6. Ritos ancestrales

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El espacio a mi alrededor era oscuro y nebuloso. Estaba de pie, rodeada de siluetas negras como sombras, en un sitio que desconocía por completo. Aunque, entre tanta negrura, no había demasiado qué distinguir.

De algún modo, había una especie de bullicio. Las siluetas negras que se hallaban repartidas en torno a mí parecían emitir leves murmullos que no comprendía. No había nada claro, absolutamente ni una cosa que pudiera diferenciar, y quizá por eso comencé a sentir que me invadía un enorme desespero. Entonces, y de la nada, una de las sombras fue poco a poco aclarándose, tomando con lentitud más forma y color. De pronto, apareció delante de mí una persona a la que desconocía por completo.

Frente a mí, de rodillas, estaba un hombre. El común cabello oscuro le caía encima de forma alborotada hasta los hombros. Estaba hincado, con una rodilla en el suelo y la otra apoyando su brazo, como si estuviera haciendo una reverencia, la cabeza agachada. En ese momento alzó la vista. Pude distinguir en él un rostro que me sacó de balance, uno que no recordaba haber visto nunca en mi vida, además aquella vez... en esa visión que tuve hacía ya mucho tiempo después de recibir un rodillazo en la frente por parte de una diablesa... Y unos ojos que se veían exactamente igual que los míos.

Abrí los párpados de golpe y, estuve segura, que solté un pequeño grito.

Me restregué los ojos con desesperación. Ese hombre... ¡Esos ojos! Por fin, los había visto de nuevo. Esta era la primera vez que soñaba con él. La primera vez, después de lo que ahora mismo se sentía como una eternidad, que visualizaba su rostro sin que me he hubieran golpeado antes. Si tan solo pudiera de algún modo comprender qué diablos significó aquello... Pero ni siquiera lo había entendido. No tuvo el menor sentido.

El corazón me latía con tanta fuerza que lo sentía retumbar en mis oídos. Me incorporé en el colchón y cerré los puños sobre mi pelo desordenado, sintiendo crecer un cúmulo de impotencia. No obstante, el sentimiento comenzó a ser rápidamente opacado por uno más veloz, y más impetuoso... Porque la pesadilla que acababa de tener no importaba tanto, si tomaba en cuenta de que no estaba durmiendo en mi cama.

Un jadeo me abandonó al ver la frazada que me cubría, de un sobrio marrón oscuro. Las sábanas blancas, y el tamaño de la cama que era mayor que la que tenía en el departamento. Definitivamente nada de esto era mío. ¿Pero qué carajos...? Miré en rededor. Las paredes eran de un tono claro y daba un aire tan parco y estéril como los muebles simples que la adornaban. Me recordaba de algún modo a la habitación de un hospital, pero peor, y de inmediato el miedo se transformó en repulsión. Estaba metida en un espacio cuadrado sin ventanas. ¿Qué clase de sitio era ese?

Estuve a punto de levantarme, cuando la puerta de la recámara se abrió. Lo primero que mi vista captó fue la figura de un chico de piel ligeramente morena, sin camisa, vistiendo unos comunes jeans azules.

El pánico me dejó estática. El joven, cuyo espeso pelo negro estaba mojado y destilaba pequeñas gotas de agua, entró con toda confianza y cierto aire distraído, directo hacia el velador para abrir uno de los cajones, rebuscó entre la ropa que había dentro y sacó una camiseta. En cuanto el temor dejó paso abierto a la lucidez, pude reconocer su rostro aniñado y serio.

Un resuello bajo y casi imperceptible de mi parte le hizo congelarse en su lugar, y enseguida se giró para mirarme. El mismo pánico que se había adueñado de mí antes invadió sus facciones, y, rápidamente, me dio la espalda para cubrirse el torso con la camiseta.

Por instantes infinitos el silencio y la confusión lo dominaron todo. Pero, en el siguiente segundo, apreté la mandíbula con fuerza por el ramalazo de ira que me asaltó.

—¿Qué haces tú aquí? —exigí casi en un gruñido.

Kalei se volvió hacia mí, arrugando el ceño. Desde mi distancia no estuve segura, pero me pareció que un leve tono rojizo le teñía las mejillas.

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