8. Bajos instintos

6.3K 551 462
                                    

Creí que perdía la capacidad de respirar. El estómago se me apretujó hasta un punto que fue doloroso.

Pese a que me hallaba en el mismo espacio que el ángel, y que básicamente lo descubrí escudriñando entre mis pertenencias, no pareció ser capaz de dirigirme la mirada, o de decir al menos una palabra. Yo tampoco me sentí dispuesta a hacerlo. No quería, ni podía. El solo verlo ahí —de pie en medio de mi recámara, sosteniendo entre sus manos el arma que, aun hoy, me provocaba horribles pesadillas—, era desconcertante.

La habitación estaba sumida en oscuridad. No tenía la luz encendida, porque él no la necesitaba para distinguir bien a su alrededor. Si yo era capaz de visualizarle, era por el hecho de que la ventana estaba abierta de par en par y permitía que ingresara la luminosidad de los faroles de la calle.

No estuve segura de cuánto tiempo pasó, hasta que sus labios se separaron.

—Esta daga... —habló en tono bajo, arrastrando las palabras— tiene restos de sangre de demonio.

Obligué a mi cerebro a rebuscar una mentira, un pequeño engaño, lo que fuera, porque de repente tuve la sensación de que me habían descubierto in fraganti. Como si acabara de cometer un crimen y no hubiera sido lo suficientemente astuta como para ocultar la evidencia.

Sin embargo, no pude. La verdad, lo que ocurrió aquella vez, fue lo único que llegó a mi mente. Supe que se me notó incluso en la expresión.

—Sí —musité.

Movió la cabeza en un corto y ligero asentimiento.

—¿Se supone que fue esta el arma que usaste para asesinar al demonio que acabó con la vida de Paul Weaver?

... —repetí con un hilo de voz, incapaz de elevar el tono.

Él continuó examinando la daga. La giró entre sus dedos, observándola con detenimiento, como si fuera algo digno de admirar. O de odiar con esmero. Esa arma... Ni yo misma podía mirarla de ese modo. Por ese motivo la había ocultado bien en la habitación, para olvidarme de su existencia.

De ese reluciente objeto, no tenía más que recuerdos espantosos.

Me aclaré la garganta, cuando por fin el pasmo inicial se hizo a un lado y dejó espacio para la ira.

—¿Qué se supone que buscabas en mi habitación?

Sacudió la cabeza lentamente.

—No lo sé —dijo casi en un murmullo—. Supongo que... trataba de buscar lo que sea que pudiera incriminarte. Que tuvieras algo escondido que te delatara. Un último recurso... Lo que sea.

Un suspiro largo, y en verdad agotado, se me escapó al tiempo que cerraba los ojos.

—Amediel, no vas a hallar nada. Ya no me queda nada de ese tiempo... —No estuve segura de por qué, pero mi tono se oyó más abatido de lo que pretendí.

Le vi apretar los labios hasta formar una línea muy tensa. Pareció, de pronto, que intentaba contener un sentimiento, que no lograba discernir cuál. Algo como... ¿impotencia? ¿Rabia? ¿Vergüenza, quizá? O, tal vez, solo era mi imaginación. Soltó aire por la nariz y desvió la vista hacia la ventana. El rostro completo se le iluminó por los faroles del exterior y fui capaz de distinguir mejor su semblante. No tenía el ceño tan fruncido como acostumbraba, ni las facciones crispadas por la furia. Realmente se veía como alguien que intentaba contenerse a sí mismo.

Dejó escapar un breve suspiro y volvió a bajar la mirada hasta la daga en sus manos.

—No lo entiendo... —dijo por lo bajo—. Lo que mis hermanos y yo vimos aquella vez... Entonces, eso quiere decir... que tú no...

EtéreoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora