Capítulo 5

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Tres días después recibí un mensaje de texto: “Espero que esté usted mejor. Nos vemos en una semana. JH”. No iba a dejar que me olvidara de él. Yo necesitaba el trabajo, me gustaba ese trabajo, pero no quería complicarme la vida y Jack era una gran complicación, estaba segura. Dos días más tarde, a las ocho de la mañana, llegó otro mensaje: “Ecuador de sus vacaciones. Espero que esté usted recuperada. JH”. Este hombre me iba a volver loca. El día antes de mi supuesta reincorporación al trabajo, a media tarde, llegó un mensaje más: “¿Sabes hablar español? JH”. Estuve tentada de contestarle que sí, pero apagué el móvil y salí a correr un rato para despejarme. Había tomado una decisión firme. Volvería a mi trabajo. No por él sino por mí, porque era buena y me había propuesto ser una triunfadora. No ganaría nada lamiéndome las heridas una vez curadas. Cuando regresé, una hora más tarde, me di una buena ducha caliente y me apliqué una mascarilla de arcilla verde en la cara. Me serví una copa de vino blanco, frío, y, aún envuelta en la toalla, me senté en el sofá a pintarme las uñas de algún color transgresor. “¡Oh, sí, verde!”. Un rato más tarde sonó el timbre de la puerta y pensé que era Lina. Había comentado que se pasaría por casa si le daba tiempo. Pero la persona que estaba al otro lado de la puerta no era ella. Jack sonreía sosteniendo en alto dos bolsas de comida tailandesa. Se parecía mucho más al Jack que había conocido en aquel bar: pantalón vaquero, camiseta negra desgastada y chaqueta de cuero. Cuando vio mi cara de aquel color verduzco, bajó las bolsas de golpe y su sonrisa se convirtió en una mueca de asco que me resultó de lo más graciosa. ―Disculpe señora Hulk, creo que me he equivocado de apartamento ―bromeó mientras hacía amago de marcharse. ―¿Qué quieres? ―le pregunté disimulando una sonrisa. Di un trago a mi copa de vino. ―¿Hay una para mí? ―dijo señalando la bonita copa de cristal tallado, herencia de mi abuela―. He traído comida tailandesa ―. Y sonrió de nuevo con esa espectacular sonrisa de dientes blancos y perfectos, salvo por uno que tenía ligeramente roto. ―No, no hay nada para ti y no me gusta la comida tailandesa. ―Mentirosa ―soltó―, una vez me dijiste que era tu preferida. Me quedé mirando su bello rostro e intentando averiguar qué recordaba de aquella noche. Sin duda, yo había tenido razón: él sabía quién era yo y, por supuesto, recordaría lo que sucedió. ―Ya está bien ―dije tranquilamente, pero ruborizada hasta las cejas―. Voy a vestirme. Luego te largas. Unos minutos después me había puesto un chándal, la mascarilla había desaparecido de mi rostro y me había recogido el pelo mojado en una coleta. En el salón Jack se había encargado de sacar las diferentes cajas de comida y esparcirlas por encima de la mesilla de café que había delante del sofá. La habitación entera olía a comida tailandesa y me rugieron las tripas. ―¡Aja! ¡Lo sabía! Tienes hambre ¿verdad? ―Incluso había encontrado otra copa similar a la mía y se había servido un poco de vino. ―No voy a cenar contigo. Te he dicho que te largues. ―le dije dejándome caer en el sillón más alejado. ―Está bien, pues yo cenaré mientras tú miras ―. Y se sentó en el sofá, ignorando mi forma directa de echarlo de mi casa y frotándose las manos ante tan copioso festín asiático. Optó por un par de palillos, abrió una caja y olisqueó su contenido. Luego, de forma magistral, extrajo una bola de tallarines con gambas que se llevó a la boca. Era todo un espectáculo de sensualidad verlo degustar la comida con tanto placer. Mi pulso se aceleró cuando sacó su lengua y se relamió. “Lo está haciendo a propósito. Relájate ¿quieres?”. ― ¿Sabes? Este Pad Thai huele y se ve mejor de lo que sabe. No tiene nada que ver con el que hacen en Tailandia, por supuesto, pero está delicioso cuando hay hambre ―Volvió a llevarse los palillos llenos a la boca―. Uhmm, es una lástima que no quieras porque el segundo bocado es mejor que el primero… ―Cállate y déjame que me siente ―le dije riendo y empujándole para que me hiciera un hueco en el sofá―. ¿No me digas que después de tanta caja solo has traído Pad Thai? ―fui a abrir las otras cajas de comida pero él no me dejó. ―Ah, ah, ah, no, no, no, esta comida es para celebrar algo, pero primero tengo que saber si hay algo que celebrar ―dijo sonriendo mientras apartaba mis manos de la mesa. Luego se giró para quedar frente a mí y se puso más serio―. Siento mucho lo que has tenido que pasar estos días. No te creí cuando te oí por teléfono. No sabía quién eras y, aunque eso no es una excusa, te pido que me perdones. Cuando te vi en el pasillo y Madeleine dijo que eras tú, estaba tan enfadado que ni siquiera fui capaz de ver que te habían lastimado. Y luego, cuando me di cuenta… ―Fue bajando la voz hasta que no le salió más que un susurro―, cuando me di cuenta solo quería matar a Ronald y pegarme un tiro por estar tan ciego. Créeme, Cristina, lo siento, y no quiero que dejes la empresa. Entenderé que no quieras verme después de la poca confianza que he demostrado, pero, por favor, quiero que vuelvas a trabajar. No ha sido justo que te despidiera y… ―Vale ―dije sin más. ―¿Vale? ¿Ya está? ―preguntó sorprendido. ―Sí, vale. Acepto tus disculpas y, además, mañana tenía pensado volver a trabajar. ¿Podemos cenar ya? Tengo que madrugar. ―Oh, sí, claro ―dijo sonriendo de esa forma que le hacía parecer un adolescente en la serie de moda―. De cenar tenemos Pad Thai ―Hizo un gesto de evidencia señalando la cajita―, Nam Prik Pao, Ped Dang, Kaeng Kari Kai y, de postre, flan de leche de coco. ―Vaya, has tirado la casa por la ventana ¿eh? ―Quiero que estés bien alimentada. Cebarte para luego comerte, ―dijo antes de darse cuenta del doble sentido de su frase―, como en Hansel y Gretel ―añadió. Cenamos tranquilamente escuchando las viejas glorias de U2. Le pregunté si había viajado a Tailandia y contestó, con un movimiento de cabeza, que sí. Me contó brevemente dónde había estado, lo que había degustado allí y cuáles eran los mejores sitios para visitar. Me habló de algunas playas y de las gentes del lugar. De cualquier cosa que no fuera demasiado personal. Yo me moría de ganas de saber qué había sucedido la noche que nos conocimos en el bar. Desapareció sin dar explicaciones, sin despedidas, y después de mucho tiempo aún continuaba creyendo que me merecía una buena historia que justificara su forma de actuar. ―Jack… ―susurré suavemente. Leyó en mis ojos la pregunta y suspiró cansado. ―Esta noche no. Te lo contaré en algún otro momento, pero esta noche no ―dijo sabiendo que mi cambio de tono, mi forma de mirarlo y mi cara pedían a gritos una buena explicación. Ni siquiera me miraba, su vista se concentró en el fondo de una de las cajas de comida tailandesa, ya vacía. ―Comprendes que esto es muy extraño para mí, ¿verdad? ―musité. ―Lo sé, pero esta noche prefiero no hablar del tema. Si quieres que me vaya lo entenderé. ―Puedes quedarte un rato más. No es necesario que te marches ya. Para deshacer un poco la tensión que se había generado entre nosotros, serví un poco más de vino en las copas y di un largo trago de la mía. Él hizo lo propio con la suya y comenzó a contarme cosas del último viaje de negocios que había realizado a Europa. De trabajo habló más bien poco y, en cuanto vio que pretendía insistir en el motivo de su viaje, cambió de tema. ―¿Qué hay de tu familia? ―preguntó señalando con la cabeza la foto de mi madre que había en el mueble, junto a la televisión. ―No hay mucho que contar. No tengo padre, ni hermanos. Solo una madre enferma de Alzheimer que está ingresada en una residencia en Seattle y que ya ni me reconoce cuando voy a verla ―dije como de pasada. Hablar de mi madre me ponía triste. ―Vaya, lo siento. ¿Y tus amigos? Además de la señora Malcom, habrá alguien más ¿no? ―. Sonreí ante la mención de Enrieta como mi amiga. En cierto sentido, sabía más de mí que algunas de las personas que me rodeaban. ―Bueno, está Lina, que es mi mejor amiga. Realmente, es mi única amiga. ―¿La bailarina? ―preguntó mientras recogía las cajas vacías de comida para dejar lugar al postre― Esa que no dejó de moverse mientras estuviste sentada en el bar, ¿no? ―¡Oh! Ella te besaría si te oyera llamarla así ―dije riendo abiertamente. ―¿Y tú? ¿Qué tienes que oír para que me beses? ―Jack…―logré decir antes de que sus dos grandes manos enmarcaran mi cara y me acercaran a sus perfectos labios. Al principio fue un beso dulce y cálido, que sirvió para remover las brasas que ya ardían dentro de mí. Luego se tornó más duro, más profundo. Sentí su lengua invadiendo mi boca con ese sabor a vino blanco tan agradable y dulce, y las pocas barreras que contenían mis ansias por él cayeron sin posibilidad de ser reparadas. Me apoyé en sus hombros y me subí a horcajadas sobre sus piernas. No sabía bien qué demonios estaba haciendo, pero cuando sus manos recorrieron lentamente mi espalda, arriba y abajo, con aquel movimiento cadencioso, casi me vuelvo loca. Deseaba, con todo mi ser, sentir sus caricias sobre mis pechos. Mis pezones, tensos de excitación, se apretaban contra la tela de la camiseta esperando el momento de ser rozados, besados, acariciados y mimados. Noté su erección empujando contra la fina tela de mi chándal y empecé a desear mucho más que besos y caricias. Él pareció leerme el pensamiento y, lentamente, empezó a trazar círculos con los pulgares en los costados de mis pechos. Un gemido escapó de mi boca y su erección dio una sacudida. Sus manos bajaron por mi cintura hasta meterse debajo de la barrera de tela que impedía sus avances y mi placer. Despegamos nuestras bocas para que pudiera pasar la ropa por la cabeza y vi el deseo que ardía en sus ojos. Una mano quedó en mi cadera, ejerciendo una presión enloquecedora mientras la otra acariciaba como una pluma mi pecho desnudo. Nos miramos mientras aquellos hábiles dedos descubrían el puntiagudo pezón tenso y listo para asaltar. Jack fue consciente del placer que sentí cuando pellizcó suavemente el turgente botón. Me arrancó un gemido tras otro, e hizo que arqueara la espalda para que mi pecho quedara más aplastado contra su mano. Entre mis piernas el calor y el deseo eran insoportables y comencé a mover las caderas para encontrar el alivio necesario contra su erección. Cuando acabó de torturar un pezón comenzó con el otro. Para entonces la humedad ya había traspasado la fina tela del chándal y calaba sobre su bragueta. ―Oh Dios, por favor… ―rogué intentando desabrochar el botón de sus pantalones que se me resistía. ―Shhhh, si sigues moviéndote harás que me corra antes de tiempo. Tranquila ―dijo, y sopló ligeramente sobre un pezón haciendo que se endureciera más. Cuando ya pensaba que no podría llevarme más arriba sin correrme yo misma, metió uno de mis castigados pezones en su boca y succionó con fuerza. Un grito de placer se me escapó y volvió a repetir la operación succionando, lamiendo, jugando y mordiendo sin piedad hasta que no pude más y me dejé ir entre estremecimientos y jadeos incontrolados. Él sintió los espasmos y llevó una de sus manos hasta la húmeda tela. Comenzó a presionar hábilmente hasta que grité extasiada por completo. Con manos temblorosas peleé con los botones de nuevo hasta ver aparecer su bien dotado miembro, erecto como una estaca, palpitante y caliente, muy caliente. Le rocé la punta con un dedo y Jack se estremeció. Acaricié toda la longitud de su sexo, lentamente, y cuando llegué a los testículos, gimió y dio una embestida. ―Vas a matarme ―gruñó cogiéndome de la nuca y besándome fieramente. No me importó que me magullara los labios con su ímpetu. Solo quería que sintiera lo mismo que yo había sentido hacía un momento. De pronto, con un estudiado giro de caderas, me encontré boca arriba en el sofá con él encima de mí. Mientras me bajaba los pantalones y las bragas, yo me llevé un dedo a la boca y saboreé una gota de su semen. Era salado y con un toque de almizcle. Aquello lo enloqueció. ―Yo también quiero. ―Y hundió un dedo dentro de mí, provocándome un gemido. Luego lo sacó y se lo llevó a los labios, chupándolo sin apartar su mirada de la mía―. Es el mejor postre que he probado nunca ―dijo, y luego acercó su boca a la mía para recorrer con su lengua el contorno de mis hinchados labios―. Tengo que coger los condones ―dijo estirándose para alcanzar algo. Su mano acariciaba mi clítoris con maestría, con lentitud, haciéndome desear más rapidez, más fuerza. Lo quería dentro de mí y lo quería ya. ―Si te sirve de algo, tomo anticonceptivos ―dije sin aliento. Justo entonces, el aura erótica y desenfrenada que se estaba desarrollando en mi salón se vio interrumpida de pronto por una llamada de teléfono del móvil de Jack. Noté la reacción en su cuerpo, el estridente sonido fue como la campanilla de la conciencia que te avisa de lo mal que estás haciendo las cosas cuando insistes en hacerlas de esa forma. Sus ojos perdieron la intensidad pasional de unos segundos antes y su cuerpo inició una fría retirada, dejándome pasmada ante aquella facilidad para recuperarse de lo que estábamos a punto de consumar. “Si me dice que esto no debería estar pasando, lo mato”, pensé frustrada pues, pese a dos maravillosos orgasmos, me sentía vacía por completo. Me resigné. No iba a darle más vueltas. “Es un error. Está mal. Más vale parar ahora. Respira. Respira. ¡No llores! ¡Es tu jefe!”. Fue a la cocina a contestar mientras me ponía la camiseta y las bragas. Cuando regresó al salón me miró algo sorprendido, pero la máscara del señor Heartstone cayó de nuevo y la frialdad regresó al apartamento. ―Tengo que marcharme ―dijo abrochándose los pantalones. ―Ya. ―Mira, Cristina, esto… ―No, por favor ―dije interrumpiendo sus estudiadas palabras―. Sin explicaciones. Ya sabes dónde está la puerta. ―De acuerdo ―dijo poniéndose la chaqueta. Quiso acercarse a mí, lo vi en sus ojos, pero no se atrevió―. Mañana nos vemos, entonces. ―Sí. Hasta mañana ―susurré, y salió del apartamento.

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