Capítulo 22

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La casa seguía tal y como la dejé cuando me marché la mañana anterior. Nadie había recogido los cristales ni los pedazos de mi teléfono que estaban desparramados por la cocina y el salón. Ver aquel pequeño caos me recordó que tenía muchas incógnitas en la cabeza que no había tenido oportunidad de despejar y aquel momento se me antojó tan bueno como cualquier otro. ―Tenemos que hablar ―dije con mi tono de voz más serio. ―¿Qué sucede? ―Se acercó lentamente hasta poner sus manos en mis hombros y masajearlos diestramente relajando parte de la tensión que contenían. ―Tengo algunas preguntas que hacerte y necesito que las respuestas sean sinceras. ―Contestaré lo que pueda, te lo prometo ―dijo con solemnidad sentándose en el sillón―. Dispara. Pensé bien como plantear mis cuestiones de una forma coherente. Había estado esperando aquel momento desde la noche del tiroteo pero no me había planteado la forma más adecuada de preguntar. No debería ser tan difícil. ―¿Por qué estaba Trevor en la fiesta de HP? ―No lo sé ―contestó rápido y de forma poco convincente. ―Jack…Dime qué sabes de mi ex marido. Sé que lo has investigado. No te quedarías de brazos cruzados sabiendo lo que ya te he contado de él. ―Es un don nadie que se fue a juntar con lo peor de cada casa. Estaba metido en tráfico de drogas y de armas con mafias de Europa del Este. En la cárcel hizo amistad con gente influyente y consiguió un trato hace poco. Está en libertad vigilada desde hace dos semanas. ―Hay algo que no me estás contando. ―Hay cosas que no te puedo contar. Entiéndelo. Siguiente pregunta. Pensé muy bien cómo formular la siguiente cuestión sin volver a estamparme contra el secreto profesional. ―La noche de la fiesta en HP, no recuerdo haber visto a Scott y a los otros dos durante la fiesta. No sabía que estuvieran invitados ―comenté como al descuido, ganándome una feroz sonrisa de Jack. ―Eres muy lista, Cristina. Ahora querrás que te diga lo que hacían allí ¿verdad? ―dijo acertadamente. Se acercó a mí y con una gran mano me cogió por la nuca para atraerme hacia su boca―. No puedo contarte eso tampoco. Solo te diré, si te sirve de algo, que Scott, Eddie y Marc estaban invitados a la fiesta pero no de smoking. ―¿Esperabas que pasara algo en la fiesta? ―dije horrorizada apartándome de él. Jack borró su estúpida sonrisa de los labios y se colocó la máscara de señor Heartstone―. Si sabías que pasaría algo en la fiesta ¿por qué seguiste adelante? ¡Podría haber muerto gente, Jack! ¡Nuestra hija murió en aquella fiesta! ―grité al borde de las lágrimas. ―¡Yo no sabía que pasaría algo en la fiesta! ―exclamó conmocionado por mis palabras―. Solo estaba preparado por si algo pasaba. ―¿Por qué? ―Eso es algo que no te puedo contar, Cristina. ―Eso es algo que no te puedo contar, Cristina ―lo imité―. ¡Estoy harta de escuchar eso! El teléfono móvil de Jack empezó a sonar. Miró la pantalla e inmediatamente se levantó y fue hasta su despacho a llamar por teléfono. ―¡No hemos acabado! ―le grité cuando ya cerraba la puerta. Diez minutos más tarde comencé a impacientarme. Me acerqué sigilosamente a la puerta y apoyé la oreja en la fría madera oscura. No se oía absolutamente nada. Toqué suavemente con los nudillos pero ninguna voz me invitó a pasar. Lo intenté de nuevo, un poco más fuerte y seguidamente abrí la puerta. Jack estaba de espaldas a mí, sentado en el sillón del despacho, sujetando el teléfono de la mesa con el hombro y tecleando cosas en un portátil que yo jamás había visto. ―Ridley es bueno en eso, señor, pero le sugiero que le ponga otro compañero. Si yo no voy a estar con él, quiero que tenga las espaldas cubiertas hasta que yo llegue ―decía Jack. “¿Hablan de una misión?”―. Sí, señor. Las coordenadas están claras. Hemos observado movimiento en los alrededores pero nada confirmado. Si la confesión del pájaro es correcta, pronto podremos llegar al final de todo esto. Yo también empiezo a estar cansado ―oí que decía. Me sentí mal por estar espiándole de esa forma, pero no pude dejar de escuchar sus siguientes palabras―. No sabe nada, puede estar tranquilo. Hace preguntas y está nerviosa, pero desconoce lo que sucede. “Pero ¿de qué están hablando? ¿Hablan de mí?”. ―Los papeles estaban en su despacho. Habían estado allí desde el principio, por eso en La Habana no los encontraron. ―Mis rodillas crujieron cuando pasé el peso de una pierna a la otra, alertando a Jack. Lo vi ponerse tenso y agudizar el oído, pero no se movió―. Sí, señor. Está todo dispuesto. Esta vez no fallaremos ―Una pausa―. Entendido, señor. Usted también ―dijo a modo de despedida, y luego colgó. ―Ven aquí, anda ―dijo unos segundos después sin apenas mirar hacia la puerta. Me presenté delante de él sin mirarle a la cara. Estaba tan avergonzada, pero al mismo tiempo, tan enfadada con él, que no me di cuenta de que reía cuando me cogió y me sentó en sus rodillas. ―¿Desde cuándo llevas escuchando, pequeña espía? ―No soy una espía. Solo quería saber por qué no venías y toqué a la puerta. Pero como no decías nada...
―Bien, ¿y qué oíste? ―preguntó de nuevo un poco más serio. Al ver que no tenía intención de contestar me miró enfadado―. Tu seguridad y mi tranquilidad van de la mano, cada vez más juntas. Si has escuchado algo que te pueda poner en peligro… Entonces, sin saber por qué, me puse a llorar. Me cogí a su cuello y enterré la cara en su hombro, mojando sin remedio la camiseta que llevaba puesta. Sé que, al principio, quedó algo desconcertado, pero conforme pasaban los minutos y continuaba mi llanto, se relajó y me masajeó la espalda con suavidad, calmándome como siempre hacía. Cuando mis lágrimas fueron un triste recuerdo en mis ojos, me acomodé en su regazo y le conté, entrecortadamente, lo que había escuchado. La intensidad de su mirada era tal, que me sentí en pleno interrogatorio policial, pero cuando acabé con mi confesión estaba tranquilo y había comprensión en sus ojos. ―Sé que tienes un millón de preguntas rondando esa preciosa cabecita, pero tendrán que esperar un poco más para ser contestadas ―dijo mirándome cariñosamente―. Me tengo que marchar unos días, pocos días, te lo prometo. Y cuando vuelva, tú y yo, querida señorita Sommers, hablaremos largo y tendido de todo eso que has escuchado. Hasta entonces, Cristina, quiero que me prestes atención: Te quedarás en esta casa día y noche. ―Fui a replicar, pero él me tapó la boca con una mano y continuó―. Sin discusión, día y noche. Puedes decirle a Lina que venga a pasar unos días aquí, si así te sientes menos sola. Te daré un teléfono nuevo cuyo número solo conoceré yo. Cualquier llamada que recibas a ese teléfono deberás rechazarla. Yo te diré cuáles serán mis franjas de horario para llamarte. Si te pasa algo grave y necesitas ayuda de la policía, llamarás a un número que te dejaré grabado en la memoria del teléfono. ―Me estás asustando, Jack. ¿Qué pasa? ―Te lo contaré cuando regrese, ¿de acuerdo? ―dijo buscando mi mirada con la suya. Asentí una sola vez casi imperceptiblemente. Luego acercó su boca a la mía y me besó larga y profundamente, poniendo en ese acto toda su alma a mi disposición. Le quité la camiseta rápidamente y paseé mis manos blancas por su perfecto torso desnudo, remarcando cada abdominal, apreciando las cicatrices que los años le habían dejado en el pecho. Lo miré con adoración cuando mis dedos rozaron sus pequeñas tetillas y se estremeció. Si aquella iba a ser otra posible última noche en nuestras vidas, quería que fuera especial entre nosotros. Me levanté de su regazo, lo cogí dulcemente de la mano y lo llevé hasta nuestro cuarto, cerrando la puerta al mundo exterior hasta que fuera hora de marcharse. *** La lista de condiciones y de medidas de seguridad que dejó la noche antes de su partida era interminable e incomprensible. Personas autorizadas, palabras de acceso, control de mercancías y un largo etcétera que desató las carcajadas de Lina cuando se la mostré. Podríamos continuar organizando la boda sin los comentarios fuera de tono de Madeleine, tendríamos oportunidad de disfrutar del sol en la piscina, relajarnos en el jacuzzi, ver películas hasta altas horas de la madrugada y descansar sin riesgo a invasiones, intrusos, o sustos innecesarios. Me portaría bien, cumpliría sus normas y esperaría su regreso. Cada noche, a la misma hora, y puntual como un reloj suizo, llegaba su llamada. Hablábamos durante algunos minutos sobre cosas banales, sin importancia, hasta que ponía fin a la conversación con un breve “te quiero, preciosa”. Sin preguntas comprometedoras, sin respuestas relevantes. Seis días después de la marcha de Jack, un mensajero trajo un paquete para mí. Yo me encontraba en la ducha en esos momentos y fue Lina la que, ignorando las absurdas normas de Jack, cogió el paquete como si fuera lo más normal del mundo. ―Han traído un paquete para ti. Está en la cocina ―dijo como al descuido cuando me reuní con ella en el jardín. ―¿Ah, sí? ¿De quién? ―pregunté extrañada. A Jack no le gustaban ese tipo de sorpresas y no me daría una así estando retenida en casa. Fui a la cocina y cogí la tarjeta que había pegada al bonito lazo rojo. “Eres la flor más bella”, decía únicamente la tarjetita escrita a máquina. “¿De Jack?”, me pregunté levantando una ceja. Abrí la caja fácilmente y media docena de rosas rojas muertas se mostraron ante mis ojos. “Pero hasta la flor más bella muere”, rezaba la pintada que había en el interior. ―¡Joder! ¿Quién te ha mandado eso? ―preguntó Lina apareciendo por mi espalda. ―¡¿Quién ha traído la caja?! ¡¿Lo viste?! ¿Estaba en la lista de seguridad? ―grité histérica, temblando. ―No lo sé, un mensajero, uno corriente, como todos. No creí que la seguridad de Jack… ―¡La seguridad de Jack evita estas cosas, Lina! ―le espeté frenética. Corrí a la habitación a por el teléfono y llamé al número que Jack había indicado para emergencias. Después de un único pitido la llamada se cortó. Lo intenté un par de veces más pero siempre con la misma suerte. ―¡Mierda, mierda, mierda! Media hora después el timbre de la puerta comenzó a sonar insistentemente. Ambas nos miramos asustadas y, juntas, fuimos hasta la puerta. ―¿Señorita Sommers? ―preguntó un hombre de edad avanzada vestido con traje gris claro. Sudaba exageradamente y parecía que le faltaba la respiración―. Soy el detective Donald, de la policía de Nueva York, y amigo del señor Heartstone. ¿Está usted bien? Un segundo hombre, un poco más joven, y con cara de alelado, lo acompañaba mientras hablaba por teléfono. De pronto, el móvil que me había dado Jack comenzó a sonar en mis manos. ―¡Cristina! ¿Estás bien? ―Suspiré aliviada al oír su voz.
―¿Dónde estás? ―le pregunté poniéndome a llorar―. Alguien ha traído un paquete con una nota… ―¿Quién ha llevado ese paquete? ―No lo sé ―murmuré desconsolada ―¡Joder, Cristina! No sé para qué mierda me molesto en ponerte a salvo si tú te empeñas en saltarte mis normas a la primera de cambio. ―Lo siento ―dije. Estaba asumiendo la culpa de Lina. Sabía que con ella no hubiera sido tan benevolente. ―Abre la puerta. La policía está esperando. Descorrí el cerrojo y los dos hombres saludaron cordialmente. Cuando fui a preguntarle a Jack qué debía hacer a continuación, me había colgado. Una hora más tarde seguíamos sentadas en el salón mientras los dos detectives inspeccionaban la casa y preguntaban todo acerca de la extraña entrega. Recogieron las cintas de la cámara de seguridad e hicieron algunas fotos. Cuando creyeron tener material suficiente, se despidieron con cortesía y se marcharon, dejándonos sumidas en el más intenso silencio. *** ―Eres una niña mala y te mereces un castigo ejemplar ―susurraron en mi oído. El día había sido agotador, los ánimos en la casa estaban algo tensos y se respiraba un ambiente de crispación fruto de los acontecimientos y de tantos días encerradas allí―. Voy a hacerte gritar, Cristina, voy a hacerte suplicar como he suplicado yo para volver a tu lado ―continuó la voz. Me quedé quieta, nerviosa, creyendo que si lo hacía, las manos que me recorrían la espalda y las nalgas con posesión desaparecerían, el peso que sentía sobre mis piernas, inmovilizándome, se difuminaría y la tranquilidad volvería de nuevo. Pero por mucho ejercicio de relajación que hiciera, cuando aquella mano se colocó entre mis piernas no pude soportarlo y empecé a patalear, lanzar golpes a ciegas y gritar. ―Cristina, ya basta ¡escúchame! ¡Cristina! Abrí los ojos de repente con la respiración entrecortada, jadeante. Las luces de la habitación estaban apagadas, todo seguía igual que cuando me acosté. Parecía haber sido otra pesadilla, pero aún podía sentir el peso de aquel cuerpo sobre el mío. Me senté en la cama y solté el aire despacio varias veces, intentando controlar mi respiración y los latidos de mi pulso que iban a mil por hora. Sin duda alguna, el sobresalto era fruto del miedo que me atenazaba la garganta desde la llegada de las flores. Justo en el momento en que me levantaba para ir al baño una gran sombra se materializó desde el suelo, arrancándome un atronador grito. ―¡Cristina! ¡Soy yo! ―dijo la voz de Jack, agarrándome con fuerza de los hombros y sacudiéndome violentamente para que dejara de gritar―. Lo siento ―repitió por tercera vez en escasos minutos―. No me di cuenta de que te habías levantado. No quería asustarte. ―No pasa nada. Estoy tensa y… tengo miedo, Jack. No sé por qué me está pasando esto y tengo mucho miedo ―confesé temblorosa, controlando las lágrimas. Jack me envolvió entre sus brazos y susurró palabras de consuelo contra mi pelo. Él también estaba tenso y odiaba aquella situación porque no podía ponerle fin. Mi vida estaba en peligro, alguien se había propuesto asustarme y, pese a que hasta ese momento no le había dado mucha importancia, ahora tenía claro que la seguridad de Jack no era suficiente. Cualquiera podría atacarme en la calle, podrían entrar en mi casa, en el trabajo, hacer daño a Lina, o cosas peores. Yo no me merecía vivir así. A la mañana siguiente cuando desperté, él estaba a mi lado mirándome con una sonrisa enloquecedora. ―¿Te ríes porque estaba roncando? ―pregunté con la voz enronquecida por el sueño. ―Sonrío porque eres la imagen perfecta que quiero ver cada mañana cuando me despierte cada día del resto de mi vida ―dijo visiblemente emocionado. ―Oh, vaya. Te diría lo mismo pero resulta que cuando me despierto tú nunca estás. Me es imposible observarte de la misma forma. Tendrás que dejarme probar un día. ―Cuando quieras, preciosa. Te he echado de menos ―susurró pasando un calloso dedo por el contorno de mi mandíbula. ―Y yo a ti. Ha sido terrible ―Le besé la yema del dedo cuando pasó por mis labios y cerré los ojos intentando eliminar de mi mente el recuerdo de los días pasados. ―Bueno, eso ya pasó ―dijo depositando unos cuantos besos en mi cuello―. Cuéntame que has hecho mientras no estaba aquí ―me susurró al oído eróticamente, despertando el anhelo que dormía entre mis piernas y acelerando mi pulso un doscientos por cien―. Estoy deseando escuchar de tus jugosos labios aquello que insinuabas por teléfono. Con la cara escondida en su hombro, reí avergonzada. No pensé que fuera a hacerme aquello. Relatarle mis momentos íntimos no entraba en mis planes. Sin embargo, sus caricias en mi brazo y mi espalda me ayudaron a relajarme y a desinhibirme, y pronto comencé a sentirme más excitada de lo que podía imaginar. Le conté en un susurro cómo me había acariciado delicadamente los pechos y cómo había jugado con mis pezones hasta sentir las maravillosas punzadas de placer entre mis piernas. Relaté el camino que siguieron mis manos ansiosas cuando se dirigían a acariciar mis pliegues, siempre pensando que era él, que eran sus poderosas manos las que me daban aquel placer desenfrenado. Tuve que apretar mis muslos cuando le hablé de cómo mis dedos resbaladizos habían jugado con mi clítoris y habían entrado y salido de mi cuerpo, provocando las placenteras oleadas que preceden al orgasmo. Y al final, cuando mi boca le susurró al oído lo que había sentido al correrme, Jack jadeó y aceleró las caricias que su mano daba sobre su miembro desde hacía rato. Noté como se tensaba, y sobre su garganta mis labios sintieron el gruñido que se le acumulaba, pujando por salir como su semen. Aparté su mano y bajé mi cara hasta la punta de su glande para hacerle el amor con mi boca. Sus testículos estaban tensos y la piel de su pene tan tersa que parecía a punto de romperse. Las gruesas venas azules que surcaban toda su longitud palpitaban notablemente. Jack agarraba fuertemente la sábana entre sus dedos, y con su otra mano acariciaba mi cabeza pidiéndome más profundidad y más presión. ―No puedo aguantar más ―jadeó intentando apartarse de mí, pero se lo impedí y acabó derramándose con intensos chorros y profundos gemidos que llenaron el silencio de la habitación. Cuando los espasmos de su cuerpo llegaron a su fin yo estaba al borde de la desesperación. Necesitaba que me tocara, que me follara salvajemente, como solo él sabía hacer. ―Ahora, querida señorita Sommers, va a saber lo que es un castigo como Dios manda cuando se desobedece al jefe ―dijo pellizcando un pezón con más fuerza de la acostumbrada. Grité de dolor, pero también de expectación y deseo. Gruñí cuando repitió la operación con el otro―. Puedes dar gracias de que no te pongo sobre mis rodillas y te doy una buena cantidad de azotes en el culo. Lo miré excitada pero la broma había desaparecido de sus ojos. Ahora hablaba en serio. ―Te saltaste mis normas, las normas para tu seguridad. Has puesto en peligro tu vida y has puesto en peligro mi concentración. Te mereces un castigo ejemplar que pretendo darte ahora mismo ―dijo. Se acercó a mi pezón para morderlo en la punta, donde más sensibles son, y gemí de placer. Me retorcía bajo su peso y cada vez que lo hacía su verga crecía más. ―Fóllame, Jack. ―No, eso sería muy fácil. Voy a llevarte al borde de la locura una y otra vez, pero no te correrás hasta que yo lo permita, hasta que esté seguro de que me obedecerás siempre. ―Te obedeceré siempre, mi amor. Por favor, por favor… ―supliqué, pero me tuve que interrumpir cuando vi lo que se proponía. De algún lugar que no alcancé a ver, extrajo unas esposas con las que me ató a la barra decorativa del cabezal de la cama. ―Jack, no me gustan estos juegos ―dije poniéndome seria. ―Y a mí no me gusta que me desobedezcan ―replicó comprobando que no podría soltarme de mis ataduras―. Ahora vamos a comprobar si eres capaz de hacer caso de una vez. La tortura estaba resultando deliciosa salvo por un pequeño detalle: la intensidad de mi éxtasis iba en aumento y no había forma de encontrar el alivio que necesitaba. Empecé a sentirme frustrada cuando él continuó jugando, riendo cuando mis gritos le exigían que acabara conmigo. Hasta que llegó un momento en el que la piel de mi cuello escocía por culpa de los roces de su barba y el sudor de nuestros cuerpos. El dolor en las muñecas ya no era placentero y con cada tirón que daba para soltarme, mi embriaguez sexual disminuía y mis temores aumentaban. Aquel juego se tornó más brusco, más violento, y, pese a que confiaba en él, me sentí extremadamente vulnerable e indefensa, como cuando estaba con Trevor. Deseé estar en cualquier otro lugar. Mi cuerpo continuaba excitado, a punto de explotar, pero mi mente ya había empezado a interpretar señales conocidas. Vi la cara furiosa y ávida de deseo de mi ex marido en las facciones de Jack. Sentía sus caricias como golpes sobre mi piel y sus besos como los mordiscos de un animal hambriento. Mi realidad quedó totalmente desvirtuada y el placer se convirtió en la tortura sexual que había vivido durante años en mi propia casa. ―¡Para! ¡Quiero que pares! ―grité desgarradoramente. Jack se detuvo y miró mis lágrimas resbalar sin contención. Soltó mis manos y me hice un ovillo a un lado de la cama, huyendo de sus caricias y su preocupación. ―¿Cristina? ¿Estás bien? ―preguntó acercándose lentamente. Tardé unos segundos en darme cuenta de que me estaba hablando. Levanté la cabeza con la mirada cargada de odio y, sacando fuerzas de mi turbado interior, lo abofeteé dejando mis dedos marcados en la tosca piel de su mejilla. ―No vuelvas a tocarme jamás. ¡Nunca más! ¡Fuera de aquí!

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