23. En donde nace una esperanza

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Era un día soleado y muy atareado para toda la tripulación del Perla Negra. No había ni un pirata que no trabajara arduamente para que la oscura nave pudiera desplazarse sin problemas en el océano hacia su destino. Algunos con labores pesadas como cargar barriles llenos de agua o licor, y otros con la simple tarea de supervisar.

El Capitán Jack Sparrow se encargaba de dar las ordenes mientras que el Maestre Gibbs revisaba que todo se hiciera tal y como el jefe quería.

El Capitán Jack Sparrow se encargaba de dar las ordenes mientras que el Maestre Gibbs revisaba que todo se hiciera tal y como el jefe quería

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Desde el castillo de la popa, el mandamás del barco contemplaba a sus hombres partirse el lomo como nadie más. Pero lo que más llamaba su atención era que cada que pasaban a un lado de Mica, todos transformaban sus rostros cansados y hasta molestos, en unos más alegres. Y al pirata no le costaba aceptar que desde que ella abordó la nave, curiosamente todos habían mejorado su humor. Para muchos sería difícil, incluso imposible de creer que una niña tan pequeña, se había robado el corazón de un grupo de hombres muy rudos. Todos la procuraban y la cuidaban. Se tomaban el tiempo en responderle tosas las preguntas que les hacía sobre el trabajo que realizaban. Hasta en sus ratos libres jugaban con ella.

La chiquilla estaba sentada en el suelo y jugaba alegremente con Ada, su muñeca. Anastasia había colocado una manta sobre el piso para que no se ensuciara y pudiera estar ahí todo el tiempo que quisiera. La rubia le había recogido el cabello en dos trenzas castañas que caían sobre sus hombros, también le ordenó lavarse la cara, porque su tía Lizabetha le había enseñado que una dama siempre debía de verse bien, aunque esta estuviera en el fin del mundo.

—Anastasia —la llamó la pequeña.

—¿Sí? —respondió la muchacha. Ella se encontraba muy cerca de Mica, pero estaba sentada en un cajón de madera. Había estado mirando el horizonte, pendiente de encontrar algo que no fuera solo agua; había pasado ya tanto tiempo en altamar que se empezaba a aburrir. El sol brillaba en lo más alto del cielo y no había una nube que se compadeciera de ellos, y la pobre comenzaba a extrañar sus floridos sombreros que siempre la ayudaban en ese tipo de situaciones.

—¿Tienes madre? —preguntó.

—Sí, la tengo.

—¿En dónde está? —prosiguió con su cuestionario al mismo tiempo en que jugaba con Ada.

—En una la Isla Santa lucía. —le contestó sintiéndose de lo más curiosa al darse cuenta qué al pensar en su mamá, quien venía a su mente era su tía Lizabetha y no en su difunta madre. La muchacha suspiró profundamente; amaba muchísimo a su tía y la extrañaba demasiado. Y se preguntó si a esas alturas ya sabia lo que había ocurrido con el barco de su padre y en dónde estaba ella. >>Tal vez cree que estoy muerta también<<. Pensó, sintiéndose triste.

—¿Santa Lucía está lejos de aquí?

—No lo sé. Tal vez sí. —su alma se agitó al recordar que hacía mucho tiempo, había perdido la cuenta de los días que llevaba en el Perla Negra. Y se preguntó si alguna vez podría volver a su hogar.

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