Capítulo 31

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Volver a casa con Jack herido y nuestras ropas manchadas de sangre no era el final que había deseado para aquella noche. Sin embargo, estaba tranquila. La bala solo había rozado su hombro al tratar de apartarme; Madeleine había sido arrestada por el detective Donald, que estaba invitado a la fiesta, y el incidente no causó ningún revuelo entre los asistentes. Prácticamente nadie se enteró de lo sucedido. Pero sí me sentía decepcionada, con Jack, con Alexandra, hasta con Preston por haber dejado que la pelota se hiciera lo suficientemente grande como para estallar de aquella forma. Todos, directa o indirectamente, habían contribuido a que Madeleine acabara así. Me quité el vestido y entré en el cuarto de baño para darme una ducha. Necesitaba unos momentos de soledad después de haber pensado que Jack no respiraba, que lo había perdido. Sollocé bajo el agua y me pregunté cuántas sorpresas más me esperaban junto a aquel hombre. ¿Se acabarían algún día las balas a nuestro alrededor o eso era algo que debía asumir al casarme con él? *** ―Es una herida sin importancia, señor. En unos días estaré en condiciones de incorporarme al servicio activo ―decía Jack al teléfono. Se giró en cuanto entré en la habitación. Sus ojos expresaban arrepentimiento. Apagó el teléfono y lo dejó encima de la mesa. Luego enderezó los hombros, respiró profundamente y se acercó a mí con paso lento y dubitativo. ―¿Podemos hablar? Me estaba aplicando crema hidratante en los brazos cuando se puso detrás de mí y me cogió por los hombros, ejerciendo una leve presión que me reconfortó. ―Lo siento ―dijo con la voz estrangulada―, no debí ocultártelo. No podía imaginar lo que pasaría. ―Deberías llevar el brazo en cabestrillo ―dije con demasiada serenidad, ignorando sus palabras de disculpa. ―Cristina, por favor… ―Mañana, Jack. Ahora vamos a dormir. Necesito descansar. *** Fuimos a comisaría a la mañana siguiente. Los agentes que se habían hecho cargo de la investigación en HP estaban allí también. Tras la confesión de Madeleine, algunas incógnitas se habían despejado. Entramos en un despacho de dimensiones escasas donde las carpetas de expedientes se apilaban en el suelo. El desorden y el olor a cerrado que había en aquel cubículo sin ventanas, me dieron ganas de vomitar. El inspector se puso a rebuscar entre los papeles de la mesa hasta que sacó una carpeta de color marrón bastante gruesa. La abrió y pasó las hojas con rapidez hasta que llegó a lo que quería mostrarnos. ―Después de analizar a fondo la actividad en su empresa, hemos notado que hay una cantidad insignificante de dinero que se queda sin justificar cada final de mes. Pensamos que eran gastos personales suyos, señor Heartstone, pero en los dos últimos meses, esa pequeña cantidad se ha hecho más importante. Los registros de sus gastos están detallados al milímetro y esto no nos encajaba por ningún sitio. Le enseñó a Jack los papeles con las cuentas y los movimientos de dinero. Después de unos minutos, Jack me los pasó a mí para que les echase un vistazo. Las pequeñas cantidades a las que se refería el agente eran de miles de dólares. ―¿A esto le llama usted pequeñas cantidades? Pero si es el sueldo de una persona en HP ―exclamé alarmada. ―Son pequeñas cantidades si las comparamos con el volumen de ingresos que tiene la empresa, señorita Sommers. Pero, como les decía, en los últimos dos meses las cantidades han sido más grandes ―Nos pasó otro papel y, por primera vez, vi a Jack reaccionar ante las noticias que le estaban dando. ―¡Wow! Esto es… ―No nos hubiéramos percatado si esas cantidades no fueran tan abultadas, pero, al destacar tanto, miramos los meses anteriores y vimos que, efectivamente, el desvío de fondos se estaba haciendo de forma regular. ―¿Y a dónde va ese dinero? ―preguntó Jack, leyéndome el pensamiento. ―No lo sabemos. Habría que esperar a la próxima transacción para controlarlo. ―¿A quién tenemos en Contabilidad? ―le pregunté a Jack, pensando que, si esos desvíos de fondos se hacían desde HP, el responsable de las cuentas debía tener conocimiento de algo. ―Bill Baster ―dijo Jack usando el nombre de pila del Director de Contabilidad. ―Efectivamente, William Baster. Un expediente intachable salvo por su turbulenta relación con Noa Voucher. Hay varias denuncias interpuestas contra él por maltrato que fueron retiradas. ―¡Joder! ―exclamé. ―Los hemos investigado a los dos. Él parece estar bastante limpio, aunque es el principal sospechoso, pero ella es trigo de otro costal. Parece que interpone demandas contra Baster cuando le place y luego las retira. En los partes consta que fueron “malentendidos de pareja” y que ella se precipitó. Estamos intentando averiguar si la señorita Voucher ha podido tener acceso a las claves de su novio, pero va a ser difícil. Además, se encuentra en paradero desconocido. ―¿Qué dice de todo esto Madeleine? ―pregunté intrigada. Su nombre no había sonado en toda la conversación.
―Todavía no hemos procedido a interrogarla. ―¿Puedo hablar con ella? ―preguntó Jack. ―Por supuesto, señor Heartstone, hablaré con el detective que lleva el caso. Sería conveniente grabar la conversación por si hubiera alguna cosa que nos pueda interesar. ―Háganlo ―sentenció. Madeleine confirmó las sospechas que planeaban sobre Noa Voucher, pero cuando Jack le preguntó dónde iba el dinero, se cerró en banda y reclamó su derecho a tener un abogado. Frustrado y harto de respuestas esquivas que no llevaban a ningún sitio, Jack dio un puñetazo en la mesa y se levantó amenazándola con un dedo. La silla cayó hacia atrás y ella se sobresaltó. ―¡Me debes esto y lo sabes! Me debes los años que me he pasado creyendo que mi madre me había abandonado, odiándola por desentenderse de mí cuando más apoyo de ella necesitaba. ¡Me lo debes, maldita seas! ―gritó furioso. ―No te equivoques, Jackson ―dijo soberbia. Parecía estar por encima de todo aquello―. Yo no te debo nada. Salimos de la comisaria en silencio. Jack andaba a paso rápido como si llegara tarde a algún lugar que yo desconocía. Sabía que estaba enfadado, no habíamos hablado aún de lo sucedido la noche anterior y el aire entre nosotros se hacía irrespirable. El coche que nos había llevado hasta allí esperaba en la puerta nuestro regreso, pero Jack ni siquiera se acercó a él. ―Vuelve a casa ―dijo levantando la voz cuando vio que lo seguía a un paso de él, confundida. ―¿Y tú? ―pregunté con ganas de llorar. Paró en seco y respiró profundamente. Los hombros se le hundieron y giró sobre sus pies, quedando frente a mí. ―Necesito pensar, cariño. Por favor, regresa a casa ―dijo más tranquilo. Me colocó una mano en el cuello y con su pulgar me acarició la mejilla―. No te preocupes, ¿vale? Solo voy a dar una vuelta y compraré algo de comida para almorzar. ¿Qué te apetece? ¿Italiano? ―Italiano estará bien ―dije afligida por su tristeza. *** Perdida en mis pensamientos dejé de mirar por la ventanilla y me centré en el camino de vuelta. Había algo extraño en los lugares por los que pasábamos, no me resultaban familiares. ―Este no es el camino habitual ―dije. “Ni este tío es el conductor habitual”, pensé alarmada cuando le vi parte del rostro por el espejo retrovisor delantero. “Mantén la calma, Cristina”―. ¿Quién es usted? ―pregunté, pero no obtuve respuesta. Nos metimos por una serie de calles, evitando las avenidas y los lugares más concurridos de la hora punta. Perdí mi sentido de la orientación en cuanto empezamos a callejear. ―¿A dónde me lleva? ―pregunté lo más tranquila que me permitió el cuerpo, pues un nudo aterrador cerraba mi garganta y mantener la calma se me hacía harto difícil en aquella situación. Metí la mano en el bolso y busqué el móvil a la desesperada. Si conseguía llamar a Jack o a Lina, aunque no pudiera hablar con ellos, les diría de forma indirecta qué estaba sucediendo. ―No lo intente ―dijo el hombre hablando por primera vez―. Hay conectado un inhibidor de señal dentro del coche, no funcionará. “¡Joder!”, pensé. Estaba metida en un buen lío. ―No sé de qué va todo esto pero se ha equivocado usted de persona. ―A través del retrovisor, reflejado en los ojos de aquel hombre, vi un matiz de duda que me animó a continuar―. No entiendo qué ha sucedido, yo solo pretendo volver a casa a descansar. Estoy embarazada de gemelos… ―Descanse aquí. Pronto llegaremos. Media hora más tarde, el coche entraba en un aparcamiento subterráneo en algún lugar de Nueva York. Me había mantenido alerta y sabía que seguíamos en la ciudad, pero no había visto ningún cartel indicativo de dónde nos encontrábamos exactamente. La puerta del coche se abrió de repente y dos fuertes manos me sacaron de un tirón y me colocaron una capucha negra con la que no podía ver nada. Luego me metieron en otro vehículo y perdí cualquier noción de seguridad que pudiera albergar. Grité, pataleé, insulté a aquellos que me llevaban de un lado a otro, me ataron las manos y los pies, e intentaron ponerme una mordaza por encima de la capucha hasta que lo consiguieron. Frustrada, dolorida y aterrorizada comencé a llorar. El vehículo se detuvo un rato después y escuché cómo la puerta se abría y subía alguien más. Dos personas. Una de ellas era una mujer. Su perfume invadió el coche y su risa cantarina me sobresaltó. ¿Dónde había escuchado yo esa risa? “¡Noa!”. Comencé a moverme frenética intentando gritar por encima de la mordaza hasta que alguien me propinó un golpe en la cabeza y me quedé tan aturdida que se me quitaron las ganas de moverme. Avanzamos de nuevo en silencio. No sabía qué hora era ni dónde nos encontrábamos. Las caras de mis secuestradores me eran completamente desconocidas, salvo la de Noa, si es que era ella. A veces escuchaba susurros apagados e intentaba identificar las voces, pero eran conversaciones muy cortas y yo estaba demasiado cansada. Un fuerte pinchazo en el muslo me sacó del letargo en el que me había sumido después de algunas horas. Sentí un dolor agudo y unas fuertes manos que me sujetaban las piernas. Cuando me soltaron quise comenzar a chillar, pero inmediatamente empecé a sentir como el mundo giraba a mi alrededor y las ganas de cerrar los ojos me recorrieron, sucumbiendo a ellas sin ofrecer resistencia. Desperté lentamente ignorando por un segundo los sucesos acontecidos unas horas antes. La habitación estaba oscura y la cama era confortable, pero el aire era algo rancio y me sentía extraña.
―¿Jack? ―llamé, tanteando con la mano en busca de la mesilla de noche. Pronto recordé lo que había sucedido y el latido de mi corazón se aceleró al instante. Me hice un ovillo contra el cabezal de la cama e intenté distinguir algo en la espesa oscuridad. Algo se movió cerca y ahogué un grito. Había alguien en la habitación conmigo. ―¿Quién hay ahí? ―pregunté. ―Espera, encenderé una luz. No pensé que estuvieras despierta tan pronto. Un momento. Unos segundos después, aquel hombre encendió una pequeña lamparilla que me deslumbró. Parpadeé repetidas veces, intentando enfocar mi mirada en el rostro de mi anónimo secuestrador, y cuando por fin lo logré, pude ver que no era tan desconocido como creía. ―¿Reinaldo? ―pregunté sorprendida. Por un momento me sentí de nuevo a salvo y me relajé soltando un suspiro, pero en cuanto mi cabeza asimiló su presencia allí, mi cuerpo se tensó―. ¡Eres uno de ellos! ―grité. Su cara de pesar me lo confirmó. ―Cristina, escúchame, por favor ―dijo angustiado. ―¡No! ¡Quiero salir de aquí! ―grité histérica―. Quiero irme a mi casa ―Y rompí a llorar, abatida. ―Eso no va a poder ser por el momento. Primero debes colaborar, Cristina. No quiero que te pase nada ¿me oyes? ―dijo sentándose a mi lado en la cama. Intentó cogerme una mano pero las aparté. No podía soportar el contacto de aquel traidor. *** ―Jack, ¿dónde estás? ―repetí una y otra vez, después de que Reinaldo se marchara. Pensar en cómo habría reaccionado al enterarse de mi secuestro me ponía enferma y tan triste, que las lágrimas rodaron sin control durante todo el tiempo que estuve allí encerrada. ¿Por qué me pasaban estas cosas? Yo solo quería una vida sencilla. Me gustaba mi trabajo, adoraba a mis amigos y amaba a Jack por encima de todas las cosas. ¿Tan difícil era lograr una vida tranquila, sin balas, ni secuestros, ni amenazas constantes? Unos ruidos en la cerradura de la puerta me sacaron de mis lúgubres pensamientos. Dos hombres vestidos con ropas militares y metralletas al hombro me condujeron por un largo pasillo hasta una amplia sala de estar. Me sentaron en una silla y ataron mis pies y mis manos. Llevaba allí sentada unos minutos cuando Noa apareció por la puerta. Llevaba un ligero vestido de color azul claro que le confería un aspecto inocente y dulce. Pero todo era una fachada. En realidad era una necia, y una muy peligrosa. ―¿Cómo te encuentras, querida? ¿Estás cómoda? ―preguntó con fingida simpatía. La miré de arriba abajo y giré la cara. Su simple presencia me daba náuseas―. ¿Qué te pasa, Cristina? ¿Estás enfadada conmigo? ―¡Que te jodan, Noa! ―le espeté enfurecida. ―Qué malos modales. Deberías ser más amable conmigo. Estás en casa de mi futuro marido. Me quedé atónita cuando me contó que se iba a prometer con el Camaleón. Parecía una chiquilla confesándole a su mejor amiga que estaba enamorada, pero a mí ya no me engañaba. Reinaldo y otro hombre entraron en la sala justo en el momento en el que Noa acababa sus divagaciones. Su conversación era extraña. ―¿Qué hay de las autoridades cubanas? ―preguntó el hombre joven. ―Está controlado. ―¿Y su topo? ¿Sabemos quién es ya? ―No, aún no, pero lo sabremos pronto. ―Confío en ello ―dijo dándole una amistosa palmada en el brazo a Reinaldo. Noa salió corriendo a los brazos de aquel hombre y ambos se fundieron en un apasionado beso que duró tanto que resultó incómodo. Me lanzó una mirada de victoria cuando se separaron y seguidamente cambió su expresión, convirtiéndose de nuevo en la niña dulce y agradable que parecía ser con aquella ropa. El hombre era joven, unos treinta y dos años, y atractivo. Una quemadura bastante fea le cubría un lado del cuello pero no desmejoraba su imagen. Tenía los ojos de un marrón profundo, rodeados de largas pestañas negras. Las facciones de su rostro eran duras y angulosas, confiriéndole un aire de peligrosidad que quedaba matizado en parte por la generosidad de sus labios. ―Buenas noches, señorita Sommers. Espero que la hayan tratado con hospitalidad ―dijo acercándose lentamente―. Suéltale las manos, Noa ―ordenó―. Estoy seguro de que no irá a ninguna parte. ―Noa se acercó y me liberó con más brusquedad de la requerida―. Bien, Cristina. Mi nombre, por si todavía nadie te lo ha dicho, es Sael, más conocido como el Camaleón. Abrí los ojos desmesuradamente provocándole una carcajada. ¿Aquel niñato era el Camaleón? No podía ser. ―Me imagino que te preguntarás por qué estás aquí, ¿no? ―Asentí, frotándome las muñecas doloridas y magulladas―. Es muy sencillo. Podríamos decir que eres una especie de efecto colateral, pero en realidad, Cristina, eres el detonante de mis problemas, porque nos iba realmente bien hasta que apareciste y me robaste algo muy valioso. ―Yo no le he robado nada ―dije manteniendo mi mirada fija en sus oscuros ojos. ―Oh, querida, ya lo creo que lo hiciste. Es probable que fuera por error, pero los papeles que te llevaste fueron a parar a manos de las personas equivocadas, y eso no ha estado nada bien. Ahora necesito tu dinero. ―Yo no tengo dinero. ―Tú, no, cierto. Pero tu prometido es una mina de oro.
―Jack no le dará nada. ―¿Tú crees? A una señal suya, Reinaldo salió de la habitación. Luego se acercó a Noa y le susurró algo al oído. A ella se le encendió la mirada, asintió y tras un repugnante beso con lengua, se marchó. Nos quedamos solos. Su mirada se posó fija en la puerta por la que Noa había salido, y luego se giró bruscamente hacia mí. Sonrió con maldad y se acercó poco a poco hasta quedar junto a mi silla. Su mano acarició mi cara y cerré los ojos. Clavé las yemas de mis dedos en mis piernas, conteniendo las ganas de apartarme, pero no lo hice. No sabía de qué era capaz aquel hombre. Rozó un par de veces más mi cara y el pelo y luego se apartó. ―Vamos a jugar a un juego, Cristina ―dijo Sael paseándose delante de mí con el teléfono que Reinaldo, ya de vuelta, le había puesto en las manos―. Nosotros te damos un mensaje y tú se lo comunicas a Heartstone. Simple ¿verdad? Si lo haces bien y él cumple, te marchas. Si lo haces bien y él no cumple… ―Hizo un gesto negativo con la cabeza y su dedo índice me encañonó. Abrí los ojos desmesuradamente y exhalé el aliento, asustada. “¡Oh, Dios mío! ¿Está hablando de matarme?”―. No te preocupes, seguro que él lo hace muy bien, querida ―añadió con ironía―. La tercera opción es que tú no lo hagas bien. Entonces no solo morirás tú, también lo hará tu querida amiga Lina. ―¡Nooo! Ella no tiene nada que ver en esto ―grité exaltada. Intenté ponerme de pie, pero la mano de Reinaldo en el hombro me detuvo en seco. ―Ya lo sé ―dijo como hablándole a una niña―. Pero como te he dicho antes, ambas sois solo efectos colaterales. Tú procura hacerlo bien y reza para que Heartstone lo haga también. Me explicó qué debía decir y cómo lo tenía que hacer. Nada de palabras fuera del texto que me pasaron. Quería veinte millones de dólares, eso era lo que valía mi cabeza. Escuchar la voz de Jack era algo para lo que no me había preparado. Nada más oír su primera palabra me eché a llorar incapaz de pronunciar nada de lo que debía leer. Sael me cogió del pelo bruscamente y me amenazó con su mirada. Aquello me bastó para recordar que mi vida, la de Jack y la de Lina estaban en serio peligro si no obedecía. Tragué saliva varias veces y le dije lo que me habían indicado. Se mantuvo callado, escuchando mientras yo le hablaba. No preguntó, ni dijo absolutamente nada, como si estuviera a la espera de algo. Sael miró a Reinaldo, que controlaba el tiempo con el cronómetro de su reloj, y a una señal de éste me quitaron el teléfono y cortaron la llamada sin poder despedirme siquiera. *** Tres días con sus tres noches pasé encerrada en aquella habitación en la que apenas entraba un rayo de sol a primera hora de la mañana. Tres días y tres noches pensando en lo que estaba sucediendo, en la trama que se había montado en las mismas narices de Jack, por culpa de Madeleine, por culpa de Reinaldo, y por mi culpa. Y luego estaba el tal Sael, el Camaleón. Podría pasar por un chico normal en cualquier sitio, salvo por esa fea quemadura que le cubría parte del cuello. Parecía un hombre bueno, pero en sus ojos había un brillo de pura maldad que relucía en cuanto sonaba el apellido Heartstone. Esa misma noche, debían ser las nueve o las diez, dos guardias vinieron a buscarme. Volvimos a la misma sala donde ya había estado y me ataron a una silla. Luego desaparecieron. Unas voces se acercaron y se detuvieron en la puerta de entrada. ―Dijiste que solo era una amenaza ―susurró Reinaldo. ―No puedo dejar que se vaya. Me ha visto… ―sentenció Sael. ―¡Pero no sabe quién eres! ―¡Debe morir! Todos deben morir. Contuve la respiración y un pitido agudo me dejó aturdida. Escuché el bombeo de mi corazón, el burbujeo de mi sangre, el pánico en mi mente. Iban a matarme. Iba a morir. Comencé a llorar, primero en silencio, luego más fuerte, profiriendo gritos desgarradores que alertaron a los dos hombres que hablaban fuera de la sala. ―¿Qué sucede? ―preguntó Sael entrando en la habitación, seguido de Reinaldo. ―¿Cristina, estás bien? ¿Son los bebés? ―¿Qué bebés? ―preguntó Sael confundido―. ¿Está embarazada? ―De gemelos, de pocas semanas ―contestó Reinaldo. La expresión de Sael cambió como si le hubieran asestado un mazazo en las costillas. Se apartó lentamente, sujetándose la cabeza como si le fuera a estallar de un momento a otro y se pasó las manos por el pelo, tal y como hacía Jack cuando estaba agobiado. ―Necesito pensar ―dijo―. Llevadla de vuelta a su cuarto. En ese momento, dos hombres llegaron corriendo reclamando la atención del Camaleón. ―Señor, hemos detenido a un hombre. Va desarmado y dice que viene a hablar con el dueño de la casa. Reinaldo y Sael se miraron de forma significativa. Ambos sabían de quién se trataba y una chispa de esperanza se encendió en mi pecho. ―¿Va solo? ¿Habéis mirado en los alrededores? ―Tenemos cuatro hombres inspeccionando la zona. Sael me miró intensamente. ―Crees que es él, ¿verdad? Yo también lo creo y vamos a salir de dudas enseguida. ¡Traedlo aquí! ―gritó. Luego se retiró por una puerta lateral. Cuatro hombres entraron escoltando a la persona que se había colado en su sistema de seguridad hasta llegar a la misma puerta de la casa. No logré ver quién era hasta que lo pusieron delante de Reinaldo. ―Señor Heartstone, qué inesperada sorpresa ―dijo enmascarando de nuevo su verdadera personalidad tras un velo de frialdad. ―No esperaba que fueras tú el cerebro de la trama. Me desilusionas, Reinaldo. Creí que detrás de todo esto habría alguien más inteligente ―le espetó Jack. Si estaba sorprendido de verlo allí, no lo demostró. ―Oh, señor Heartstone, no se equivoque. A mí me pagan para ejecutar, no para pensar. Eso lo dejo para gente más inteligente, como bien ha dicho. No es a mí a quien busca ―contestó Reinaldo saliendo airoso de la ofensa. ―No. Es a mí ―dijo Sael apareciendo por la puerta por la que se había marchado minutos antes. Se había cambiado la camisa y se había peinado. Incluso parecía más joven. Todos los presentes giraron la cabeza para verle aparecer. Llevaba una pistola en la mano, como al descuido, y señaló con ella a los hombres que custodiaban a Jack para que se apartaran. Sonreía abiertamente, como si verlo le produjera una gran satisfacción. Jack, por el contrario, mantenía los ojos abiertos sin pestañear, había perdido el color de su rostro y su respiración era trabajosa. ―Caramba, Heartstone, parece que hayas visto a un fantasma ―dijo Sael riendo. ¿Qué le pasaba a Jack? ―¿Y no es así? ―logró decir en un lúgubre murmullo. ―Oh, vamos, Jackson, pensé que Sánchez ya te lo habría contado. ¡Vamos! No te quedes como un pasmarote y ven a darme un abrazo, hermano.

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