40. Hermanos

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Las luces del techo y de las lámparas de la sala parpadearon justo en el momento en que Alocer acercó sus manos a mi vientre.

Tragué saliva, y mi corazón dio un vuelco mientras más largos eran los intervalos entre oscuridad y luminosidad.

—Mierda —masculló Alocer entre dientes, apartándose de mí.

—¿Por qué sigue pasando eso? —inquirió Khaius, con la preocupación irradiando de sus facciones, evitando mirarme.

Un escalofrío me recorrió la espalda al percibir el movimiento de mi pequeño. Tensé los labios, tratando de no manifestar el dolor en mi rostro.

—Si es uno de ustedes el que está haciendo esto... —solté con los dientes apretados, sin lograr terminar la amenaza.

—Es él —me aseguró Alocer, con un dejo riguroso. El parpadeo de las luces se detuvo solo cuando él se quedó a varios pasos de mí. Observaba fijamente mi vientre, con el ceño hundido y un cúmulo de dudas manando de su expresión.

—Pero no entiendo —comentó Nat con extrañeza, al tiempo que me apretaba la mano—, el feto no te había temido antes. ¿Por qué ahora sí?

Ella estaba asentada a mi lado, tratando de auxiliar a Alocer en lo que sea que él le pedía, mientras me miraba con confusión.

Akhliss, que se hallaba a los pies del sofá donde yo estaba recostada, puso los ojos en blanco.

—Admítelo —replicó Akhliss con un tono que pareció que trataba de contener su rabia—, no tienes idea de qué le está pasando.

—No entiendo qué cambió —apostilló Khaius, sacudiendo la cabeza.

Azazziel, que se encontraba todavía más lejos que los demás, arrimado a la esquina de la sala con los brazos cruzados en la misma posición de impaciencia que Akhliss, cerró los párpados con fuerza y respiró hondo. Sin embargo, no dijo una palabra.

—Es una reacción normal —expresó Alocer con voz átona, sin quitar la vista de mi estómago—. Está muy consciente de lo que pasa a su alrededor, más de lo que yo esperaba.

—¿Eso qué significa? —traté de sonar exigente, pero la voz me tembló. Me temblaba por miedo, porque no podía creer lo que estaba pasando, que él pudiera ser capaz de hacer algo así. De manifestarse así.

Y también por cansancio. No estaba haciendo ningún esfuerzo, y el solo hecho de respirar me estaba costando más trabajo del necesario.

Alocer inhaló por la nariz como en un intento de reunir paciencia, pero noté que comprimía los puños.

—Estas criaturas llegan al mundo con un instinto innato de ataque, puesto que allá no tenemos mucha piedad con los... infantes. —Miró de reojo hacia la otra sala—. La presencia de los ángeles debió hacerle desconfiar de su entorno.

No pude evitar la punzada de culpabilidad que me surcó. Me palpé el vientre con extrema suavidad, tanto para no sorprenderlo como porque, ciertamente, me dolía la piel; según Alocer, por el brusco cambio que estaba experimentando. También tenía un par de moretones que intentaba ignorar, aunque resultaban bastante notorios, pero eso no me importaba.

Mi pequeño se sentía inseguro. Y era culpa mía.

Me quedé muy quieta cuando Alocer volvió a aproximarse a mí con lentitud.

—No te haré nada malo, engendro —murmuró, con un matiz que indudablemente me parecía relajante, incluso arrullador—. Solo quiero ver qué tan grande estás, ¿de acuerdo?

Estaba a punto de lograrlo, pero las luces volvieron a titilar y oí que, desde la cocina, algún otro objeto eléctrico se encendió y apagó repetidas veces. Con un suspiro cargado de hastío, Alocer se rindió, y comenzó a frotarse el rostro con brusquedad.

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