Capítulo 8

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Me miré en el espejo un par de veces y la imagen que vi reflejada me pareció fabulosa. El vestido negro que me había prestado Lina era sensacional, sexy, atrevido, perfecto. Y las sandalias, de tiras negras, tacón de infarto… ¡uff! Era una cena informal, pero no me importaba. Estaba espectacular. Esperé distraída el ascensor y cuando las puertas se abrieron un embriagador olor a masaje de afeitar y gel de ducha invadió mis fosas nasales. El aspecto del hombre que iba dentro era, cuanto menos, impactante: pelo negro mojado y algo despeinado, camisa azul claro ligeramente arremangada, pantalones gris oscuro, americana al hombro, y una mirada azulada tan penetrante que me hizo contener el aliento. Lo miré indecisa. Estar en un ascensor a solas con él no era lo que tenía planeado en ese momento. “No bajaré cinco pisos andando por las escaleras. ¡Me niego!”. ―Vamos, señorita Sommers, no le voy a morder. ―Suspiré maldiciendo mi mala suerte―. Estás preciosa. ―Gracias. ―¿Has descansado? ―Sí, gracias. ―¿Vas a pasarte la noche sin hablarme? ―Probablemente, sí. Él soltó una sonora carcajada, y yo cerré los ojos y bufé de forma ordinaria. A la salida del ascensor me abordó una vez más el subdirector del hotel. Resultaba excesivamente agobiante con sus preguntas y sus adulaciones y, si bien al principio me pareció simpático, ya no creía que lo fuera tanto. Jack dijo algo por lo bajo que no pude escuchar y cuando vio que el hombrecillo intentaba ganarle terreno para acercarse más a mí, se detuvo en actitud poco amigable. ―Disculpe señor, pero la señorita Sommers y yo llegamos tarde a una cena de negocios. Si no le importa… ―Luego posó una mano en el bajo de mi espalda y me empujó suavemente hacia la puerta. ―Eso no ha sido necesario ―dije molesta. ―Sí, lo ha sido. Intentaba mirarte las tetas por ese escote tan pronunciado que llevas esta noche. Es un moscón ―respondió él con el ceño fruncido. ―Vaya, si de moscones se trata, debería mirarse más en el espejo, señor Heartstone. ―No me provoque, señorita Sommers. ―Has sido un borde ―le espeté rompiendo los fingidos formalismos. ―Y tú querías enfadarme. ―Aun así, has sido un borde. ―¡Venga va! Tú estabas tan harta de oír gilipolleces como yo. Agradécemelo y volvamos a lo que estábamos. ―No estábamos en nada. Fin de la conversación. ―Pero para mi sorpresa, Jack volvió a carcajearse y me abrió la puerta del coche. *** La velada transcurrió de forma muy agradable. Conocí a la mujer de Sánchez, María, una señora de aspecto anticuado pero con un espíritu afable y cariñoso. Me recordaba a mi propia madre y aquello hizo que congeniásemos de inmediato. También tuve el placer de conocer a Javier, un precioso ejemplar de macho cubano musculado que, para mi sorpresa, era la pareja de Osmel. El rostro de Jack, que hasta la llegada de Javier se había mantenido con el ceño fruncido, cambió súbitamente, y una insolente sonrisa se instaló en sus labios. Era envidiable la relación abierta y de adoración mutua que sentían ambos hombres. Me reprendí en varias ocasiones durante la cena por quedarme fijamente mirando sus carantoñas y sus confidencias al oído. Yo deseaba algo así, siempre lo había deseado. Y el simple hecho de pensar que no lo lograría me humedeció los ojos. Una profunda tristeza, que creía desaparecida, se apoderó de mí. ―Un brindis por la publicista más brillante de Nueva York ―coreó Sánchez poniéndose en pie, copa en alto. Bebí un sorbo y agradecí la dedicatoria. Le resté importancia con un ademán y vacié el contenido de mi vaso de un trago antes de anunciar que debía ir al baño. La mirada de Jack me estaba abrasando y yo, abrumada, solo quería huir. Algunos de los allí presentes nos animamos a seguir la fiesta después de la cena y Osmel propuso ir al club que regentaba Javier, La Luna. La idea fue bien recibida por todos, menos por Jack, claro estaba, que arrugó el ceño cuando vio lo entusiasmada que estaba por ir a bailar. ―Baila conmigo, Cristina ―dijo justo en el momento en que sonaba una cumbia con base tecno. Le agarré la mano, sonriente y animada, y me llevó a la pista de la que no volví a salir. Javier cogió el relevo de Osmel cuando éste se disculpó para ir al servicio. Me sentí el centro de todas las miradas, pero también era cierto que había bebido más de la cuenta y mi percepción andaba algo desajustada. Cuando los sensuales acordes y la profunda voz de Chico Novarro entonaron los primeros compases de su conocido tema “Algo Contigo”, busqué los ojos de Jack y, sin pensarlo, le rogué con mi mirada que viniera a por mí. La cruel realidad me golpeó en el centro del pecho y estalló haciendo de mi mundo, seguro y aburrido, un lugar devastado por los sentimientos. Yo, que me había prometido mantenerme al margen de zalamerías, que andaba esquivando romanticismos y relaciones pastelonas, que había sobrevivido a una relación aterradora que casi acaba conmigo, me veía reflejada en los cristales del club y solo encontraba la desesperación en la mirada de una mujer con sentimientos no correspondidos. Me había enamorado de él, de aquel misterioso corazón de piedra, de un hombre tan extraño como el azul cambiante de su mirada. No había existido un instante, desde que volvimos a encontrarnos, en el que no hubiera pensado en esos ojos, en ese cuerpo… Solté a Javier y enfilé hacia la puerta. Necesitaba salir de allí. Necesitaba respirar y desintoxicarme de aquel ambiente de sensualidad que tanto me estaba afectando a las neuronas. Las lágrimas llenaron mis ojos justo en el momento en que una mano me agarraba del brazo. Seguí caminando entre las parejas que inundaban la pista hasta que me acorraló contra una pared. ―¿Me permites? ―dijo la voz que tanto ansiaba escuchar. Levanté la cabeza y lo miré sorprendida. La música me empujó hacia él y, sin decir ni una palabra, nuestros cuerpos comenzaron a moverse rítmicamente, sensualmente, removiendo peligrosos deseos que nos podían hacer mucho daño. Sus ojos, a escasos centímetros de los míos, sus manos subiendo por mis caderas, arrastrando la tela de la falda. Su boca entreabierta deseando lo mismo que la mía. Me puso de espaldas a él y pasó sus fuertes manos por mi vientre. Nuestras caderas se movían perezosamente, siguiendo los compases de aquel precioso bolero. Enredó las manos en mi pelo, húmedo de sudor, y acercó su boca a mi oreja para lamer lentamente el lóbulo. La urgente necesidad de sentirlo dentro de mí me dejó sin fuerzas para resistirme a sus caricias. ―¿Hace falta que te diga que me muero por tener algo contigo? ―susurró acariciando con su voz mi alma. Volvió a ponerme de cara a él. Instintivamente me lamí el labio inferior y lo oí gruñir. Posó sus grandes manos en mis nalgas y me pegó más a su dura erección. Nuestras bocas quedaron a pocos milímetros y pude oler el aroma del whisky que acababa de beber. Me volvía loca de deseo sentirlo así, tan cerca, tan excitado, respirando el mismo aire que exhalaban mis labios. ―Bésame ―le ordené con desesperación. La tortura estaba durando demasiado. Yo lo deseaba, él lo deseaba. Y no lo pensó ni un segundo. Fuerte, violento, como si concentrara en ese beso las ganas contenidas. Su lengua entró en mi boca buscando mi sabor, buscando mi lengua para retorcerse juntas en un ensayo de lo que harían nuestros cuerpos más tarde. Sus manos estaban por todas partes, ya no oía la música, ni veía a la gente, solo podía sentir. Me agarré a su cuello, acercándome más a él si era posible, profundizando un beso que no tenía intención de acabar nunca. Alguien pasó por nuestro lado y nos empujó, haciéndonos regresar a la realidad. Separó su boca de la mía unos milímetros. ―No quisiera yo morirme sin tener algo contigo ―susurró de nuevo con una mirada extraña. ¿Qué era? ¿Dolor? ¿Tristeza? ―¿Por qué me dices eso? ―pregunté preocupada. Ya no era simplemente la letra de una canción. Sus palabras escondían algo más. Pasé una mano por su rostro, tan cerca del mío, y él cerró los ojos e inspiró aliviado. Cuando los abrió, el brillo feroz de su mirada me hizo desear mil noches de fantasías eróticas entre aquellos fuertes brazos. ―Si no te saco de aquí ahora mismo nos detendrán por escándalo público ―dijo con la voz enronquecida. Volvió a besarme con más suavidad, más lento, provocándome más y más, y abandonamos el club enredados entre prometedoras caricias y abrasadores besos. Durante el trayecto en el coche se comportó como un perfecto caballero. Miraba por la ventanilla, pensativo, mientras acariciaba suavemente la palma de mi mano con su dedo pulgar, trazando rítmicos círculos que me producían un hormigueo desesperante entre las piernas. Acariciaba mi rodilla, subiendo poco a poco el vestido por el muslo. En varias ocasiones estuvimos a punto de perder el control cuando una de sus caricias rozó la suave y empapada tela del tanga que llevaba puesto, y gemí echando la cabeza hacia atrás para apoyarla en el asiento. ―Quítatelo ―me dijo en un susurro al tiempo que miraba algo en el móvil. No me hizo falta saber a qué se refería. Disimuladamente me quité el tanga y se lo guardó en el bolsillo del pantalón, no sin antes olerlo un par de veces, suspirando. *** Subimos en el ascensor junto a una pareja de ancianos. Los saludamos cortésmente y ocupamos el espacio al fondo. Él pegado a la pared y yo pegada a él. Noté como su mano subía suavemente por el muslo y recogía la falda por detrás. Tenía el culo desnudo pegado a su bragueta y podía notar sus embestidas involuntarias. “No se atreverá”, pensé. Y no lo hizo. Pero en cuanto alcanzamos la primera de las cinco plantas, los ansiosos dedos de Jack buscaron mi clítoris y empezaron a hacer círculos lentos sobre él. La imposibilidad de hacer ningún tipo de movimiento, o de expresar lo que le sucedía a mi cuerpo con palabras y sonidos, aumentaba aún más la excitación. Iba a hacer que me corriera, en un ascensor, con una pareja de abuelos como ignorantes espectadores. “¡Oh, Dios, esto es maravilloso, joder!”. El ascensor, con su ritmo lento y desesperante, llegó a la segunda planta donde la pareja que nos acompañaba debía bajar. Jack sacó bruscamente su mano de debajo de mi falda y se despidió del anciano que nos miraba con cierta picardía en el rostro. La mujer salió con aire de indignación. ¿Sabrían qué había estado pasando detrás de ellos? “¿Qué más da?”, me dije. Estaba deseando volver a sentir la magia de sus dedos dentro de mí. Antes de que las puertas quedaran cerradas, nuestras bocas se buscaron ansiosas. Entrelazamos los dedos de ambas manos y me levantó los brazos por encima de la cabeza. Su lengua juguetona recorrió mis labios, comprobando la distancia mínima que podía existir entre nuestras bocas sin que nos sintiéramos abocados a devorarnos. En la puerta de su habitación escuchamos el fuerte trueno que anunciaba una tormenta en el exterior. Dentro, un portazo predecía el inminente huracán. Me pegó a la puerta fuertemente y me besó con violencia. Sus dos manos se colaron por los laterales del vestido y cogieron mis pechos, apretando los dedos sobre ellos y pellizcando los pezones con agresividad, mientras yo intentaba desabrochar su cinturón y abrirle el botón y la cremallera. Me miró con ansiedad y pude distinguir un atisbo de miedo en sus ojos.
―¿Estás segura? ―susurró reduciendo el ritmo de sus caricias a un simple roce contra mi piel. ―Lo deseo. Te deseo. Por favor ―le rogué desesperada para que no se detuviera jamás. Una vez que tuve su polla en mis manos, no hubo tiempo para dudas. Me alzó para que enroscara las piernas alrededor de su cintura y se clavó en mí. Lo acogí con un grito de placer, ansiosa por llenar el vacío que sentía dentro desde que lo había visto en el ascensor. Lo sentí grande, hinchado y poderoso. Me llenaba por completo. Me hacía vibrar con sus embestidas duras y rápidas. Aquello era sexo en estado puro, sin lindezas ni sensiblerías. Mi cuerpo chocaba contra la pared con cada empellón de su miembro. Le tiré del pelo, le mordí el hombro. Él ocultó su cara en el hueco de mi cuello y succionó con fuerza debajo de la oreja, mordisqueó la sensible piel de mi clavícula y descendió hasta que agarró uno de mis pechos y se lo llevó a la boca. Tras varios lengüetazos cogió el pezón con los dientes y presionó. Grité de dolor y de deleite y, sin poder retrasarlo más, llegué al orgasmo de forma violenta. Me puse rígida y sollocé extasiada. Le sentí a él, que seguía entrando y saliendo mientras los músculos tensos de mi vagina lo estrangulaban sin tregua. Creí que me rompería en dos, que nunca jamás podría llegar tan alto como en ese momento, cuando Jack metió una mano entre nuestros cuerpos y buscó de nuevo mi clítoris para rozarlo, apretarlo, pellizcarlo. Volví a correrme violentamente, boqueando y jadeando en busca de aire. Pero él todavía no había llegado al final. Tal y como estábamos, él empalado en mí, yo laxa y aferrada a él, me llevó hasta la enorme cama de la suite y me sentó a horcajadas sobre su cuerpo. Hundió sus dedos en mi culo, me abrió más los cachetes y deslizó un dedo hasta rozar el pequeño agujero negro. Por un momento, sentí pánico y mi cuerpo se puso tenso. ―Shhhh, solo quiero acariciarte. Deja que toque todas y cada una de las partes de tu cuerpo ―dijo sin aliento, en un susurro erótico que me recorrió las entrañas. Masajeó mi ano utilizando como lubricante mis fluidos vaginales que ya notaba deslizándose por los muslos. En cuanto me relajé, comencé a sentir los espasmos en mi vagina. Jack introdujo la punta de su dedo meñique y sentí un latigazo de placer. Su grueso miembro seguía dentro de mí, palpitante, y al notar su dedo tuve necesidad de moverme para que entrara más profundo, arrancándole un gemido gutural. ―Así, sí, despacio ―dijo, y me hizo jadear de desesperación―. Llevo mucho tiempo queriendo hacer esto y otras muchas cosas en ese culo que mueves tan bien cuando bailas. Sus palabras me encendían cada vez más, su boca dejaba un rastro de fuego por donde pasaba, sus dedos… “Oh, Dios, sus dedos…”. Jack lo introdujo un poco más. Aquello se sentía tan bien que empecé a buscar más profundidad. Su boca y su lengua absorbían mis gritos y cuando su dedo y su miembro empezaron a moverse al mismo ritmo desenfrenado, alcancé un tercer orgasmo, más devastador que los anteriores. Al límite de su cordura, él dio dos enérgicas embestidas y gritó fuerte cuando se derramó dentro de mí vertiendo poderosos chorros de su simiente. Diez minutos después seguíamos sin movernos, sintiendo los temblores que aún recorrían nuestros cuerpos. Echado encima de mí, con su miembro aún dentro, se apoyaba sobre los codos y me besaba suavemente, con breves toques de su lengua en mis labios hinchados por sus violentas acometidas. Me acariciaba el pelo con una mano y la mejilla con la otra. ―Eres preciosa ―dijo susurrándome al oído. Inhaló en mi cuello, absorbiendo el aroma de mi perfume y del sudor de mi cuerpo. Pasó la lengua por algunas gotas de transpiración que se habían acumulado en el hueco de mi clavícula―. Además, eres inteligente ―Me besó un pecho―, excitante ―Me chupó el pezón. Gemí―, ingeniosa ―Me dio un pequeño mordisco y volví a gemir más fuerte arqueando la espalda― e insaciable ―finalizó embistiendo brevemente con su pene nuevamente empalmado. ―Ahora quiero hacerte el amor lentamente ―dijo arremetiendo despacio con las caderas―, como si fuera la primera vez ―Recorrió mi costado suavemente con su mano―. Sin prisas, sin tensiones ―Metió la mano entre nuestros cuerpos y la posó sobre mi pubis, buscando ya con sus dedos mi sonrosado y castigado clítoris―. Quiero que desees más a cada momento, en todo momento. No voy a darte tregua hasta que no grites mi nombre, Cristina. ―Ya deseo más ―rogué adelantando mis caderas para hacer más fuerte la embestida. Su mano pellizcando mi pezón, del mismo modo que lo hacía la otra con mi sensible carne, me produjo tal estallido de éxtasis que creí entrar en trance por un momento. Nos miramos fijamente a los ojos mientras entraba y salía de mí, lento e intencionado. Todo su cuerpo siguió estimulando mis sentidos hasta que nuestros alientos alcanzaron juntos el cielo. Cuando conseguimos controlar la respiración y el frenético latido de nuestro pulso, Jack salió de mí y me sentí algo vacía. Me abrazó cariñosamente, pasando un brazo por debajo de mi cabeza para que la apoyara en el hueco de su hombro. Era perfecto, encajábamos como dos piezas de puzle. ―Será mejor que durmamos un poco, o mañana no habrá quien nos despierte ―dije soñolienta. ―La reunión se ha pasado a la tarde, señorita Sommers. Tenemos hasta entonces para disfrutar de La Habana como más nos guste y, mi intención es quedarme a trabajar con cierta publicista todo el día entre estas cuatro paredes. ―Vaya, señor Heartstone, veo que lo tiene todo planificado, ¿eh? ―Me besó apasionadamente, acariciándome la espalda, la cintura y las nalgas―. Vas a acabar conmigo ―ronroneé. Pero no pude evitar la reacción de mi piel a sus caricias. Volvía a tener una enorme erección que frotaba contra mi vientre. Me penetró una vez más sin mucho esfuerzo y, al instante, subimos hasta un nuevo clímax que nos dejó, esta vez sí, exhaustos.

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