11. Resolución

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Sabía que esto era un sueño por tres razones principales: una, era pequeña, mi cuerpo se había transportado a la época en la que media menos de un metro y tenía que mirar a todo el mundo hacia arriba. Dos, estaba saliendo de la escuela. Y tres, probablemente la más importante y dolorosa razón de todas: mis padres estaban ahí.

Más que un sueño, parecía estar atrapada en un recuerdo.

—Papá, te juro que lo vi —le decía yo entre lágrimas.

Mi padre, que en el recuerdo ya olvidado —porque por aquel entonces yo era todavía muy pequeña como para mantenerlo en mi memoria—, lucía más joven y fresco. Sin embargo, al oír mis palabras, su expresión se enserió tanto que pareció mayor en solo unos instantes.

—¿Y cómo es ese tipo? ¿Se acercó a ti? ¿Te ha hecho algo?

—Cariño —intervino mi madre con cautela—, no es posible. La maestra dice que nadie puede entrar...

—¡Mami, yo lo he visto! —insistí, dando patadas en el suelo con un pie—. Lo he visto muchas veces...

Mi maestra de aquellos tiempos, cuyo rostro era apenas memorable, miró preocupada y con algo de pánico a mis padres, jurando por su vida que ningún hombre había ingresado en el recinto. Y que, por supuesto, no me estaba espiando.

Lo último que pude visualizar en el recuerdo, antes de abrir los ojos, fue una calurosa discusión entre mis padres y la maestra, mientras ella sugería que quizá yo podía ver cosas que no estaban ahí, que tal vez necesitaba ayuda de un psicólogo... Y a mi hermano, sentado a mi lado, diciéndome en voz muy, muy bajita, que él también pudo ver en una ocasión a un hombre, de pelo oscuro y ojos negros como el carbón, observándonos desde lejos.

Pegué un leve salto en la cama. Mi primer instinto fue incorporarme y distinguir en qué sitio me hallaba, pero en el momento en que estuve consciente de que acababa de despertar de ese extraño sueño, varios e incontables puntos de dolor me atacaron por todas partes. Un quejido se me escapó y crispé el rostro en una mueca de arrepentimiento.

Carajo... Me dolía cada parte del cuerpo. Mi garganta se sentía muy seca y me lastimó cuando tragué saliva. Apreté los dientes, pero incluso ese gesto me costó unas punzadas agudas en la mandíbula. No necesité nada más para saber que me habían hecho mierda, y ahora pagaba las consecuencias.

Alcé la cabeza lenta y cuidadosamente, y parte de mí se sintió aliviada al reconocer la cama, las paredes color beige, la repisa de libros, el escritorio... Ese ligero temor con el que desperté se esfumó por completo al ver que no estaba en ningún sitio ajeno. Era mi habitación. No obstante, había algo que no me pertenecía, y lo noté en cuanto levanté el brazo que me punzaba y se sentía como hecho de plomo.

Casi pegué un grito cuando alcé —o hice el intento— el brazo izquierdo y vi una especie de yeso improvisado. Eso era lo que, seguramente, más me dolía de todo el cuerpo. El miedo me surcó cuando los recuerdos me golpearon como un garrote, y representé en mi dolida memoria los últimos segundos antes de desmayarme, antes de que un manto denso de oscuridad me cegara por completo. Recordé a aquel demonio desquiciado levantar un pie y dejarlo caer sobre mi brazo, haciéndolo crujir. Oh, mierda.

A mi lado, en el suelo, estaba recostado Alexander. El corazón me dio un salto cuando noté que mi movimiento no lo despertó, y una corriente de hielo me recorrió la espalda. No fui capaz de realizar ni un solo gesto más, sino hasta cuando me aseguré de que su tórax se movía de forma pesada pero acompasada por su respiración. Estaba profundamente dormido.

Los labios me temblaron, empecé a sentir de súbito un cúmulo de impotencia e ira contra mí, y ni siquiera supe con certeza por qué. Advertí que estaba a punto de ponerme a llorar cuando, en medio del inquietante silencio en el que estaba sumido aquel espacio, un par de voces llegaron a mis oídos.

EtéreoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora