33. Otras complicaciones

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El interior del vehículo permaneció demasiado tiempo en silencio.

Espié por el retrovisor la expresión de Alocer en varias ocasiones, pero él no dirigió la vista hacia atrás; no hacía más que mantener las facciones inmutables. El único signo de preocupación visible en su cariz era la arruga en forma de "v" en su entrecejo.

Me alarmaba que no estuviera asimilando bien su decisión, o que tratara de guardarse para sí cualquier clase de dolor que le causara el haber destruido la gran mayoría de sus pertenencias. No obstante, una parte de mí sopesó la idea de que, siendo alguien que cambiaba tanto de vivienda, era algo a lo que él estaba acostumbrado.

Pero había un detalle, y es que, hasta donde yo llegué a ver durante todo este tiempo, ahí no solo almacenaba objetos tan antiguos que tal vez pudieron ser de gran valor, sino que conservaba algunas de las cosas que le pertenecieron a Beth. Y esos, contrario a lo que le había dicho a Nat, no eran algo reemplazable.

Transcurrió otro largo lapso, todavía sumidos en un tenso silencio. La vocecilla de mi mente me reclamó que, por mi bien, no me inmiscuyera en sus asuntos. Quizás debía darle algo de tiempo para recién preguntarle cómo se sentía con todo esto. Así que me limité a cruzarme de brazos, sin apartar la vista de la ventanilla, por un rato que se me antojó interminable. Y, como si el sueño me hubiera domado de pronto, comencé a dormitar.

Todavía no había logrado caer en el sueño profundo, cuando comencé a escucharlos hablar entre susurros.

—¿De dónde sacaron ese grimorio? —preguntó Kalei a alguien, y logré detectar un asomo de suspicacia en su tono—. ¿Desde hace cuánto lo tienen?

—Hmm... —vaciló Nat—. Lo conseguí unos meses antes de conocer a Amy, en una venta de garaje. ¿Por qué?

—Entonces era tuyo... —respondió él en un murmullo algo consternado.

—Bueno, sí... Me gustaban esa clase de libros.

Logré oír una risita ronca.

—De modo que la locura no te la pegó Amy —comentó Alocer en voz baja, relajado—. Ya venías así de fábrica. No me extraña que se lleven tan bien. Para empezar, a las dos les gusta andar cogiendo con demonios.

Ella le respondió con otra risa corta, pero el sonido disminuyó rápidamente. Yo me quedé rígida, sin respirar unos instantes.

Guardaron silencio por unos cuantos segundos.

—Y... con todo eso que nos contaste —dijo Nat, cambiándole el tema—, ¿ya sabes por qué no pueden oír su mente?

—Eso me parece que es un poco más sencillo de entender.

—¿Por qué? —Detecté el pasmo en la voz de ella.

Alocer volvió a soltar otra risa baja, extrañamente relajado.

—Bueno —musitó—, porque entre demonios no nos podemos leer la mente.

Tuve que hacer un esfuerzo descomunal para mantener los párpados cerrados.

—¿Pero eso que nos dijiste no tiene que ver con su alma solamente? —cuestionó Kalei.

—La mente y el alma tienen una conexión directa —expresó el demonio con calma—. Al menos, es la única explicación que se me ocurre. Y, desde luego, la otra alternativa es que Hyades, o quien sea, haya empleado alguna runa en ella que, de algún modo, no podemos detectar.

No pude evitar el escalofrío que recorrió mi espina dorsal, pero, de nuevo, me obligué a mantenerme inmóvil. No quería interrumpir; temía que cambiaran de tema si se daban cuenta de que no estaba dormida.

EtéreoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora