42. Inefable

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Nunca había sentido un dolor semejante.

Jamás había tenido la sensación de que, desde mi interior, algo se abría paso entre mi propia carne, destrozando músculos y huesos, para emerger al exterior. En mi vida, no había experimentado nada similar.

Nunca pensé que sentiría esta clase de martirio.

No podía respirar. Mi garganta ardía como aquella vez que me estaba ahogando en el mar, cuando estábamos en el barco que aquella bestia hundió, pero ni aun así era parecido, porque ahora era mi propia sangre atorada en mi garganta lo que me impedía tragar aire. Era incapaz de todo, hasta de moverme. Quería gritar y sacudirme, sacarme de encima las manos que trabajaban frenéticas sobre mi cuerpo, pero no conseguía hallar mis extremidades. No podía sentirme a mí misma.

No podía distinguir nada que no fuera el dolor.

Eso y la oscuridad que, de un momento a otro, me tragaba por completo y me aliviaba un poco el suplicio. En aquella negrura no se sentía tanto la tortura, de hecho, no podía percibir casi nada. El bullicio a mi alrededor desaparecía, y el dolor se iba por momentos que no fui capaz de dilucidar. Era fácil perder la noción en la oscuridad.

Quería rendirme y abrazar la penumbra, de alguna manera me traían de vuelta, y entonces el dolor regresaba con más potencia como la sensación más horrible del mundo.

Oía mi nombre repetidas veces, de diferentes voces y tonos que me pedían favores; que «respirara», que «resistiera», que «no me fuera». Pero no podía hacerles caso.

Sin saber cómo, volví a caer en un extraño plano de inconsciencia, que de algún modo se sentía como si estuviera flotando en un mar de color negro donde el dolor era cada vez más lejano, ajeno a mí y podía tolerarlo un poco más. Hubiera permanecido allí por muchísimo tiempo, y no me habría molestado. No obstante, por muy relajada que estuviera flotando en aquellas oscuras aguas, había algo que me impedía entregarme completamente, pero no lograba recordar qué era. Solo sabía que era algo mío, algo que me llamaba, que me necesitaba. Algo por lo que, en primer lugar, había estado dispuesta a sufrir este martirio.

Pero el dolor era demasiado, y nunca antes fui tan consciente de que estaba así de cerca de la muerte.

«¡No!», resonó una voz femenina con tanta fuerza dentro de mi cabeza, que me hizo estremecer por completo.

De repente, experimenté una sensación casi fantasmagórica, como si me hubieran agarrado desde el mismísimo centro de mi alma, del diminuto espacio de mi pecho donde mi corazón estaba resistiendo con esfuerzo, y tiraron de ese punto con un poderoso cable de acero para que saliera a flote.

Entonces, mis sentidos regresaron.

Mi vista se enfocó un poco y pude ver lo que sucedía a mi alrededor, más o menos. Todo seguía demasiado borroso, como si lo viera a través de una gasa. Parecían como grandes sombras difusas que estaban sobre mí. Alguien tenía una mano puesta en mi espalda para mantenerme erguida, supuse que para que pudiera respirar. Todo era del color de la sangre, y no podía distinguir nada ni a nadie. Solamente el insoportable dolor.

Mi cuerpo, que se sacudía únicamente porque alguien desde mi interior lo arañaba, se quedó completamente inerte, en el preciso momento en que sentí como si hubieran arrancado una diminuta parte de mi ser. La sombra alta —la misma que había estado sobre mí—, empezó a alejarse. En ese breve lapsus mis oídos comenzaron a funcionar pausadamente, pero todo lo que pude oír era una curiosa retahíla de gruñidos y bufidos, como los de un animal pequeño enfadado o asustado.

—¡Ya! ¡Háganlo ahora!

Mi cuerpo ya no se movía más, y no estaba muy segura de lo que significaba eso. No quería saberlo. El escaso aire que inhalaba y exhalaba con dificultad se sentía como fuego en mis pulmones.

EtéreoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora