3. Estrategia peligrosa

6.9K 628 761
                                    

Golpeé la puerta blanca con demasiada fuerza. El corazón me rugía contra las costillas de tal modo que me dolía. No recordaba la última vez que había estado así de asustada. Salvo aquella vez... en que arriesgué mi vida por ellos.

La madera no se abrió por sí sola como siempre solía hacerlo, y eso me espantó más de lo que ya estaba. Alocer asomó la cabeza, con una ligera arruga de extrañeza en el entrecejo. No fue sino hasta cuando elevó las manos y, muy lentamente, se sacó unos diminutos objetos blancos de sus oídos que me percaté de que estaba escuchando música.

—¿Contraseña?

—Déjame entrar —pedí. Estuve a punto de meterme a la fuerza, pero él puso un pie en una esquina del umbral.

Entonces, vi algo en su rostro que muy, muy pocas veces había tenido oportunidad de presenciar hasta ahora. Las esquinas de sus labios se curvaron en un gesto cargado tanto de júbilo, como de una insondable malicia.

—Pero ¿que no te habías ido hace un rato?

—¡Por favor! —supliqué, porque el temor que invadía mi sistema era demoledor y no me interesaba sonar desesperada—. ¡Hay un jodido ángel persiguiéndome!

—¿Ángel? —Por un segundo, creí ver asombro en sus pupilas, pero fue tan fugaz que casi no lo detecté—. ¿Qué mierda te sucede a ti? ¿Por qué siempre traes problemas contigo?

—N-no lo sé... —vacilé. Volteé hacia atrás, viendo directamente hacia el cielo por si acaso algo extraño, como una sombra difusa o lo que fuera se acercaba—. Es... N-no sé qué quiere... —Volví a mirarlo con demanda—. ¡Déjame entrar!

Él dejó escapar un largo suspiro, girando los ojos con aire somnoliento.

—No lo sé. A ver, pídemelo de rodillas.

—¡Alocer! —imploré en un grito ahogado.

Su vista entornada me recorrió de pies a cabeza. Hubo un ligero cambio en sus facciones, pero, de nuevo, volvió a ser tan efímero que no estuve segura de si en verdad pasó. Sin más, abrió completamente la puerta.

Se fijó en el enorme perro negro que había llegado conmigo. Alexander, sin hacer el menor ademán de entrar, le devolvió un ligero gruñido apático, le dio la espalda para observar con cautela hacia lo lejos en la carretera, y decidió permanecer en el jardín. Temí inmediatamente de lo que fuera a decir el demonio por él, pero no mencionó nada. Solo cerró la puerta, y se giró de un movimiento brusco hacia mí. No entendí cómo, pero de un segundo a otro la pereza que le había otorgado el exceso de alcohol parecía haber desaparecido de su sistema.

Su mirada se entrecerró todavía más. El recelo se volvió claro en su expresión.

—Ahora, escúchame —me indicó con voz ronca—. No vas a hablar. No dirás una jodida palabra de esa inoportuna boca que tienes, ¿bien? A todo lo que yo te diga, tú responderás: «Sí, maestro». Que ni se te ocurra meterte. ¿Comprendes? ¡¿Entendiste?!

Asentí frenéticamente, con los ojos muy abiertos.

Al demonio se le notó la tensión en cada músculo del cuerpo. Frunció los labios y el ceño, apretando los puños. Sus ojos, repentinamente colmados de una suspicacia anticipada, se fijaron en el suelo unos instantes, moviéndose inquietos, sin ver nada en específico. Como si en su cabeza estuvieran cruzando una hilera formidable de ideas.

El collar en mi pecho empezó a brillar como loco. El tono rojizo al que ya me había acostumbrado, provocado por la presencia de Alocer, fue reemplazado por un intenso celeste que me hizo helar la sangre. Logré detectar algo en el ambiente también, que se volvió denso. Tragué saliva. Alocer clavó la vista en la puerta. Empezamos a oír los ladridos rabiosos de Alexander.

EtéreoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora