21. En el que se cuenta cómo Charles Vane escapó

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El Alba, un barco que trasportaba mercancía y pasajeros, procedente de algún puerto español, navegaba en el Océano Atlántico, rumbo a la Nueva España

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El Alba, un barco que trasportaba mercancía y pasajeros, procedente de algún puerto español, navegaba en el Océano Atlántico, rumbo a la Nueva España. Su Capitán era Ricardo Almonte, un hombre con más de cuarenta años de experiencia en altamar, que había surcado en más de una vez casi todos los mares explorados. El Atlántico era precisamente al que conocía como su fuese la palma de su mano. En él había padecido fuertes tormentas, atracos, desabasto de alimentos y agua, motines y un sinfín de tragedias más que a su tiempo supo cómo resolver de manera astuta. No le temía a lo que el destino le deparaba en su camino, pero sí respetaba de cierta forma al océano, puesto que nunca se sabía si serían bendiciones o desgracias las que el mar daría en cada travesía.

En este viaje, Almonte se sentía feliz y nostálgico a la vez, ya que, al finalizar el recorrido, lo esperaba el retiro. Solo tenía que llegar a las costas de Yucatán y después volver a Cabo de Palos, donde lo esperaban su esposa, sus hijos y sus nietos.

Él ansiaba una vida tranquila, pero el mar era su vida entera, sobre todo su barco, en donde vivió decenas de aventuras a lo largo de las cuatro décadas que llevaba como capitán de este.

Cómo Capitán, era muy respetado en España y en la mayoría de los puertos donde llegaba. Su tripulación le tenía una lealtad incondicional e inquebrantable. Y en cuanto a los pasajeros a los que en ocasiones ofrecía sus servicios de transporte, siempre terminaban satisfechos con su trabajo y trato. Ricardo Almonte, era un hombre severo cuando debía serlo, pero generoso siempre que podía. No dudaba en ayudar a quien lo necesitase y jamás pedía algo a cambio por su ayuda.

La mañana del 17 de junio, en el día cincuenta y tres de su viaje >>según su bitácora<< el hombre a quien había ordenado vigilar en el nido de cuervo, dio la alarma de que había señales de humo en el horizonte.

Con la ayuda de su catalejo, el Capitán Almonte encontró que dichas señales provenían de un islote no muy lejos de ahí. Su nobleza y afán de ayudar a los más necesitados le motivaron a pedirle a su tripulación a que cambiaran su curso un poco para acercarse a aquella isla y así socorrer a quienes los llamaban.

Desde una distancia considerada del islote, el Alba se detuvo. El primer oficial un joven de no mucha experiencia, ayudado con una herramienta igual a la de su superior, verificó que se trataba de un grupo de hombres que se encontraban reunidos en la playa, todos se estaban alrededor de una enorme fogata posiblemente hecha de ramas secas de las palmeras que había ahí.

—Dígame, oficial. ¿Qué es lo que ve? —lo cuestionó el Capitán.

—Una agrupación de hombres, Señor. —le respondió.

—Ya lo sé. Lo que quiero saber es lo que usted observa más allá de lo evidente. —aclaró.

El Primer Oficial volvió a mirar e inspeccionó mejor a los sujetos desde lo lejos. Todos en la isla ya se habían percatado de la presencia del barco; algunos brincoteaban de un lado a otro y agitaban los brazos para llamar la atención de la tripulación y así ser salvados.

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