5. Jaque mate

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—¿Así que te escondiste un cuchillo en el pantalón? —La pregunta le salió casi en un grito a Alocer. Sus ojos, que de algún modo parecían más claros cuando se emocionaba, se abrieron hasta la desmesura de tal modo que, en otras circunstancias, hubiera resultado hasta cómico—. ¡Eres una desgraciada astuta! Ten... —Se estiró hasta la mesa de centro, de una madera antigua y de color oscuro, tomó la botella de vino que estaba encima, y rellenó su copa para extenderla hacia mí—. Te has ganado una estrellita.

Su excesivo entusiasmo era una clara muestra de que el alcohol ya le estaba afectando lo suficiente como para alterar su personalidad. Estaba acostumbrada a que fuera severo, gruñón y arisco. De por sí cuando yo pasaba los fines de semana ahí él bebía bastante, pero ¿acaso lo hacía aún más cuando no estaba? Descarté la idea; una, porque fue algo espantosa, y otra, porque no tenía mucho sentido para mí. ¿Por qué lo haría?

Decliné su oferta con una mano y él se encogió de hombros.

—Así que —dijo frunciendo el ceño, bebió otro sorbo de vino y sonrió—, tu plan es hacerle creer que me estás usando solo para averiguar qué eres, para luego mandarme de vuelta al jodido Infierno donde pertenezco, ¿no?

Reprimí el impulso de torcer el gesto. Una tenue incomodidad me surcó por la fría manera que tenía de decirlo, como si en verdad todo le importaba un comino.

—Algo así —murmuré.

—Tendrás que aprender a mentir con excelencia, Masters —canturreó alzando las oscuras cejas en un ademán insinuado—. Él no puede leer tu mente, pero sabrá muy bien cuándo estés mintiéndole.

Me tensé ligeramente. Estaba sentada en el sofá, por lo que esperaba que él no notara cuando me ponía nerviosa de mi propio plan.

—Lo sé. Pero si le hago creer que solamente quiero usarte para después perjudicarte, confiará en mí. Y si confía en mí, puedo convencerlo de que yo no maté a Paul.

Él estiró los labios, sesgándolos en una mueca de desinterés. Se encogió de hombros.

—Mi plan de que te lo follaras era más interesante.

—Serás idiota... —mascullé, ladeando el rostro que no viera cómo me ponía roja de rabia.

—He estado pensando... —murmuró observando con atención su copa. Alocer estaba en serio borracho, se le notaba en cada diminuta expresión. Pero, en ese instante, antes de que el vidrio de la copa tocara su boca, dio un respingo—. ¿Sabes? Creo que tengo un modo de hacerlo hablar.

Pestañeé.

—¿Ah?

—Piénsalo —instó, inclinándose hacia delante—, ¿por qué él está tan interesado en saber si fuiste tú o no quien mató a Paul? A los ángeles no suelen interesarle esos asuntos. Todo lo que respecte a los humanos les es bastante indiferente. Por lo único que se preocupan es por ellos mismos. Si un humano murió de una forma horrible e injusta, a ellos poco les interesa. Entonces, ¿por qué a Amediel le importa tanto? —Dio un chasquido con la mano libre al tiempo que entornaba los ojos—. Eso es lo que tienes que averiguar.

Quise estremecerme ante esa aseveración. No dudaba que, como demonio, Alocer ineludiblemente iba a hablar mal de los ángeles. Ya había tenido una conversación similar con... Bueno, los otros. No me extrañaba tanto, pero seguía siendo curioso.

—¿Cómo le hago hablar? —inquirí con indecisión. Realmente no tenía la certeza absoluta de querer saberlo.

Él levantó un dedo en el aire en un gesto teatral. Sin decir nada, se puso de pie de forma tosca, medio tambaleándose. Salió de la sala de estar, atravesando la cortina carmesí que dividía el espacio hacia la cocina. Me quedé sola por un par de minutos, sentada en el sofá, mientras que a lo lejos se oían ruidos de desorden, casi de destrucción, como si Alocer estuviera moviendo cosas sin el menor cuidado. Cuando volvió, esbozó una sonrisa de victoria.

EtéreoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora