Capítulo 4

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Él intentó agarrarme por los hombros, pero me aparté reprendiéndole

–No, no. Sal de aquí ahora mismo.

–Carolina, necesito que me escuches.

–Nacho, vete, por favor. Simplemente quiero bajar y marcharme, así que como ves, entre mis planes no está descargar mi ira contigo.

–Dame un minuto.

–¿No entiendes que ya paso de la mierda que os traigáis entre manos?

–Mis manos están limpias, yo no sabía nada –las puertas del ascensor se cerraron, dejándonos confinados dentro para comenzar el descenso.

Un debate interno me abordó, mi ser racional me mandaba callar continuamente, sin embargo, mi carácter alentado por la frustración quería tomar partida en este juego, aunque ya estuviera perdido hace tiempo. Sólo deseaba que el trayecto de los cuarenta pisos fuera en silencio y que no hubiera paradas que lo retrasaran, porque sino realmente iba a explotar. Me crucé de brazos mirando al suelo, aproveché para entretenerme moviendo el pie a un ritmo constante, mientras contaba los segundos, pero sentir el peso de sus ojos sobre mí era una condena que consiguió que me descentrara. De repente y para mi desgracia, rompió la incómoda pero necesaria afonía.

–Carolina, joder –su voz adquirió un matiz apenado– yo no tengo nada que ver ¿Me crees verdad?

–Olvídalo.

–Carolina, ella...

–No me importa nada de ella –le interrumpí sin permitirle terminar la explicación– no me importa si te la estás tirando tú, Arturo, el de recursos humanos o todos. No me importa lo que hagáis en vuestra vida privada porque ya sois mayorcitos. Lo único que me importa, escúchame, lo único que me importa es que esa... esa inútil, se va a quedar en el puesto que debería ocupar yo –empecé a elevar el volumen quizá demasiado– ¡Maldita sea! Si no sabe ni en qué departamento va a trabajar.

–Pienso igual que tú, Carolina ¿Pero qué coño quieres que haga? Yo no tengo poder aquí o por lo menos, no el suficiente.

–Lo que tú digas.

–Y para tu información, esa mujer no me interesa en absoluto. Así que no, no me la estoy tirando –acabó la frase gritando alterado, creo que por la pasividad de mi actitud.

Cuando nos dimos cuenta el ascensor estaba parado y las puertas abriéndose para que una señora de unos cincuenta años entrara en el piso veinticuatro. Genial, su semblante avergonzado fue suficiente para saber que había oído la última intervención de Nacho. Veintitrés y Nacho no dejaba de mirarme Veintidós y Nacho se acercó aún más a mí. Veintiuno y el corazón se me iba a salir del pecho. Veinte y por fin, el elevador se detuvo nuevamente. La señora nos volvió a dejar solos, permitiéndome así separarme bruscamente de él.

–No soy un cabrón –soltó frustrado.

–¿Sabes? No entro a valorar la moralidad de lo que hagas, de lo que estéis haciendo, ya conocemos eso de que las reglas están para romperlas ¿no?

–Las reglas sólo están, para que los mismos que las ponen hagan lo que quieran con ellas; y esa, es la única regla. Somos una compañía que prohíbe elegir a dedo, sí, pero hasta que les interesa. Somos una compañía que toma sus propias decisiones, sí, hasta que los que ponen el dinero hacen que te bajes los pantalones. Somos una compañía que prohíbe las relaciones entre trabajadores, sí –repentinamente guardó silencio.

–¿Sigue? ¿Hasta qué...? ¿Hasta qué aparece una mujer de metro ochenta y se abre de piernas para vosotros?

–Es la hija de uno de los mayores inversores de la empresa.

Lo InesperadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora