca y pude oler el café que ya se había tomado. La conexión entre nosotros se reestablecía. ―Sí, necesitaba desentumecerme, estaba demasiado tenso ―Me besó lentamente dejándome saborear su lengua―. Tienes café recién hecho en la cafetera y hay bollos con chocolate ahí mismo ―dijo señalando una bolsa de papel que había encima de la mesa. ―Oh, qué bien ―suspiré de placer― Tengo hambre. ―No sé dónde habrás estado comiendo y cenando estas dos semanas, pero la nevera tenía telarañas dentro ―dijo volviendo a su lectura mientras yo me preparaba un buen vaso de leche con café y sacaba los bollos de la bolsa para ponerlos en un plato. ―No sé cocinar ―dije riendo, y sorprendiéndolo―. Además, aunque veo que no te has dado cuenta, he pasado bastante tiempo en el trabajo espiando a hurtadillas al guapo de mi jefe ―Bromeaba con él por primera vez desde hacía mucho tiempo. ―¿Y lo conseguiste? Lo de tu jefe, digo. ―Oh, no, qué va. Siempre estaba reunido con alguna rubia despampanante contra las que no tengo nada que hacer. Es un hombre demasiado guapo para fijarse en una simple empleada. Jack bajó el periódico, lo dobló y lo depositó lentamente encima de la mesa. Luego se acercó a mi taburete y lo giró hasta quedar delante de él. Me retiró un salvaje mechón de pelo y lo colocó detrás de mi oreja, rozándola a propósito. ―Ese jefe tuyo es un completo gilipollas ¿sabes? Tú no deberías andar mendigando miradas de nadie, nunca ―dijo memorizando cada rasgo de mi rostro con sus ojos y con sus manos―. No hay ninguna rubia, ni morena, ni pelirroja en la faz de la tierra que pueda compararse a ti. ―Eso deberías decírselo a mi jefe ―susurré mirándole los labios sin disimulo. Me moría por uno de sus besos y me relamí de anticipación. ―Olvídate de ese idiota. Te quiero toda para mí ahora mismo. Eres mía y no pienso compartirte con nadie. ―Y entonces me besó como había estado deseando. Con pasión, con fuerza, prometiendo mucho más que un intercambio de mordiscos y magreos de lenguas desenfrenadas. Abrí las piernas en el taburete y lo dejé acercarse más a mí. La toalla que llevaba estaba a punto de caer cuando sonó su teléfono móvil. ―Déjalo que suene ―dije sin apartar ni un centímetro mi boca de la suya. ―Es el móvil de trabajo ―dijo él separando un poco sus labios y mirando de reojo el aparato. La bata ya andaba formando un charco de raso en el suelo a los pies de ambos. ―Déjalo que suene ―insistí poniendo mis manos en su rostro y forzando que su boca coincidiera con la mía de nuevo. ―Puede ser importante ―susurró mientras sus caricias se hacían más insistentes y su lengua lamía mis labios con urgencia. Suspiré abatida, le empujé por los hombros y, muy a mi pesar, le dije: ―Cógelo. ―¿Qué pasa? ―respondió al teléfono de mal humor. De inmediato sus ojos volaron a los míos. Puso la mano en la parte baja del aparato para que no le oyeran y me preguntó―: ¿Dónde está tu teléfono? Te han cambiado el vuelo y debes coger uno anterior. Corrí por toda la casa metiendo en la maleta las cosas que me faltaban sin ningún miramiento. ―¿Cuándo vuelves? ―preguntó. ―Deberías saberlo. Tú eres el jefe, ¿no? ―Touché, pequeña, pero es que no lo sé ―dijo apenado. ―Son solo cinco días. ―Lo abracé y le di un rápido beso. ―Los babosos italianos querrán comerte viva en cuanto vean tu cuerpo, tus labios carnosos y esos ojos oscuros que a mí me ponen cardíaco. ¿Te portarás bien? ―¡Por supuesto! ¿No te fías de mí? ―pregunté levantando una ceja al estilo de Madeleine. ―No me fio de ellos. ―Repíteme eso de que te portarás bien en Roma y que serás prudente, por favor ―dijo Jack de camino al aeropuerto. ―No tienes de qué preocuparte, ¿vale? No voy a Roma a divertirme, además, no me apetece divertirme con nadie que no seas tú ―Lo miré con ojos tiernos y le hice algún puchero― ¿De verdad que no puedes venir conmigo? ―No hay nada que me apetezca más en estos momentos que irme contigo, pequeña. Pero tengo que dirigir una empresa. Una llamada en mi móvil aflojó un poco el ambiente. Era Gillian. ―Hola, Gillian. Estás en el manos libres del coche ―dije. ―Ah, hola. Solo llamaba para decirte que al final la escala del vuelo es en Madrid y no en Dublín como estaba previsto al principio. Un coche te recogerá en el aeropuerto Leonardo da Vinci cuando aterrices. El chófer te llevará al hotel. El trayecto es de una hora y media, aproximadamente. Los clientes se reunirán contigo el lunes en una de las salas del hotel. No tienes que preocuparte por nada, está todo hablado con ellos y lo tienes anotado en tu agenda. ―Gracias, Gillian, no sé qué haría sin ti. ―Espera, aún hay más. A las catorce horas tienes una comida con los clientes en un restaurante frente al Vaticano. Tienes el coche a tu disposición durante todo el viaje, por lo que te sugiero que lo utilices, a ser posible en exclusividad. Son órdenes directas del Jefe Supremo, ya sabes ―dijo ignorando por completo que Jack estaba escuchando.
―Gracias, Sra. McGowan, me alegra saber que alguien sigue mis instrucciones al pie de la letra ―comentó Jack sonriendo abiertamente. Era el hombre más hermoso del mundo cuando sonreía. ―Oh, hola señor Heartstone, no sabía que estaba usted ahí. Disculpe ―susurró Gillian avergonzada. ―Descuide, señora McGowan. Después de un par de indicaciones más llegamos al aeropuerto. Gillian había anotado todo cuanto debía saber en mi agenda electrónica y podría consultarla en cualquier lugar y a cualquier hora a través de mi teléfono. ―¿Algo más? ―No, señorita Sommers, eso es todo. Que tenga un buen viaje y descanse cuando llegue. ―Lo haré, descuida. Y, ¿Gillian? ―¿Sí? ―Si me vuelves a llamar señorita Sommers hablaré con el jefe para que te despida, ¿entendido? ―Entendido, Cristina. Buen viaje. ―Gracias. Eres un sol. ¡Ciao! La conexión se cortó y miré a Jack sonriente. ―Es la mejor persona que he conocido en HP. No sé qué haría sin ella, de verdad ―le dije, algo melancólica. ―Es muy buena en su trabajo, estoy de acuerdo. ¿Sabías que empezó siendo la secretaria particular de Madeleine? ―¿Qué me dices? ―pregunté atónita. Gillian nunca me había contado nada de eso. Por lo visto el marido de Gillian había fallecido en un accidente de tráfico. Ella tardó algún tiempo en incorporarse al trabajo después del funeral y Madeleine tuvo que buscar un sustituto del que no quiso deshacerse cuando Gillian regresó. La gente de mi departamento llevaba tiempo pidiendo a alguien que les tomara los recados, concertara las citas y ayudara con el papeleo, y Jack le propuso hacerse cargo de ese puesto. Ella quedó satisfecha y ya habían pasado más de cinco años sin una sola falta en su expediente laboral. “Francamente, ha salido ganando. Hubiera sido un desperdicio de talento estando a las órdenes de esa bruja”. Llegamos al aeropuerto unos minutos antes de que cerraran el check in. ―Llámame cuando llegues a Madrid, ¿de acuerdo? ―dijo señalándome con un dedo acusador. Asentí como una niña buena y sonreí con picardía, pero de inmediato me puse seria―. Te voy a echar de menos, pequeña ―dijo acariciándome el pelo con su enorme mano. “Solo son cinco días”, me dije concentrándome para no llorar. ―Te quiero ―le susurré apoyando la mejilla sobre su camiseta. ¡Qué bien olía! ―Te quiero ―repitió con un apasionado beso de despedida que me supo a gloria. Nos soltamos acariciándonos la cara y nos dijimos adiós con la mano. “Gasta una moneda y pide un deseo en la Fontana por mí. Te quiero. J”, rezaba el mensaje que me llegó nada más sentarme en el avión. Le contesté de inmediato: “Mi deseo se queda en tierra dirigiendo una empresa. Yo tb te quiero. C”. Unos segundos después la azafata nos pidió que desconectáramos los teléfonos para el despegue y finalizó mi conexión con tierra.

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Algo Contigo
RomanceA Cristina Sommers y a Jackson Heartstone no los une el destino aquella primera noche, sino el don sobrenatural de ella: algunos extractos de sus sueños tienden a convertirse en la más cruda realidad. El mundo de la publicidad es su bien común, sin...