La bruma que cubría el espacio a mi alrededor era cegadora. No podía ver casi nada. Pero, aun así, tenía claro que había otras personas aparte de mí en ese extraño y desconocido lugar... Aunque, de algún modo, no me parecía tan desconocido. Algo me envolvía el cuello, como un tosco e incómodo collar, y desde ahí surgía una especie de... cadena. Alguien más estaba aferrando el conjunto de eslabones, y me di cuenta de ello en cuanto ese alguien tiró del otro extremo. Me obligó a avanzar como si fuera un perro.
—Estás mintiendo —expresó la figura alta, negra y difusa, como una sombra tenebrosa. Hubo un ligero reconocimiento de aquel tono en algún rincón de mi cerebro, pero fue tan vago que no logré asimilarlo.
Una cosa extraña pasó.
—N-no... Te digo la verdad —dije, pero no era mi voz, y quien hablaba no era yo—. Ya no puedo ver nada.
—¡Mientes! —vociferó, retumbando en el lugar, y mi yo del sueño se cubrió el rostro con los brazos—. No estás perdiendo tu don. Lo que sucede es que ya no quieres decirme lo que ves. ¿Cuántas veces debo repetirlo? —Tiró del collar—. Si no comienzas a obedecer mis órdenes, entonces no me sirves, y no tengo por qué mantenerte con vida...
Le vi apretar los puños, haciendo crecer en mí un inexplicable miedo.
Asentí y, obligada a obedecer por la pura tendencia al temor, hablé.
Un horrible dolor punzante en las sienes terminó por despertarme. Comencé a abrir los párpados, también adoloridos, muy lentamente, pero la luz del día que me rodeaba me ardió en los ojos. Solté un quejido perezoso y fue peor, porque sentí unas clavadas en la garganta, como si hubiera acabado de beber agua salada.
Me cubrí la cara con una mano, giré hacia un lado y entonces la extensión del sitio donde estaba durmiendo se terminó. Por un instante sentí el vértigo, y en el siguiente me golpeó la dureza del suelo.
—¡Ay! —me quejé tanto por el golpe de la caída, como por el intenso mareo que hizo que el mundo completo me diera vueltas, así como por la quemazón de la garganta. Me ardía el estómago, estaba demasiado aletargada... Y no alcanzaba a comprender qué mierda era eso que había soñado.
Desde el suelo, donde descubrí que no estaba durmiendo en mi cama, sino en el sofá de la sala, escuché la voz de Kalei:
—¿Te caíste?
—No, idiota. —Oí decir a Nat, desde algún punto lejano—. Le dieron ganas de abrazar el piso.
Solté otro quejido mientras trataba de levantarme.
—Mierda... —siseé.
—Eso te pasa por alcohólica —continuó Nat, y con un gran esfuerzo, con la vista entornada, logré ubicarla junto a la mesa de la cocina con una taza en las manos.
Me atacó una punzada en la sien, y me afirmé la cabeza con una mano.
—Ay... ¿Y tú qué haces aquí? —espeté. Mi voz se oyó ronca y quebrada—. Creí que dormirías afuera.
—¿Qué? ¿No te acuerdas?
—¿Ah? —Otro mareo me desestabilizó y tuve que sentarme para no volver a terminar en el suelo. Kalei, que estaba tranquilo en el sillón a un lado de mí, ladeó la cabeza. Sus cejas se hundieron con preocupación (o enfado, quizás) y negó en silencio. Desvié la vista de él y me froté los párpados, sintiéndome algo avergonzada porque de seguro ahora mismo tenía un aspecto terrible—. No... ¿De qué?
Escuché que Nat se aproximó.
—Ben llegó pasada la medianoche, y lo primero que vio fue a este tipo y a mí a solas. —Apuntó con un movimiento de cabeza a Kalei—. Se puso como loco y no fuimos a ningún lado. Y tú, por otro lado, que llegaste después del brindis, te bebiste la champaña sola y todo lo que Ben y yo teníamos reservado para luego. ¿Me puedes decir ahora qué rayos te pasó? ¿Por qué te emborrachaste como si no hubiera un mañana?
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Etéreo
ParanormalLIBRO II «Y nadie conoce mejor tu infierno, que aquel que se ha quemado en él.» - Benjamin Griss. Siempre tuvo la culpa. Él lo comenzó todo. Fue por él, con su llegada, que su vida jamás pudo volver a ser...