12. La condena

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Todavía no terminaba de entender si estaba asombrada o muy extrañada, mientras observaba el claro y brillante fulgor grisáceo que brotaba de las palmas de Amediel, apoyadas sobre los hombros de Nat. Ambos tenían los ojos cerrados, pero el ángel guardaba esa expresión serena y centrada que ya conocía tan bien en él, y Nat en cambio apretaba los labios en una fina línea debido a los nervios.

El asombro puro me desconcertó cuando advertí cómo las sombras moráceas debajo de sus ojos se aclaraban hasta desaparecer por completo, y que la herida enrojecida en la parte superior en su frente disminuía su tamaño hasta cicatrizar del todo. Realmente era como... magia.

Me mantuve expectante y en silencio, viéndolos sentada desde el sofá por lo que me pareció ser una pequeña eternidad en solo un par de minutos... ¿O fue más? La verdad era que estaba tan atenta mirando porque esperaba que, en algún rato, él se inclinara y tocara la frente de ella con la suya como hizo conmigo, pero no fue así. No se movió de la posición en que estaba en ningún momento.

Amediel se apartó un par de pasos de ella cuando dio por finalizada la sanación. Nat abrió los ojos de golpe, muy grandes y brillantes, y se miró las palmas de las manos en un ademán ansioso.

—Guau —susurró.

—¿Cómo te sientes? —inquirí.

Mmm... —Nat se encaminó a paso rápido hasta el espejo pegado a la pared del rincón de la sala, y observó su propio reflejo con gesto impaciente. En el siguiente instante, tocándose las mejillas, la barbilla y luego la frente, un halo de sorpresa se apoderó de sus facciones—. ¡Mírame! Pero ¿qué...? ¡Es increíble! ¡Amy, mira! —Agitó su brazo izquierdo en el aire, ese que había recibido la puñalada del demonio—. ¡No me duele! ¡No siento nada!

La alegría que me asaltó también, por ella, me hizo soltar una leve risa.

—Qué bien... —murmuró Kalei desde la cocina, que pese a sus palabras sonó bastante arisco.

—Creo que puedes considerarlo como un regalo de cumpleaños, ¿no, Amediel? —le pregunté.

Él, que se había alejado hasta apoyar la espalda sobre la pared cerca del pasillo de los dormitorios, desvió la vista de nosotras.

—¡Gracias, gracias, gracias! —exclamó Nat. Se aproximó hacia Amediel con los brazos extendidos, pero él levantó una mano en señal de rechazo—. Um... bueno, muchas gracias.

—Está bien —se limitó a decir el ángel.

Lo miré con extrañeza. Su tono bajo y desanimado, aunado a la manera aún agitada en que se movía su pecho, me dio algo de mala espina.

—Oye, ¿te encuentras bien? —quise saber—. ¿Estás cansado?

—Eso no importa ahora —murmuró con desgana. Me miró con seriedad—. Dijiste que tenías algo que contarnos.

Oí que Kalei avanzaba desde la cocina para oír mejor. Se sentó en el sofá junto a mí, pero en el extremo más alejado. Nat se instaló en el sillón en el que usualmente también usaba mucho su novio, y permaneció tranquila; no obstante, noté que golpeteaba con frenesí un pie contra el suelo.

El silencio en el que se sumió la estancia fue inquietante, tanto que me hizo dudar seriamente si continuar o no con lo que tenía planeado hacer. Di un suspiro profundo y apreté los puños para darme valor, porque, aunque ahora me estuviera arrepintiendo, ya había dado el primer paso. Ya les había dicho que tenía algo que explicar, y de su inquisición obstinada no iba a poder sacarlos.

—Bien, hay una cosa que no les he dicho —murmuré casi con un hilo de voz. Amediel y Kalei se miraron confundidos. Nat apartó la vista de mí en un gesto desinteresado, pero, si no la hubiera conocido tan bien como lo hacía, no me habría dado cuenta de lo nerviosa que estaba por dentro—. No sé si lo sepan, pero yo no nací en Portland. Soy de Seattle.

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