27. Última opción

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Se oyó algo así como un pequeño desgarro.

La sensación que me colmó el pecho fue indescriptible. Por un par de segundos mi mente se paralizó, no fui capaz de pensar ni de hacer ningún movimiento.

Únicamente pude ver al ángel que se había interpuesto al frente de Nat.

La premura de su llegada, sumada a la misma fuerza del viento que sus blancas alas impulsaron, hizo que ella desplomara. Kalei inmediatamente abandonó su puesto y se situó al su lado en un ademán protector.

A mi vez, sentí que las piernas también me fallaban cuando mi cerebro comprendió lo que Amediel había hecho. Una fugaz clavada me atravesó de lleno, pero se aminoró cuando mi visión se enfocó bien y observé que él se había ocultado a sí mismo entre sus alas, como un escudo.

A mis oídos llegaron unos suaves jadeos.

Mi horror se redujo más cuando Amediel se sacó el arma que se le había encajado en su ala izquierda, para luego tirarla al suelo y erguirse sin mayor daño. El alivio me inundó cuando caí en cuenta, finalmente, de que el arma no lo hirió de gravedad, al parecer.

Logré divisar que los ojos de Leviatán se abrieron con una leve impresión.

—Ese es el maldito ángel que asesinó a Naamáh —expresó Shetani mientras echaba un vistazo hacia el enorme demonio, y enseguida a nosotros. Su tono, sin embargo, estuvo lejos de ser afligido. Máxime, cuando una esquina de sus labios se curvó con malicia.

—Tú... —masculló Leviatán entre dientes, con esa voz profunda y hosca. Su mandíbula fuerte se marcó todavía más.

Azazziel nos miró con los ojos abiertos de par en par. Volvió bruscamente su atención hacia el demonio que tenía delante suyo y, sin esperar otro segundo, se abalanzó sobre él.

Me llevé una mano al corazón en lo que Leviatán se recuperaba con suma facilidad del ataque al centro de su pecho. Vi sorprendida que, con su gran tamaño, no le costó casi ningún trabajo aferrar a Azazziel del cuello con una manaza, y azotarlo contra el suelo para luego apoyar una rodilla sobre su torso, aprisionándolo.

Entonces Leviatán enseñó los dientes en una mueca cargada de una profunda ira, y regresó su mirada furiosa hacia Amediel.

—Tú, hijo de perra —gruñó con la quijada apretada—, lo vas a pagar muy caro.

Volvió a alzar un brazo al cielo. Esta vez no salió disparada ningún arma.

Pero sucedió algo peor.

Cuando lo dejó caer, el suelo cubierto bajo nuestros pies comenzó a vibrar. El equilibrio me falló mientras advertía, con los ojos abiertos de hito en hito, cómo la superficie de cubierta de césped temblaba con tal violencia que se formaban ondas, hinchándose y desinflamándose, como si la tierra del bosque respirara.

Terminé en el suelo, aterrizando con las palmas abiertas, mientras sentía en las manos el enérgico temblor. Alcancé a notar por el rabillo del ojo que Nat, aún agachada, comenzó a retroceder para esconderse en un denso matorral.

Amediel, a mi lado, giró el rostro y reconocí en él una serie de conmociones poco usuales; una mezcla de varias emociones que lo invadieron de súbito. Pareció palidecer durante una fracción de segundo.

—Cielo santo... —musitó Kalei a mis espaldas.

En ese momento, Shetani desapareció del rincón pedregoso contra el que golpeaba a Akhliss y, de imprevisto, se encontró frente a nosotros.

De nuevo, se movieron demasiado rápido.

Lo único que mis ojos alcanzaron a captar fue que Shetani se llevó una mano a la cinturilla de su pantalón, sacó con rapidez un brillante objeto, e inmediatamente lo hundió a un costado del torso de Amediel.

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