No tenía plena seguridad de dónde me hallaba cuando detuve el vehículo. Aunque no me importaba tanto, tampoco. Lo único que me interesaba era el hecho de que ya estaba lo suficientemente lejos de ellos como para no apreciar ni siquiera un leve rastro de ninguna de sus presencias.
Cuando apagué el motor y todo a mi alrededor se quedó en completo silencio, recién pude darme cuenta de que tenía la respiración demasiado agitada. Mi pecho subía y bajaba de forma temblorosa.
No fui consciente del momento en que comencé a sollozar. Solamente percibí que, de un instante a otro, mi campo de visión se nubló tanto que ya no distinguí nada más. Me incliné hacia delante, con los antebrazos apoyados sobre el volante, y solo entonces rompí a llorar en serio. No como los sollozos súbitos y momentáneos que me daban últimamente, sino que era un lamento profundo, una angustia que no podía controlar.
Recordaba haber llorado así solo una vez en mi vida.
No supe cuánto tiempo transcurrió. No caí en cuenta de cuánto me quedé ahí, en esa posición, derramando lágrimas sin parar. Era incapaz de cesar el temblor de mi mandíbula y los espasmos de mi pecho.
A mi alrededor no había más que silencio.
Cuando decidí que ya era suficiente, apenas podía abrir bien los ojos de lo hinchados que estaban, pero hice el esfuerzo porque quería ver dónde había ido a parar. Solo entonces me di cuenta de que estaba muy escondida en una especie de sendero de tierra, rodeado por un manto de arbustos y helechos que daba la vista a una buena parte de la ciudad, pero relativamente alejado del gentío. De haberse tratado de otro momento, podría haber disfrutado del entorno, hasta pasar un buen rato ahí. No había mayor ruido que el zumbido apartado de una ciudad muy grande. Mucho más allá en el horizonte, a lo lejos en el inmenso mar, los últimos rayos del sol terminaban de esconderse.
Tragué saliva con dificultad.
¿Cómo era posible esto? Mientras conducía de forma frenética para alejarme, parte de mi mente trataba de hacer los cálculos. Había cumplido una semana en la nueva casa, así que apenas habían pasado tan solo diez días que Azazziel y yo habíamos estado juntos. No era posible... No tan pronto... No podía ser que yo...
No así.
De manera involuntaria mi mano descendió por el torso hacia la parte más baja de mi vientre y, efectivamente, volví a palpar aquel bultito sobresaliente y duro.
Apreté la mandíbula y, aunque no lo creí posible, volví a derramar otra hilera de lágrimas.
No tenía cómo rehuir de esto. Ahí estaba, y si sumado a eso le añadía todos los indicios nuevos que ellos habían manifestado, desde el extraño comportamiento de Alocer hasta la sobreprotección de Alexander, y mis propios cambios... Sin mencionar, por supuesto, el excepcional hecho de que ya no podía tocar a los demonios, salvo a Azazziel...
Me eché todavía más hacia delante, dejando caer la cabeza entre las manos.
¿Pero qué había hecho? Esto no podía estar pasando. No ahora. ¡Este no era el momento!
Y encima de todo, Alocer ya lo sabía, era el único que se dio cuenta antes que cualquiera de nosotros, desde el primer día en que volvió. Demasiado tarde, me percaté de que su actitud no había cambiado desde que nos mudamos a la nueva casa, puesto que yo había justificado su cambio con el hecho de que estaba afectado por su pérdida, pero no era así. Fue apenas él lo notó, a eso se quiso referir aquel día cuando me dijo «en tu estado».
¡El hijo de puta lo supo todo este tiempo! Pero entonces, si el primero —de hecho, el único— en advertirlo había sido él, ¿por qué diablos no le avisó a nadie antes? ¿Por qué no me lo dijo en cuanto se percató ese primer día?
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Etéreo
ParanormalLIBRO II «Y nadie conoce mejor tu infierno, que aquel que se ha quemado en él.» - Benjamin Griss. Siempre tuvo la culpa. Él lo comenzó todo. Fue por él, con su llegada, que su vida jamás pudo volver a ser...